BIBLIOTECA VIRTUAL de Derecho, Economía y Ciencias Sociales


CIUDADANÍA ARMADA

Arleison Arcos Rivas



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4.3. “El fierro también tiene un discurso político”

Si las comunidades responden incluso con violencia en defensa de sí mismas, desobedeciendo incluso la normatividad que sustenta la vida política y social, ésta salida no es necesariamente una opción racional, calculada y deliberada suficientemente. En mucho obedece a la observación de la situación de desamparo en que un Estado percibido ausente177 deja a las propias fuerzas de la población la conquista de los espacios vacíos que habían sido ocupados a costo cero178 por actores delincuenciales armados y organizados e incluso por amplias franjas policiales corruptas, operando en la ilegalidad y de manera criminal:

Tuvimos que coger las armas porque nos obligaron a eso (…) y nos toco cogerlas porque había tanta presencia del Estado a nivel corruptivo, las bandas y como le dije ahora, a ellos ni al mismo Estado ni le interesaba ni le interesa que las comunidades se organicen porque ya van a hacer presión legalmente179 .

El poder de las bandas era absoluto, ellas definían a quien mataban, quien vivía, a quien le cobraban impuestos, a quien le quitaban el equipo de sonido y a quien echaban de acá (…) y se quedaban con las casas para poner expendios de droga. ¿Y donde estaba el papel del Estado para cuidar la honra y los bienes de los ciudadanos honestos?180 .

Sin embargo el recurso a las armas opera como un medio preventivo y extremo. La potencialidad de matar que las armas implican, más allá del juzgamiento de ilegal, opera en códigos de justicia y reciprocidad ajustados al fin de aportar seguridad a la comunidad, “como acto limite, gracias al cual se preserva a la comunidad del desastre”181:

Al principio no importaba cuantas armas había. Lo que importaba era que la gente estaba jodida por la acción de la delincuencia y eso había que pararlo. Entonces si el delincuente va armado, pues hay que armarse también para confrontarlo182 .

Nosotros no somos delincuentes. Matamos no por el placer de matar sino porque no quedó otra opción. O sobrevive el delincuente o sobrevive la comunidad183 .

A diferencia del actor criminal, los ciudadanos que deciden arroparse al abrigo de las armas en defensa de su comunidad, del territorio hecho propio, de las propiedades escasas y la vida, en principio utilizan en dos sentidos una medida de violencia proporcional a la acción que pone en peligro la convivencia y la unidad vecinal:

Es que nosotros no escogimos este camino por gusto, porque nos gustara. Eso fue la realidad la que nos empujo a hacer cosas tan azarosas. ¿a quien le va a gustar matar su propia gente, los pelados que crecieron con uno, con los que jugaba? Ver sufrir a las señoras, que lloran sus hijos. Eso no le gusta a nadie. ¡Pero que otro camino quedaba, si nos tenían acorralados, si nos atracaban, nos mataban, si estaban hasta violando las peladas?184 .

Liberamos de problemas ese radio de 300 metros en que vivíamos: Se notaba la presencia de una sombra que vigilaba a quienes pretendían cometer delitos contra el vecindario. Presionamos a los que no querían respetar la tranquilidad de la gente y tuvimos que matar a muchas personas. No nos pudimos limitar a la espera. Claro que no se procedía contra cualquiera. No era que había que matar al jefe de tal o cual banda (…) Identificábamos a los elementos mas violentos de las banda y a los que ponían la inteligencia para delinquir, atropellar y asesinar185 .

Así es como, por una parte se enfrenta al agresor con las armas disponibles, en defensa de las conquistas históricas de las comunidades por la inclusión:

Mucha gente se fue del barrio, dejó sus casas, no las podían alquilar ni vender, nadie quería vivir por aquí. Se fueron a pasar hambres y necesidades a otras partes. Pero si todo lo que hay aquí nos ha costado trabajo y esfuerzo, uno no se puede ir corriendo para empezar de nuevo, a estas alturas de la vida. Aquí crecimos y aquí esta lo poco que tenemos186 .

Por otra parte, no todos los recursos están inicialmente disponibles y por lo tanto no todos los medios les son permitidos por parte de las comunidades que les legitiman y apoyan.

Aquí es la gente la que dice que hay que hacer y nosotros lo hacemos; porque somos el brazo armado del movimiento cívico187 .

Así por ejemplo, cuando las milicias populares en Medellín alcanzan un mayor grado de aceptación, las comunidades en las que influyen y generan nichos de seguridad aprueban que para enfrentar a las bandas que las acosan los milicianos utilicen una medida de violencia proporcional que desestimule y someta eficazmente al agresor, y aceptan incluso la aplicación de penas severas como el destierro y la muerte. Así, la comunidad expresa su acuerdo con la seguridad y protección prestada por las milicias, las cuales resultan favorecidas con la cooperación ciudadana en labores de investigación, detección, seguimiento, transporte y movilización de personas y materiales bélicos, apertrechamiento y financiación de operativos, primando un espíritu moralizador de las costumbres sociales:

Hoy somos una comunidad amenazada y yo lo veo bien (la presencia de milicias): no puede haber ladrones, atracadores; no puede haber viciosos, y el que se fuma el vicio lo tendrá que hacer por allá escondido… pero todos sabemos que tenemos que manejarnos bien188 .

