ESTUDIOS Y ENSAYOS CRÍTICOS SOBRE LA CULTURA EN GUANAJUATO: 
PRÁCTICAS CULTURALES, RELIGIÓN, PLURICULTURALIDAD, EDUCACIÓN Y TANATOLOGÍA

ESTUDIOS Y ENSAYOS CR?TICOS SOBRE LA CULTURA EN GUANAJUATO: PR?CTICAS CULTURALES, RELIGI?N, PLURICULTURALIDAD, EDUCACI?N Y TANATOLOG?A

Ricardo Contreras Soto y otros

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Dos líneas de asunción en la ontología: católica - cristiana

Nicolás Gerardo Contreras Ruiz

La apuesta institucional

Variadas son las formas en que la razón eurocentrista ha cobrado traducción en los escenarios de la vida humana planetaria. De sus expresiones y derivaciones más agudas, el proceso globalizador de cristianización conforma una de las resonancias de mayor intensidad tornando dominante una exacerbada soberbia que alcanza las más amplias zonas en que ocurren los intercambios del coexistir humano. Despliegue de pensamiento y acción portadores de una historia de excesos validados a partir de la puesta en juego del mecanismo estatutario del juez, rara potestad que faculta a quien la detenta, para dictaminar, determinar, resolver y decidir categórica y unilateralmente desde pretendidos criterios de verdad absoluta a propósito del bien y del mal, de lo normal y lo anormal, de lo natural y antinatural. Derecho y deber de imponer a las vidas ajenas la carga preceptiva y prescriptiva ajustada a la codificación concerniente al arribo del cristianismo al curso del campo institucional. Incursión en el mapa de la fuerza, del poder, de la autoridad vertical para hablar en nombre de Dios, para asumir sus veces en el plano terrenal. Exigencia tajante a la alteridad de la renuncia a los símbolos propios, a las familiaridades y arraigos divergentes del ser cristiano transfigurado en toda una empresa hostil avocada a la deshumanización, a la desintegración de esa otredad bajo el argumento de la necesaria destrucción del mal que habita en ella. Promoción del temor y del terror, del desgarramiento de la interioridad de los planos sometidos. Extrañamiento de la tentativa del ser cristiano primigenio dada a la promoción de la hermandad interhumana en la inversión de su preceptiva crucial que reclama: “Ofrezcamos, pues, la vida y los sufrimientos de todos aquellos que no los ofrecen por sí mismos… Los sufrimientos que muchos no quieren tributar a Dios. Tú entre ellos, porque no eres humilde, ni te inclinas con santidad ante quienes te hacen sufrir, como debes hacerlo, sin orgullo, sin rebeldía, sin rencor, agradecida”.

Ejercicio de una vocación perversa dispuesta en un sentimiento profundo del deber moral-religioso llevado a extremos obsesivos, todo un muestrario de experiencias de abuso de la coerción derivada del ejercicio de una facultad indubitable que autoriza a la destrucción de modos de vivir y asumir la existencia ajenos, justificados en usos del discurso avocados a la sublimación del dominio y de la exclusión. Desbordamiento de los márgenes espirituales que aproxima al compartir el interés económico y político de las ubicaciones superiores en la escala social, intereses que conducen a la negación e indiferencia por quienes aparecen situados en el terreno que Frantz Fanon llamara pertinentemente los condenados de la tierra , a la instalación de la escisión en la dirección respecto de los criterios de validez del deber y del compromiso cristianos en el panorama de la vida en común. Participación indispensable en las prácticas de dominación debido a la plena convicción de la existencia de una cultura que debe ser impuesta para salvar a otras de la barbarie, una cultura que ha alcanzado los valores sempiternos que deben forzosamente tornarse válidos para las demás, tutelarlas, moldearlas al modo del marco ejemplar de Occidente. Más al lado de esa tendencia dominante, emerge la vía distinta en el encauzamiento cristiano de las cosas, el sentimiento de la responsabilidad y compromiso con la cara opuesta de la vida, con la faceta de la omisión, con los desplazados a las regiones del dolor y del sufrimiento irracional, al pago de una culpa que no les corresponde.

