BIBLIOTECA VIRTUAL de Derecho, Economía y Ciencias Sociales

 

MÉXICO EN LA ALDEA GLOBAL

Coordinador: Alfredo Rojas Díaz Durán

 

 

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DIALÉCTICA ALDEA LOCAL-ALDEA GLOBAL
Víctor Flores Olea

La “occidentalización” del mundo y la cultura, se produce cuando culmina la expansión del dominio político y económico del capitalismo y, simultáneamente, la diseminación de determinados modelos culturales de Occidente.

Cuando ocurre tal revolución, los pueblos colonizados son vistos y juzgados exclusivamente a través de las categorías de conocimiento y de la experiencia de los occidentales. Por cierto, es así que surge la antropología, que es la aplicación de las categorías cognoscitivas occidentales al estudio del pasado, las costumbres, las estructuras de vida de los pueblos “primitivos”. Sólo entonces la antropología se convierte en ciencia, en una disciplina de conocimiento sobre un objeto mensurable.

En cuanto a la reflexión sobre la cultura occidental, que procura integrar a otras zonas del planeta, debe enfatizarse que su objetivo —la homogeneización del mundo en la perspectiva de Occidente— debe considerarse en principio un fracaso. En la experiencia histórica, el intento estandarizador, si se observa escrupulosamente, resulta más limitado de lo que anunció. Además de que, frecuentemente es inútil y no benéfico en sus consecuencias, pues la extensión de la Razón originada en la cultura europea y su frecuente aplicación agresiva, originan más bien una distorsión de las tradiciones, valores y creencias de los pueblos de esas regiones. En este sentido, la penetración occidental, no significa necesariamente la racionalización de las sociedades “primitivas”, sino que se trata de una verdadera alteración y deformación de esas civilizaciones y culturas. La implacable deformación de sus formas de ser orgánicas, de sus maneras originales y tradicionales de producir, vivir, pensar, de relacionarse con el mundo y las divinidades de sus panteones.

El tiempo y espacio naturales de esos pueblos y culturas, se suspenden y violentan con la presencia occidental, muchas veces implacable en el sentido de la fuerza y excluyente de otras tradiciones. Se inicia así, para tales culturas, un nuevo tiempo que se define por el trauma histórico de la penetración (de la Conquista), por la corrupción que casi siempre le sigue y por la implacable explotación de la mano de obra y de las riquezas naturales de estas regiones, agotándose para ellos la posibilidad de un desarrollo endógeno y auspiciándose dramáticamente, inclusive, hasta la liquidación física de sus pobladores. El atropello de su dignidad y el hecho de que se destruyan irrespetuosamente sus culturas, sus tradiciones, sus recursos materiales, ¿el significado?; es una rabiosa destrucción del pasado y, por consiguiente, del porvenir.

La penetración occidental, significa antes que nada, digámoslo así, la liquidación del mito y su suplantación por el aparato de verdades de la Razón. La cultura occidental, que en la retórica admite la pluralidad del mundo y de las tradiciones, en la práctica las niega al afirmar su cultura como exclusiva y “más alta”; su civilización, organización política y formas de producción, como las únicas deseables para la condición humana. Esas formas serían naturalmente, superiores a las demás y las “descentradas” se medirían por su semejanza o distancia con las centrales. Así, la “abierta” propuesta de un mundo mejor, encierra un claro alegato justificativo del dominio y poder del más fuerte. La tolerancia desaparece, cuando se trata de reconocer en la práctica los valores del “otro”.

Desde el punto de vista del dominio occidental, deben eliminarse, inclusive férreamente, las diferencias y la pluralidad.

No olvidemos, por lo demás que, la certidumbre ciega en la propia cultura y en las propias formas de vida como superiores y excluyentes de otras, constituye la base objetiva, el núcleo del totalitarismo y del fascismo. De esa manera, la globalización contemporánea, se contrapone a las tradiciones (a la cultura, usos y costumbres) locales y regionales. Así, surgen tensiones y conflictos entre la cultura global y las múltiples culturas locales. Esa tensión cruza y define la historia contemporánea. De un lado, la globalización en manos del capitalismo vulnera gravemente el tradicional ámbito político de los Estados-nación y erosiona a las culturas y tradiciones nacionales “unitarias” y “originales”. La globalización, marca de manera determinante a la inmensa mayoría de los pueblos y sociedades de nuestro tiempo, pero igualmente la globalización (económica y cultural) de este tiempo provoca la reacción de lo local, el ánimo de afirmar su identidad y preservarla.

