BIBLIOTECA VIRTUAL de Derecho, Economía y Ciencias Sociales

 

MÉXICO EN LA ALDEA GLOBAL

Coordinador: Alfredo Rojas Díaz Durán

 

 

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¿QUÉ UNE Y QUÉ DESUNE?

Lo que acerca, sin duda, son los grandes elementos en común: el idioma (las variantes nunca desembocan en la incomprensión), la religión mayoritaria y sus repercusiones formativas, los ritmos muy parecidos de la americanización, el canon literario (de Martí a Borges), el gusto musical, la nueva arquitectura, la industria cultural, el énfasis de las culturas juveniles, etcétera. Lo que singulariza sobre todo son las historias nacionales, aunque a fin de cuentas los mártires y los dictadores suelen parecerse. No es que piensen igual, es que los matan de la misma manera; no es que gobiernen igual, es que siempre quieren gobernar solos. Un dictador no cree en tal cosa como “los colaboradores”, sólo cuenta consigo mismo y él a sí mismo no se derrocha, se acumula.

Si por buenas y malas razones la globalización es inevitable, ¿qué equilibrio se considera en materia de políticas culturales, hasta hoy decididas en un noventa por ciento por los gobiernos? (La política cultural de la Iglesia Católica se demora en censura y prohibiciones, todavía escasos los proyectos surgidos en la iniciativa privada y la sociedad civil y, los partidos políticos, al respecto, o son fundamentalistas o se despreocupan del tema.) ¿En qué se ha avanzado, por ejemplo, en lo relativo a un mercado latinoamericano del libro o del cine o, en el desarrollo efectivo de las universidades públicas o, en la difusión que ponga sistemáticamente al alcance de las mayorías a los clásicos de la literatura, el cine, el teatro, la música? En materia de cultura, no sólo los mínimos presupuestos dan fe del desinterés de los gobiernos y la falta de exigencia social; también, en el esfuerzo por hacer presentable la tradición modernizándola, la mayoría de las veces sólo se patrocina lo conmemorativo: el centenario del ilustre escritor o pintor, los homenajes en vida a las glorias nacionales; el reconocimiento de las culturas indígenas si prometen ser especies en extinción; el auspicio a la cultura popular que hasta ahora se resuelve en justa repartición del ingreso e incluso de las clases sociales y que no se fijen en la contradicción para intensificar el populismo. Esto significa, en inmensa medida, el fin abrupto de la movilidad social (la que hubiere) y la emisión de un axioma: lo global es privado. Para integrarse en el nuevo liderazgo, hay que ser un heredero, el hijo de... Para ser muy rico lo más adecuado es nacer en una familia muy rica: el que no conoce el poder desde niño, no podrá reconocerlo ya de adulto.


Entre las instituciones públicas sujetas a grandes campañas de severo recorte presupuestal y desprestigio, se hallan los centros de enseñanza superior. Al margen de su calidad (la UNAM, por ejemplo, es todavía en muchos aspectos la mejor de México), ya no disfrutan de ese magno reconocimiento académico que es la obtención segura de empleos en condiciones aceptables. En todas partes se afirma, setenta por ciento de los puestos de importancia en el sector privado y el público está en manos de egresados de universidades privadas. Sin duda, los egresados de las instituciones públicas siguen consiguiendo empleos, pero cada vez más se les niegan las oportunidades primordiales. Ahora, en el idioma de los que controlan el poder político y económico y los medios informativos, lo público es mala palabra.

La tecnología es la verdadera religión de fines del siglo XX y principios del siglo XXI. Cuando oigo hablar del “retorno a la fe”, más que imaginarme las iglesias colmadas, pienso en los jóvenes ante su computadora. Éste, en América Latina, es el gran salto cultural, la sacralización de la tecnología que sustituye a las antiguas confianzas, y se traduce desde luego en un sistema de exclusión implacable. El que no navega en la Red, es más anacrónico que su antecesor de hace veinte años, que no viajaba a Disneyland. El arte de la conversación, que no de la ortografía, se recupera gracias al e-mail. El chat es el antídoto, con frecuencia morboso, de la anomia. ¿Y en qué se traduce esto en sociedades atrasadas en lo tecnológico? En la sensación un tanto extraña, salvo en el caso de una minoría, de globalizarse desde fuera, de participar en la mundialización como elementos externos. El escritor mexicano Alfonso Reyes escribió: “Hemos llegado tarde al banquete de la civilización occidental.” Hoy se podría decir: “Llegamos justo a tiempo para ocupar el ring side.”