La escisión católica en América Latina

El itinerario de cristianización experimentado por América Latina, nos sitúa ante modalidades diversas de la confrontación al interior de la Iglesia católica de posiciones asumidas en las opciones de justicia en cuanto a la vocación cristiana pertinente en los entramados de lo social. Ginés de Sepúlveda traza la apología del proceso de conquista y colonización, habilitando la violencia ejercida porque el acto de fe respecto del Dios cristiano-católico no puede conducir a otra acción más que al sometimiento del hereje, del pagano, del salvaje, del bárbaro, del distante de lo civilizado. Dios no puede permitir en la tierra la presencia de seres opuestos a sus designios, a su voluntad divina, toda forma de pensamiento y actitud disfuncionante respecto de la verdad recodificada en la institución católica obligadamente universal. Porque la condición de ser humano supone su asimilación forzada a la lógica del percibir, del sentir y del sufrir cristianos, todo un despliegue de la operación cultural que José Revueltas denominara acertadamente como el despliegue del dios vivo, todo un proceso recivilizador sustentado en la devastación de las culturas, de las cosmovisiones, de las costumbres, de las ideas e ideales tenidos por extraños; prescripción que no admite posibilidades distintas a la irrenunciable y categórica condición del ser cristiano.

En una toma de distancia tal vez moderada en demasía, atendiendo a la temporalidad que le toca vivir, ese paisaje apostado privilegiadamente en la mirada colonialista del mundo, la postura cuestionante de Bartolomé de las Casas ofrece otra asunción del cristianismo colocada del lado del plano omitido, truncado, silenciado por la fuerza avasallante de ese modo de dominación. La suya remite a una actitud reivindicante del carácter humano de ese ámbito desestimado profundamente por el poder civilizador materializado en la relación corona española-poder clerical, insistiendo en su condición diferente, argumentando en contra de la injusticia supuesta en esa visión que colma el panorama social de su tiempo. La suya implica una postura correctora del proceso, la cara amable y compasiva, un compromiso con la alteridad cultural aborigen en los límites de la identidad del sujeto europeo, un reconocimiento del otro subsumido a los esquemas de asimilación religiosa. Sin embargo, una actitud que marcha a contracorriente de los códigos preponderantes de la razón estratégica europea. A pesar de su debilidad, tal vez haya que ubicar en ello uno de los momentos genéticos de la Teología de la Liberación, uno de los emplazamientos primarios a la recuperación de la orientación del Cristianismo Primitivo.