Inclusive puede decirse, por un lado, que el relativo debilitamiento de los Estados nacionales es un factor del “florecimiento” de las culturas locales y regionales y de sus aspiraciones políticas al reconocimiento; por el otro, que los nacionalismos se afirman en oposición a las tendencias homogeneizadoras de la globalización, al mismo tiempo que, eventualmente contrarrestan las tendencias fragmentarias de la localidad. Se establece así, una verdadera dialéctica de oposiciones entre la aldea global y la aldea local.

Es decir, ante la presencia de la globalidad y la imposición de valores y modelos culturales exógenos, a veces como respuesta y otras como autoconservación y principio de vida, se multiplican las expresiones locales, regionales y nacionales; y, ante la homogeneidad que comporta la globalidad y el capitalismo, se exacerban las diferencias y el carácter heterogéneo y plural, diferente de la sociedad y del mundo de nuestros días.

Resulta sin duda arbitrario, pronunciarse exclusivamente en favor de una de estas tendencias: la verdad es que, la homogeneidad a que tiende (y aspira) la globalidad coexiste y vive en tensión con la heterogeneidad de lo local y singular.

Vivimos, entonces, en un mundo en que coexisten la estandarización y la diferencia, actuando una sobre la otra y en cierta forma complementándose, refutándose y transformándose recíprocamente. Originándose entonces, a través de tal tensión, nuevas dinámicas culturales y formaciones sociales originales. Esto obliga a considerar no sólo las tendencias dominantes, sino la afirmación de lo heterogéneo; las diferencias resultan ser el más rico y productivo aliento de la historia y la sociedad.

La óptica dialéctica asumida aquí, sugiere la necesidad de estudiar la intersección entre lo local, lo regional, lo nacional y lo global, y la manera en que interactúan unas y otras tendencias y sus mediaciones, así como las nuevas constelaciones que se originan por esa acción y reacción de unas sobre otras.

Tal enfoque analítico (y dialéctico), alude a la cultura, pero también a la política y a la sociedad en su conjunto. A la cultura vinculada a las industrias del entretenimiento, se contrapone la cultura de lo propio; a lo genérico y estándar del mercado, lo singular y único del propio ámbito. Es evidente que se han ampliado las organizaciones, instituciones y asociaciones de carácter global o internacional, pero también resulta - claro que, ante la acción del poder “macro”, encontramos precisas y muchas veces enérgicas reacciones de lo singular y local.

La globalización actual se haya entonces, “doblada” por la afirmación activa del punto de vista particular, por las reivindicaciones de lo propio y singular. La globalidad hoy no existe como única expresión del mundo, sino como un aspecto de la realidad contemporánea, que también se define por la singularidad, por la preocupación y reivindicación de lo “micro”, de lo particular y diferente.

Desde el punto de vista de los intereses y las posiciones políticas, la dicotomía y el enfrentamiento se agudizan. Quienes expresan los intereses del capital (también a través de sus organizaciones políticas y militares), sostienen que la globalidad debe imponerse a las reivindicaciones locales como muestra concluyente de la modernidad. Tal ha sido históricamente la postura intransigente de “Occidente”. Habría surgido así un nuevo imperialismo de la globalidad en nombre del progreso y la modernidad.

Sin embargo, ante esta globalización del capital y de su ánimo imperial, existe otra conciencia de globalidad. Una conciencia más genuina que considera los problemas sociales y naturales como reivindicación al mismo tiempo local y global; el bienestar del género humano y de la comunidad, la recuperación del medio ambiente, la “salvación ecológica” del planeta, la defensa de los derechos humanos y de las etnias, el derecho de los géneros y otros. Tales reivindicaciones son vistas como expresiones de una globalidad, que ha escapado a la “ley de hierro” de la ganancia, del puro afán de lucro.