Incluso este accionar, conservador y autoritario en un escenario desmoralizado, en el que se superponen concepciones éticas y discursos normativos y moralizadores, cuenta con la aceptación fatalista de los hechos de muerte:

Era mi hijo y me duele (que lo hayan matado), pero él se lo buscó189 .

Hasta las mamás de los pelados que había que matar nos rogaban que nos deshiciéramos de ellos190 .

Aunque en un principio las armas fueron consideradas por los milicianos y las comunidades como un recurso transitorio, éstas ganaron un significado tal que llevó a algunos de sus líderes a entender que “el fierro también tiene un discurso político”191. Por ello se acude a argumentaciones causales y en razón de fines que evidencian que el ciudadano armado, si bien es uno entre otros actores armados, acude a las armas en reclamo de salidas institucionales que incluso lleven al desarme de la población:

Hay mucha gente que porta armas. Hay armas para la seguridad de Estado por ejemplo, de empresas de vigilancia, de sectores armados como bandas, de delincuentes y sicarios son otras, de grupos armados como los comandos y otros comandos que existen, de la guerrilla, que también esta en las ciudades; de los paramilitares que también están por los laditos bregándose a adueñar de las ciudades; entonces cada arma tiene un fin.

Yo creo que no son los mismos fines; es más, por eso esas armas chocan cada rato por ahí, porque se ponen en función de agresión una con la otra, por lo mismo: porque el Estado plantea una cosa, la guerrilla plantea otra, los comandos planteamos otra, los pelaos de la ciudad plantean otra, los paramilitares tienen otra propuesta, pero en verdad no vemos que alguien, el Estado, alguien con una voz de mando ante la sociedad civil, porque aquí si no es así no se hace nada también, se siente y recoja como toda la expresión (armada) de toda la gente y diga bueno, hay una salida a la expresión suya, a la de él, a la de él y a la mía, conjunta. Ese tipo de propuestas nunca se han escuchado en el país. Por eso nosotros creemos necesario que para mirarle las salidas a esta situación cuestionemos el conflicto urbano desde su raíz, ¿de dónde el problema?, ¿porqué es el problema? y ¿cuál es la salida? (...) para buscar la forma de desarmar a la población192 .

Lo político que se defiende como fin del accionar ciudadano armado paradójicamente es el mismo que se reconoce al Estado, si este fuese capaz de dirimir conflictos susceptibles de ser mediados por el poder político y sus instrumentos; conflictos en los cuales, “ubicándose los contendientes uno frente al otro como enemigos, la vita mea es la mors tua”193 .

A diferencia de los móviles criminales, lo que busca el actor armado en defensa de sus derechos es precisamente abrir espacios geográficos, culturales y políticos para la vivencia de valores e identidades, para el goce de espacios para la convivencia, el incremento real de la sensación de bienestar194 .

Lo que pretenden es que su dominio territorial no sólo proporcione el aseguramiento del espacio público sino que igualmente instaure “un orden específico, que se ancla en las nociones de reciprocidad, educación cívica, defensa de valores tradicionales (como cierta moral sexual, por ejemplo) y estados de ánimo (tranquilidad) perturbados desde afuera”195 , así las condiciones socioeconómicas sigan siendo precarias y evidencia de fisuras sociales que desbordan el espacio del barrio o la comuna que se pretende contener y asegurar.

Así pues, lo que nace con la insurgencia de grupos armados desde referentes asociativos y comunitarios en el escenario urbano, que operan desde funciones políticamente asignadas al Estado, modifica la comprensión de aquella idea de sociedad ciudadana planteada por Schmitt, en la medida en que no se renuncia a los pretendidos ciudadanos con el acto de tomar las armas sino que éstas se convierten en instrumento de garantía de los derechos tutelados constitucionalmente, en la certeza de que, aún a pesar de las dificultades para la subsistencia, la población de los barrios y comunas de Medellín demanda la garantía primigenia de la convivencia.