El trastocamiento de la vida europea en los siglos XVIII y XIX, con el advenimiento de las revoluciones burguesas, radicalizan la actitud de sectores eclesiásticos en América, identificados con los sometidos al brutal tutelaje de los grandes señores dueños de la tierra, del oro y de su vida misma. Compromiso apostado a ese plano cuyo sentido supone el arribo a la conciencia de una constitución cultural flexible capaz de liberar no sólo al oprimido sino al opresor mismo, de que la libertad no es un espacio sólo concerniente al reino de lo celestial, sino condición de posibilidad de una intersubjetividad hermanada en la tierra. Una especie de retorno al Cristianismo Primitivo sustentado en ese principio esencial de amor al prójimo, que impacta de manera frontal contra cualesquier forma de legitimación de la práctica del abuso del privilegio y del beneficio exclusivo. Negación de cualquier razón suficiente para sostener la necesidad del padecimiento y sufrimiento extremos de los semejantes desposeídos injustamente. Rememoración de Santiago en la advertencia de que “la fe se conoce por las obras, de que…ya ahora, oh ricos, llorad aullando por vuestras miserias que os vendrán. Vuestras riquezas están podridas: vuestras ropas están comidas de polilla. Vuestro oro y plata están corrompidos de orín y su orín os será en testimonio, y comerá del todo vuestras carnes como fuego. Os habéis allegado tesoro para en los postreros días. He aquí, el jornal de los obreros que han segado vuestras tierras, el cual por engaño no les ha sido pagado de vosotros, clama; y los clamores de los que habían segado, han entrado en los oídos del señor de los ejércitos” (V, 1, 2, 3, 4). Gente de épocas posteriores, que esclarece el sitio de Dios no en la disposición del cierre de la arquitectura de piedra, vitral y madera, sino en los espacios vitales de lo humano, en los sitios que victima la irracionalidad colonial, con los desarrapados del mundo sufriendo con ellos y luchando con ellos, demandando su redención, su indispensable liberación del mal instaurado en la tierra. Conciencia de la injusticia, de la sinrazón de la condena a padecer los efectos del privilegio excesivo, del beneficio exclusivo. Una tradición revolucionaria que parte del cuestionamiento de esas prácticas atroces desde los resquicios abiertos en la estructura eclesiástica y social. Toma de distancia de curas que asumen un sentido de recuperación del ser cristiano a la manera del Cristianismo Primitivo que resiste al crimen, a la felonía, a la tortura que se practican en nombre de Dios, esa asunción de lo cristiano como soporte de validación de ordenamientos de la coexistencia que distancian palmariamente a unos de otros. Ese otro cristianismo practicado antes del proceso de instauración de la institución, de su inserción en el terreno de la fuerza ejercida desde el principio de autoridad que somete, subyuga, atemoriza, en alianza con los estratos dominantes de la vida social. Inversión de la significación de lo divino, del amor, en el dispositivo de la figura del rey, soberanía del odio, de la venganza. Miguel Hidalgo, José María Morelos, Félix Varela, precursores de esa tradición apostada en el sitio de los desposeídos, de los humildes, de los condenados de la tierra.

Del recomienzo del Cristianismo Primitivo a la Teología de la Liberación

El legado de esa memoria alcanza al aciago siglo XX, contexto de emergencia de la personalidad de Camilo Torres Restrepo, sacerdote colombiano, subjetividad excepcional opuesta al cauce intelectualista católico promotor de un criterio de salvación a partir de la suficiencia de la fe, confusión de la vida moral en la puesta en operación de un modo de optimismo ético que conduce a la doblez moral. Juicio soportado en el argumento de que basta saber de la fe y tener fe, para hacer el bien, es decir, que de la fe se sigue necesariamente, casi mecánicamente, una manera de obrar concordante con ella. Doblez moral, vicio consistente en la sustitución del hacer por la simple posesión del creer, en suponer que es la concurrencia al templo, al edificio donde se realiza el ceremonial religioso de la eucaristía, el sentido último de la comunión con Dios, de la creencia en Dios, y no la conducta que se realiza y las acciones que se practican en cuanto aspectos determinantes de la cualidad cristiana y moral de alguien. Un supuesto que lleva a justificar de manera natural cualquier hipocresía y cualquier incongruencia religiosa y moral. En Camilo Torres aparece reivindicado el apremio de la indispensable inmanente unidad de teoría y praxis, de pensamiento y acción, de intención y conducta, un encauzamiento a la subversión de las familiaridades más gastadas del ser católico. “Cuando los cristianos vivan fundamentalmente para el amor y para hacer que otros amen, cuando la fe sea una fe inspirada en la VIDA y especialmente en LA VIDA DE DIOS, de Jesús y de la Iglesia, cuando el rito externo sea la verdadera expresión del amor dentro de la comunidad cristiana, podremos decir que la IGLESIA ES FUERTE, sin poder económico y sin poder político, pero con CARIDAD”. Actitud cercana en demasía a aquel saber práctico tan caro al mundo griego, ese saber moral articulado profundamente con la aptitud, habilidad para el hacer y el razonar práctico-moral y político, ese saber que no se encuentra constituido y estructurado del todo, que sólo se sabe en su aplicación, esa inclinación que únicamente se nos manifiesta en su sentido pleno y auténtico, cuando es puesto en juego, en las situaciones variables de la vida interpersonal y que es tornado en una decisión práctica, un modo de conducirse. Despliegue de un compromiso creativo en respuesta a las situaciones apremiantes, ajeno a las suertes de optimismo moral encerrado en esquematizaciones abstractas que apuntan a que es suficiente saber del bien para hacer el bien, es decir, que del saber del bien se deriva necesariamente un modo de actuar en correspondencia con ese saber.

