BIBLIOTECA VIRTUAL de Derecho, Economía y Ciencias Sociales


CIUDADANÍA ARMADA

Arleison Arcos Rivas



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4. EL DISCURSO DE LAS ARMAS: ¿EL REINO DE LA NO-CIVILIZACIÓN?

Quítenseme de delante los que dijeren que las letras hacen ventaja a las armas; que les diré, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen.

Miguel de Cervantes147 .

Nosotros queremos que vayan a nuestro barrio, ya no soportamos más a las bandas, llegamos al límite. Estamos dispuestos a hacer lo que nos toque pero los necesitamos (…) Ahora el barrio se asemeja a un paraíso, no porque les falten los problemas, que en realidad son muy abundantes, sino porque hasta hace unos pocos meses vivían en el infierno de la violencia. Hoy todo parece distinto, como lo muestra la multitud concentrada al lado de la cancha de fútbol, con motivo de la inauguración de las olimpiadas comunitarias.

Alonso Salazar148 .

4.1. Ni la ley es el fin de la guerra, ni la guerra es el fin de la política

Desde una concepción funcional de lo político se espera que en el escenario de la ciudad sus habitantes hagan uso permanente de un discurso racional articulado, capaz de suscitar consensos y dirimir diferencias por las vías institucionales -a las que se considera civilistas-, de modo que los actos de violencia tiendan a disminuir, y se faculta al Estado con instrumentos de fuerza para desestimular la aparición de oposiciones y contradicciones violentas.

Precisamente por ello la ciudad moderna se da a sí misma códigos y normas de las cuales el Estado se convierte en garante y protector, y para ello se asigna a éste la centralidad y autoridad que emana del poder político y la influencia que por la fuerza pueda ejercer legal y legítimamente, pues de éste se espera -como Weber supone- que haga un uso monopólico de las armas.

Sin que ese propuesto código fundamentador del orden y la seguridad haya sido suficientemente demostrado en las experiencias concretas de los diferentes Estados históricos149, lo que ha venido ocurriendo cada vez con mayor frecuencia en las grandes ciudades del mundo y de nuestro país es que las armas de fuego son usadas por gente distinta al Estado150 como instrumento intimidatorio y persuasivo por quienes abiertamente se aceptan como delincuentes y por aquellos que, supliendo al Estado, operan armados para garantizar a las comunidades urbanas y rurales condiciones mínimas de seguridad por fuera del marco legal institucionalizado.

Como lo registran Guzmán y Camacho:

El incremento tan notable en el uso de armas de fuego confirma la tendencia muy marcada en la década del 80 al desarrollo de una violencia que tiene consecuencias de muerte y donde ésta se produce con los medios más técnicos y complejos. Inversamente, los homicidios con arma blanca tienden a disminuir durante el período, y la muerte con medios contundentes es poco significativa y también tiende a disminuir151 .

Esto ocurre en una sociedad política que basa el sustento de su juridicidad en una constitución; la cual se entiende hoy como “manera de ser de la organización política o como forma de gobernarse de un pueblo, o, en palabras de Wheare, como ‘conjunto de normas que establecen y regulan o gobiernan el Estado’”152 , orientadas al conjunto de derechos, deberes y libertades de los ciudadanos y los gobernantes.

Las constituciones -las cuales pretenden ordenar la vida estatal sobre principios de certidumbre en torno a los actos y los actores sociales y políticos, los ciudadanos y su gobierno-, junto con los manuales de urbanidad -con su elaborado detalle de los usos sociales-, y los códigos gramaticales -plagados de las finas maneras del lenguaje hablado y escrito-, conforman los tres instrumentos diseñados durante el siglo XIX153 para normar la vida ciudadana y contener la emergencia de la violencia en los distintos ámbitos de la vida cotidiana.

Como nos lo recuerda Carl Schmitt, las sociedades políticas con sustento jurídico basado en constituciones son “la expresión del orden social, la existencia misma de la sociedad ciudadana”154 . Siendo así, podría esperarse que las constituciones conlleven cierta eficacia simbólica capaz de hacer del derecho y de la ley mecanismos idóneos para la contención de las expresiones sociales desarticuladoras y violentas, toda vez que desde el siglo XIX “la función jurídico política de las constituciones es, precisamente, inventar la ciudadanía, es decir, crear un campo de identidades homogéneas que hicieran viable el proyecto moderno de la gubernamentabilidad”155 .

Sin embargo, recuerda también Schmitt, esta sociedad ciudadana puede ser atacada y expresar, como evidentemente ocurre, tensiones y luchas que podrían llegar a ser irreconciliables con la preservación del denominado orden social, haciendo a un pueblo ingobernable. Esto hace que las constituciones, en particular las colombianas, sean también cartas de batalla156 , constancias de debacle de las hegemonías políticas y evidencia de la irrupción de poderes en disputa157 .

Aunque no solo en contextos de conflictos prolongados como el nuestro, los Estados parecen ser ineficaces para contener la violencia158 y la presencia de las armas en la vida cotidiana de los ciudadanos; y mucho más para evitar, limitar o por lo menos aminorar la frecuencia con la que las armas resuelven litigios entre civiles. Hoy, en particular para quienes vivimos en Colombia, resulta mucho más evidente que los estados constitucionales son incapaces de portar la promesa de una sociedad desarmada. Por ello parece claro que, “en cuanto (la sociedad ciudadana) es atacada, la lucha ha de decidirse fuera de la constitución y del derecho, en consecuencia por la fuerza de las armas”159 .

El creciente incremento de la criminalidad y la violencia es notorio particularmente en Bogota, Cali y Medellín, en épocas y escalas distintas, sobre todo si se mira la cualificación de la capacidad del agresor para reducir a sus victimas. Así, las acciones delincuenciales vinculadas a modalidades de hurto y el uso de las denominadas armas blancas, han palidecido frente a “la liquidación física de ciudadanos”160 , lo que se expresa en un incremento acelerado de los homicidios161, que ha hecho de Colombia el mejor escenario mundial para explorar los nexos, no solo entre salud y violencia162, sino también entre la ley y la guerra.

Así, viene imponiéndose el imperio de las armas163 como expresión resolutiva de los conflictos en la ciudad. Con ello el recurso a la acción no dialogada, el uso de la fuerza, la acción de hecho y la acción armada se convierten en sustitutos de la promesa de civilidad sin violencia que para algunos teóricos portaría la ciudad.


 

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