BIBLIOTECA VIRTUAL de Derecho, Economía y Ciencias Sociales


CIUDADANÍA ARMADA

Arleison Arcos Rivas



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5.2 El estado desobediente

Más allá de la disputa, importante mas aun incipiente, de si éstas violencias se suceden en un continuo indeleble o a renglón separado -pregunta importante mas difícilmente soluble -, la pregunta por el Estado y el orden que éste ofrece ha quedado irresuelta entre nosotros, como se desprende del hecho de que a pesar de haber logrado constituir Colombia un Estado en términos modernos213, no han alcanzado sus instituciones un amplio consenso en torno a su capacidad ordenadora de la sociedad, situándose la desobediencia, incluso armada, como medida de la acción pública.

Dicho desde Hobbes, el Estado nace como producto de la pasión humana, en la medida en que es la voluntad la que lleva a los hombres a la confrontación violenta y es esta misma voluntad la que advierte, con suficiente miedo de por medio, la urgencia de un poder común capaz de generar el suficiente miedo que desestimule su enfrentamiento214 .

Hobbes afirma que “la naturaleza de la guerra no está en una batalla que de hecho tiene lugar, sino en una disposición a batallar durante todo el tiempo en que no haya garantías de que debe hacerse lo contrario”215. En tal sentido mientras subsista la disposición a batallar persistirá la guerra igualmente. El Estado entonces se justifica en función del desplazamiento de la guerra, o lo que es lo mismo, su importancia se incrementa en proporción a la disposición de batallar que desinstala en el imaginario de quienes se someten al convenio, producto de la razón natural216, siendo el temor a la espada lo que da la fuerza suficiente para dar a los hombres seguridad217 .

Como se desprende de dicho argumento, allí donde distintos grupos, organizaciones, actores e individuos realizan operaciones armadas y violentas, se perpetúa “un constante miedo y un constante peligro de perecer con muerte violenta”218, toda vez que estos grupos se constituyen en “múltiples y polimorfos poderes que atraviesan el cuerpo social (que) hacen uso de la violencia, bien sea como muestra de poderío para obligar al adversario a retroceder, como mecanismo para aleccionarlo o eliminarlo de competencia o como instrumento de confrontaron con el propio estado”219 .

Poderes éstos, extendidos por el territorio nacional con capacidad para retar directamente la pretendida monopolización estatal de la violencia, incluso en núcleos urbanos en las grandes ciudades, haciendo patente las necesarias limitaciones de semejante mito, en la medida en que éstas organizaciones o sujetos pueden armarse y violentarse contra los ciudadanos o contra el estado mismo con la certeza de la acción timorata del Estado, constituyéndose en figuras paraestatales que acuden al recurso de las armas en función de su propio interés, con la anuencia de un estado incapaz de someterlos220 .

En un escenario en el que se imponen los ordenes violentos, el del Estado no es sino un poder enfrentado a otros poderes por la fijación de una determinada modalidad de orden, como sucede en más del ochenta por ciento del territorio nacional, según el trabajo pionero de Camilo Echandía221, en donde el propio Estado ha cohonestado la emergencia de actores paramilitares para controlar a grupos insurgentes y producir actos coactivos en su nombre222 .

La presencia paralizante de dichos grupos e individuos en el escenario social quiebra no solo los lazos societales sino también las sensibilidades políticas que deberían estar en el trasfondo de la obediencia al Estado, escindiendo en paralelos la vida cotidiana y la vida institucional. En el análisis de Peter Lock acerca de los estados marchitantes – aunque no solo aplicable a estos – se dice:

Ya sean ghettos de minorías socialmente dependientes en las metrópolis de las naciones industriales, o las enormes zonas sumergidas en la pobreza que rodean cada gran ciudad en el Tercer Mundo, o centros industriales abandonados en la ex Unión Soviética, la experiencia que los habitantes de estos lugares tienen de la autoridad estatal es esencialmente la de vivir en un Estado colapsado. En estos "exclaves del apartheid social y económico”, se conforman estructuras sociales paralelas. El monopolio de la fuerza es detentado por bandas organizadas territorialmente que, al igual que un Estado nacional, resuelven conflictos fronterizos con la fuerza armada. El pago de protección remplaza a los impuestos.

La gente que vive en circunstancias tan precarias es un recurso (…). Quienquiera que sea pobre no tiene alternativa y acepta los riesgos de participar en la economía criminal223 .

Estos poderes múltiples y polimorfos socavan la estructura de la sociedad política en modo tal que, si estuviéramos en el siglo XVII de Hobbes o en el XVIII de Locke, el Estado tendría que ser disuelto ante la evidente imposibilidad de constituirse como eje vertebral de una sociedad en la que en las armas reposa el recaudo de la institucionalidad.

El nuestro por el contrario es un estado con instituciones banalizadas, casi desinstitucionalizado, cuyos cuerpos de gobierno obran y estimulan pulsiones y transacciones clientelares y por lo mismo comprometen la imparcialidad del Estado, el cual termina por ser un instrumento al servicio del capital antes que de sus ciudadanos, incapaz de centralizar el poder pero también débil para descentralizarse eficientemente, da palos de ciego para no enfrentar y al menos contener a sus múltiples enemigos. Todo ello conspira contra el Estado y habla de su descomposición224 .


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