Reclamo de la autenticidad para quien se diga y asuma cristiano, condición de apertura al otro dispuesto en la subhumanidad, negarse a aceptar resignadamente como únicas, las estrechas posibilidades brindadas por las relaciones sociales capitalistas, porque ellas escinden, trazan distancias insalvables entre los seres humanos, porque ahí son degradados muchos de los mejores pensamientos y pervertidas muchas de las actitudes. Cuestión fundamental: el amor al prójimo, amor por la humanidad que exige la disposición más a dar que a recibir, más allá de las simples buenas intenciones donde es reafirmado y fortalecido ese arraigo cultural a la simulación, al fingimiento, a la mera preocupación por ofrecer la cara más apropiada a las circunstancias en espera de la admiración y reconocimiento ajenos, a una aparente benevolencia y una falsa dignidad. Todo ese apego muy nuestro al guardado de las buenas costumbres, de las buenas formas. Emplazamiento a situarse y a jugarse en las zonas de la privación, de lo excluido, de lo irrelevante, a orientar a la Iglesia hacia el testimonio de solidaridad con ello, solidaridad con lo que llama Camilo Torres la clase popular. Testimonio de la experiencia de aquellos sacerdotes obreros vinculados estrechamente a las vidas de los olvidados, en varias geografías del planeta. Despliegue de una práctica continua de solidaridad entre la comunidad, apertura del amor al prójimo más allá de los espacios cerrados y fríos de las catedrales y de los templos. Postulación del sentido de Dios en términos de vitalidad, ubicación de Jesucristo en los ámbitos de lo cotidiano, en la vida diaria de la pobreza, de los pobres despreciados, humillados, en las calles, en los barrios, en los medios rurales, en los sitios de periferia privados de la condición de humanidad, ahí donde la miseria golpea implacablemente.

En el recorrido del pensar y actuar de nuestro personaje, aparece implícita la toma de distancia respecto de las formas privilegiadas de ejercer la religión. La cultura legada por el vasto proceso de colonización acaece en el abuso del olvido de la preceptiva fundamental cristiana avocada a la capacidad de conmoverse ante el dolor del semejante, a sentirse comprometido con él. La vuelta a la autenticidad de lo cristiano se torna un requerimiento indispensable porque en ello se concretiza el proyecto de avenimiento, de encuentro hospitalario interhumano. La génesis cristiana muestra un discurso y una acción subversivas, una orientación que pone en duda la pertinencia de las estructuras y los modos de ser concernientes al dominio-subordinación de su tiempo. ¿Por qué entonces la Iglesia ha de aparecer irremediablemente instalada en la búsqueda permanente de modos de legitimación y validación de prácticas de repliegue hacia el interés del poder económico, financiero y político ¬¬ (de la cuales participa en gran medida) a la manera como lo hacía el oficialidad religiosa judía avenida al dominio imperial de Roma? La ontología cristiana envía a una condición de rebeldía, un rebelarse a las situaciones sociales de oprobio, de infamia, de ignominia, donde son puestas en juego la dignidad e integridad de unos seres humanos por otros. Rebelión que altera los territorios del interior, del alma, hostigando nuestras miserias, haciéndonos reconsiderar lo apropiado o inapropiado del mundo, cuestionar acerca de los propios discursos y de los propios actos, de si éstos tienen que ver con un obrar bien y con un buen vivir. Vocación anticonformista opuesta a las tentativas de la opulencia, a las modalidades de realización de sí mismo concretizadas en la fractura de las posibilidades de realización de otro, otros o de los demás.