Por ello estos actos de violencia escenificados en Medellín no reflejan simplemente el cariz de las voluntades individuales, como podría advertirse inicialmente en la acción delincuencial. Al contrario, tiene un fuerte tono comunitario, y más allá de las prisas cotidianas propias de la subsistencia, antepone la apuesta pública que sacraliza la vida cotidiana, la memoria de las generaciones que construyeron la ciudad cosmopueblerina y los rituales de la vida en común, negados por la acción irrestricta de los actores delincuenciales:

Se acostumbra pensar que las grandes preocupaciones de las masas urbanas son la subsistencia y la pobreza (…) Nosotros (en la Consejería para Medellín) teníamos la idea de que la gran preocupación de la gente era la subsistencia, y en el balance final lo que resulta es que la gran preocupación de la gente es la convivencia, y es más fácil lograr el interés colectivo por un problema en apariencia más abstracto, más difícil de aprehender, como la convivencia social, el respeto por la vida, los derechos humanos, que por los problemas básicos que creemos exclusivos de los pobres. La convivencia tiene más posibilidades de producir convergencia común, aunque parezca necesario un desarrollo social mayor, porque es la defensa de la vida, es la defensa de los derechos humanos, es la protección de la subsistencia196 .

La sociedad ciudadana civilizada, proyecto de organización social soportado desde la teoría monopólica de las armas, la coacción y la violencia física en manos del Estado no ha sido posible en Colombia, como lo demuestra la experiencia de Medellín, no sólo por la ineficacia del Estado sino también por la incapacidad real para que un poder externo se visibilice de manera hegemónica.

El pulular de violencias que nutren el ámbito público con expresiones tribalizadas, violentas, en cierta medida atávicas, a contracorriente de un Estado que, ni en el corto ni en el largo plazo, ha tenido la fuerza ni la disposición para ser obedecido.

Parece ser que el Estado y sus funciones monopólicas, bastión principal de aquel reino de la civilización descrito por Norbert Elias197, se ha perpetuado como uno de los más bellos mitos de la teoría política clásica, que se golpea de frente contra las costumbres humanas caracterizadas por la capacidad real para producir daños a otros seres humanos, para irrumpir y desequilibrar los ámbitos de seguridad cotidiana de los individuos y colectivos urbanos, y mucho más potente aún para cerrar, limitar o condicionar el disfrute de espacios de movilización, recreación y esparcimiento.

Es ésta capacidad real, y no mítica, de ordenar la vida individual y colectiva desde los impactos de la fuerza desmonopolizada, la que pone de presente las fuertes limitaciones que tiene en contextos violentos la idea de una sociedad ciudadana inerme, puesta en función de la acción estatal; una sociedad acostumbrada a contenerse.

En este trabajo se ha insistido en que un movimiento de persistencia histórica (sustentada en una lucha continuada por el derecho a la ciudad y la autogestión de derechos), y una ciudadanía expresada en la resistencia armada (consecuencia del miedo y la desprotección que de reclamos se convierten en respuestas por la urgencia de protección, seguridad y bienestar), son posibles como escapatoria a la precariedad, que antes que resignación se convierte en alternativa, en salida a la crisis.

En búsqueda de lo que puede ser, contra el miedo ambiente y frente a la amenaza de paralización delincuencial, las comunidades se arman para no quedarse quietas, para no aguantarse, haciendo posible lo imposible; desplazando a las bandas, cerrando puntos de venta de narcóticos, aplicando códigos de conducta, excesivos si se quiere, sujetos a un estado de conmoción y de alerta humanitaria no declarado oficialmente, pero vivido en las calles, barrios y espacios cooptados por agentes delincuenciales.

Al igual que a los modelos pacifistas, podría acusarse a estos movimientos de no proponer nada. Ante una crítica así conviene recordar las palabras de Alain Touraine en una reciente entrevista quien, al comentario de que “estas gentes repelen todo, pero no proponen nada” replica que “un movimiento de oposición tiene derecho de no proponer nada”198. Pese a ser esto cierto, la expresión armada de comunidades urbanas, si no propuestas en un sentido políticamente fuerte, refleja el peso histórico de las luchas por el derecho a la ciudad y la inclusión social, cultural y económica de los pobres en la gran metrópoli. Los ecos de la conquista de las laderas de Medellín se sienten en las armas defendidas como derecho a la seguridad, al bienestar, a disfrutar como pobre, pero bien.

En ciertos contextos urbanos, plagados de dramas humanos y comunitarios signados por la pobreza, la exclusión y la precariedad, las armas alcanzan un sentido diferente cuando se advierte que lo poco que se ha ganado es todo lo que se tiene y que no hay discursos que compitan contra la urgencia de subsistir:

La pobreza material estructura vidas en las que la urgencia por subsistir lleva a empujar las normas hacia el límite que el Sujeto transgredirá con mayor facilidad al comprobar que sus derechos sociales no son alcanzados por garantismo alguno.

La violación tiende a constituirse en norma sustituta y único sistema que asegura la subsistencia, única vía para de ser alguien, ejercer un rol y disponer de un lugar reconocido dentro de la exclusión. Se da una estratificación simbólica diferente, usualmente invisible a los ojos del ciudadano socialmente incluido199 .


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