Es interesante observar el proceso en materia de identidad nacional. A lo largo del siglo, al hablarse de argentinidad / peruanidad / colombianidad / cubanía / venezolanidad / mexicanidad, etcétera, se ha querido decir “los rasgos de la tradición y el costumbrismo vistos desde la historia nacional y el recuento de los grandes logros artísticos”, es decir, no una esencia, sino los factores típicos certificados por la historia del Estado y de la cultura. En las últimas décadas, la identidad nacional ha estado bajo el fuego de la Modernidad e incluso de la Postmodernidad (no me pidan que la defina, por favor, confórmense con que la cite). ¿De qué “identidad” se puede hablar si ya estamos globalizados? ¿No es mejor ser cola de león que cabeza de ratón? Y, si uno responde y dice, en función de los índices de distribución del ingreso, que la cola del león nunca ha sido ocupada por el ratón, la contestación es agresiva: “Esto te pasa por entender el mundo a través de las metáforas antiguas.”

Todos los días, Mr. Alan Greenspan o cualquier otro funcionario internacional le pide a los países latinoamericanos que revisen su noción de soberanía, una manera piadosa de recomendar el olvido de las identidades. El mensaje es clave: en tiempos de sobrevivencia, lo peor es atarse a nociones fijas.

Primero sobrevivan y luego sean lo que les dé la gana, incluso argentinos o mexicanos o colombianos, si eso les gusta. Y esto desemboca en el juego de las “comunidades imaginarias” descrito por Benedict Anderson. Uno pertenece inequívocamente a su nación al oír los himnos y determinadas canciones populares, al presenciar los juegos de la Selección Nacional, al gustar determinados platillos, al sumergirse en las fiestas rituales, las reverencias a santos y vírgenes locales. Y, la identidad se congela al indicar la sentencia determinista: el fin del trabajo formal, y al escucharse por doquier la frase sarcástica de los capitalistas: “Bienaventurados los explotados, porque esos al menos reciben algún salario.” Es importante atender el peso de algunas palabras clave.

En América Latina, desde la década de 1930, parte de la identidad más real tiene que ver con la apropiación de términos impuestos: primitivismo, complejo de inferioridad, colonización, subdesarrollo, dependencia, marginalidad, Tercer Mundo, periferia... Con frecuencia, se oyen frases de esta índole: “¿Qué le vamos a hacer si somos subdesarrollados?/ Me salió lo tercermundista y no fui a trabajar/ Sí que somos marginales. Por más que busco en The New York Times no viene ninguna noticia de mi pueblo natal.” Persiste la sacralización de las metrópolis, por razones de la comparación evidente y del prejuicio. Pero el gran problema está en otra parte: al llegar la mundialización, se acentúa el peso de los términos descriptivos que son marcas infamantes. Por eso, sin estas palabras, lo común en Latinoamérica es considerarse mundializados o globalizados de segunda. Es decir, somos tan internacionales como todos pero no tanto.

En las condiciones de América Latina, lo urgente sería la unidad de toda índole, la Comunidad Latinoamericana. Nada de esto se prevé en el futuro próximo: ni Latinomoney, ni planes culturales conjuntos, ni siquiera acuerdos reales en lo tocante al manejo de reservas estratégicas como el petróleo. Culturalmente, esto es devastador. ¿Cómo buscar el diálogo con Europa, cuando ni siquiera se dialoga con los países de la misma lengua y, en muchísimas sentidos, del mismo proceso cultural? A México, no llega la gran mayoría de las novedades editoriales, fílmicas, musicales y pictóricas de los otros países, a no ser por vía de la industria editorial española o por modas como la de Buenavista Social Club. Y, de Europa se sabe, las más de las veces, lo que deciden los noticieros televisivos y la industria editorial. Antes se leía a los narradores y poetas franceses, por ejemplo, de modo regular; hoy, sólo en forma excepcional. Sólo de los escritores españoles se sabe en forma sistemática. En cambio, en otros sentidos, se vive el proceso de la unificación urbana. Hoy, la única gran ciudad latinoamericana, es aquella donde se ven al mismo tiempo las mismas películas, se oye (en cerca de un setenta por ciento) la misma música, operan las mismas grandes compañías trasnacionales, se padece la misma privatización salvaje, se sufren desastres ecológicos muy similares, se viven niveles semejantes de desempleo y subempleo y se contempla la misma catástrofe educativa.


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