La Teología de La liberación es una instalación categórica en el reclamo y exigencia de salir de sí mismo hacia el otro necesitado, hacia el que padece los efectos de una razón que le niega las condiciones de posibilidad de ser. El amor al prójimo, desde esta línea cristiana, se aproxima ampliamente al planteamiento aristotélico de la philautía, invocada por Paul Ricoeur en el bello estudio titulado Si mismo como otro. La philautía remite a la amistad, despliegue profundo del sentimiento de lo mutuo, de la reciprocidad en el encuentro con el otro; amistad sustentada en un sentido de lo bueno (a diferencia de aquella situada en lo útil o en lo agradable), que incumbe al deseo de vivir bien. Una amistad virtuosa instalada por encima de la amistad utilitaria o agradable. En torno de esta cuestión refiere Ricoeur, en alusión a la Ética de Aristóteles: “Es de destacar, a este respecto, que el primer uso del pronombre reflexivo esté vinculado a la reciprocidad mediatizada por lo bueno: <<Así los que se quieren por interés, no se quieren por sí mismos [kath’hautous], sino en la medida en que se benefician algo los unos de los otros [autois par’alléllôn]…>>”. El planteamiento teológico de la liberación, comparte en mucho esa formulación aristotélica estudiada por el filósofo francés en cuestión. En él se establecen pertinentemente los alcances de la amistad: aparece próxima a la justicia, pero no es ésta; el marco de la justicia es el de las instituciones, el de la amistad concierne a los vínculos interpersonales. El dominio de la justicia abarca a numerosos ciudadanos, el de la amistad aparece reducido a un pequeño grupo de individuos. Asimismo, la igualdad relativa a la justicia tiene que ver con una igualdad proporcional debido al discurrir de la convivencia interhumana en la desigualdad de las contribuciones; mientras que la amistad recorre los planos de gente de bien de igual rango. De ahí que, la igualdad sea presupuesta por la amistad, mientras que en el terreno de la civilidad, de las ciudades continúa siendo algo que hay que alcanzar, que hay que lograr. La Teología de la Liberación nos ubica ante un proyecto y un proyectarse en este último sentido, la perspectiva de alcanzar la igualdad, lo justo en la ciudad, desplegando al mayor nivel posible el sentimiento y deseo de amistad, el amor al prójimo.

En esa vía se inscribe el Padre Camilo Torres. La problematización abierta a propósito de la práctica eclesiástica católica, a través de la propuesta de conducir el plano ontológico cristiano más allá de una mera y estéril concepción intelectualista del amor al prójimo, avocada a un ejercicio utilitario de la religión, remite a un llamado de atención sobre el auténtico amor al prójimo. Lo que es merecedor de tal carácter es la entera disposición a dar lo mejor de sí, tanto la aptitud de pensar como la de actuar, puesta en juego del inteligir, la reflexividad, la aspiración a ser siempre mejor plasmada en acción. Apuesta por el ser desinteresado que puede llegar hasta el sacrificio, verse uno mismo en los demás, sobre todo en aquellos privados y arrancados del espacio del beneficio social expropiado a ellos en una vida en común articulada en función de la exclusividad de unos cuantos. De Camilo Torres, ha señalado Paulo Freire, recurriendo a lo sostenido por Germán Guzmán: “se jugó entero porque lo entregó todo. A cada hora mantuvo con el pueblo una actitud vital de compromiso como sacerdote, como cristiano y como revolucionario”. Convergencia amplia del discurso con la práctica, toda una re-creación del sí mismo al margen de la conducción oficialista de lo religioso, más preocupada por mantener su apego a lo utilitario, al interés económico asegurado por su confabulación con el poderoso, con el señor dueño de las finanzas, de la industria, de la tierra y de la vida de los desposeídos. Comprensión vasta de que el carácter de bondad predicado desde lo cristiano es siempre algo haciéndose, algo llevándose a cabo continuamente, de día a día. El amor al prójimo es una actividad, una suerte de colaboración en las condiciones de efectuación de la vida tomada en su bondad intrínseca. Toma de conciencia no sólo respecto de los modos de percibir lo real, no sólo de la necesidad de la propia actividad en las variadas intersecciones del existir interhumano, sino de la vida en cuanto a su sentido de posibilidad de mejoramiento material y espiritual. Agrado por la vida que lleva a la inconformidad con lo establecido fundado en la injusticia, en la indignidad. Unidad de pensamiento y acción en cuanto testimonio de la caridad que rechaza la situación imperante en América Latina —todavía vigente—, donde aparece negados la comida, el vestido, el alojo de las mayorías despojadas, porque el poder detentado por reducidas minorías impide el arribo de la intersubjetividad a los niveles de un sentido comunitario de la existencia. De ahí el planteamiento de la indispensable toma de control del poder por esas mayorías que supone una reorganización política, económica, cultural y social. El testimonio de la caridad exige del cristiano no separarse del mundo, y ello implica el desarrollo de una actividad de transformación revolucionaria de las condiciones socioculturales deshumanizadas. Separase del mal, encarnarse en la humanidad.

Hacer-se libres, libres de las ataduras impuestas por el criterio de libertad dominante que impele a la exaltación del individuo, tendencia al franqueamiento de los obstáculos que frenan el desarrollo de esa individualidad de acuerdo a sus deseos (límites sociales, económicos, políticos, topográficos). Una lógica que orienta la consideración de que a menor nivel de trabas, mayor libertad para cada quien. Y si el sentido de convivencia comunitario constituye un margen que amenaza a esa libertad, hay que trabajar en su desestimación, en su puesta en suspenso. La otra libertad, el proyecto por el que apuesta Camilo Torres es aquella donde la realización de un ser humano no puede entenderse sin la realización de los demás que comparten con él el mundo, esas condiciones comunitarias que nos hacen ser libres, ese apego al sentimiento de responsabilidad respecto de los otros y de lo otro. Apuesta cercana en demasía a la vocación de las comunidades y culturas sobrevivientes a los procesos de imposición colonial. ¿Acaso el Cristianismo Primitivo no convoca al recursamiento y la toma de distancia en relación con los actos que instalan variaciones de la infamia en la prioridad de lo propio, al costo de la quiebra de las posibilidades de otros, y de la complicidad con esa vocación de iniquidad? ¿Acaso San Ambrosio no llega a plantear que: “La tierra ha sido dada en común a los ricos y a los pobres, por qué ricos creéis que sólo a vosotros pertenece la propiedad? ¿Y San Jerónimo, San Crisóstomo y San Clemente: “La naturaleza ha creado el derecho común. La usurpación ha inventado el derecho privado. La opulencia siempre es producto de un robo. El rico es un bandido”? Las altas esferas eclesiásticas escandalizadas por la línea consecuente seguida por Camilo Torres en la toma de partido del lado de los arrojados a la subhumanidad, no se equivocaban al señalar los inconvenientes que esa orientación representaba para la Iglesia institucionalizada, al igual que las mismas no se equivocaban al degradar de los votos religiosos a los curas partidarios de la ruptura de las cadenas del sojuzgamiento colonial en los tiempos de las revoluciones de Independencia en la América Latina. Porque el mantener el reclamo de la dignidad humana, de la encarnación de lo religioso cristiano en la tierra conlleva la disposición a sufragar costos de elevada, muy elevada factura. El cristianismo del Padre Camilo Torres no fue un cristianismo dormido, fue una vocación entre las manos, un ejercicio apostado en la libertad.