Sabemos bien que en el mundo crecen y se multiplican — en el ámbito global— las ONG’s y los movimientos y partidos políticos que pugnan por un proyecto social de esta naturaleza, y cuyas luchas tienen un contenido implícita y explícitamente anticapitalista. En definitiva, tales movimientos denuncian los atropellos y devastaciones de la globalidad en manos del capital y pugnan por una atención, al mismo tiempo, de los problemas “macro” (por ejemplo, la salvación del medio ambiente natural, o la igualdad de los sexos) y de los problemas “micro” (los derechos de autonomía de determinadas comunidades locales, el respeto específico de los derechos humanos en tal o cual región o nación) que, según se ha visto, no pueden ser atendidos a través de la “lógica” genérica del capital sino más bien a través de procedimientos democráticos cada vez más profundos y amplios. Así, sostenemos que, el “imperialismo de la globalidad” (la imposición de valores y formas de vida), en manos del capital, debe ser reconvertido y recuperado en favor de las necesidades humanas y sociales, negadas tajantemente por la expansión de la modernidad en su forma actual.

La globalidad más difundida implica la ampliación y penetración de los mercados en extensas zonas del globo, la exaltación del poder de las corporaciones multinacionales y transnacionales, la preeminencia de las organizaciones políticas “supranacionales” y la afirmación de una cultura global estandarizada que tiende a la homogeneización de los valores.

Sin embargo, la globalización ha desencadenado una variedad de fenómenos nuevos como la afirmación de los derechos de las etnias, la explosión de las migraciones, de la información, y el cambio radical de la noción del tiempo y del espacio.

La globalización, ha dado lugar también a la diseminación de nuevas tecnologías con un tremendo impacto sobre la economía, la política, la sociedad, la cultura y las formas cotidianas de vida. La globalización es un hecho incontrovertible de nuestro tiempo, pero no un hecho que deba perdurar como - puro logro del capital con exclusión de otros intereses. Frente a la globalidad del capital hay una globalidad con otros signos. Al reivindicar las tradiciones y cultura propias, los grupos locales y nacionales se oponen a la lógica de la expansión (dominante) del capital. En uno u otro sentido se afirma, sin lugar a dudas, la necesidad de una democracia ampliada en extensión y profundidad. Es decir, a la globalización y estandarización del capital y del neoliberalismo se opone la globalización democrática y social.

La mayor parte de los fenómenos que se derivan de la globalización del capital, son administrados y controlados por los centros financieros y los consorcios transnacionales y multinacionales. Ello ha originado una extraordinaria concentración de la riqueza y el incremento prácticamente exponencial de los grupos y regiones de pobreza en el mundo, la desindustrialización de ciertas zonas y, respecto a determinadas actividades, el incremento de la desocupación y también la creación de una sociedad de servicios que ha crecido en torno a la informática y las comunicaciones, que son algunos de los “productos” más espectaculares de las nuevas tecnologías.

No podemos olvidar, en esta referencia, a la dialéctica aldea global y aldea local y, como uno de sus aspectos de enfrentamiento más drásticos, la oposición y el rechazo profundo de los fundamentalismos a una modernización avasallante de los valores locales y tradicionales que se afirma como valor absoluto. Tal oposición asume inclusive formas de expresión explosiva, tajante y hasta terrorista. Es verdad que estos fundamentalismos tienen una variedad de causas complejas que están en su origen, pero una de ellas es sin duda la existencia de un conjunto de valores y cultura que pretenden imponerse “desde fuera” (es decir, artificialmente) y erradicar y liquidar los valores, tradiciones y creencias propias. Frecuentemente resulta, sin duda, una forma extrema, desviada y hasta patológica de defensa de lo propio —de la identidad cultural— ante lo ajeno, ante lo “otro” que es a sus ojos espurio y agresivo. Reconozcamos que sin esta consideración del enfrentamiento entre lo “moderno” que procura imponerse en todas las esferas, y la reacción que pretende afirmar lo propio y tradicional, también por la fuerza y a veces hasta de manera violenta, difícilmente podemos entender uno de los resortes más hondos del fundamentalismo, esa forma extrema de ser “nacionalista” o “localista”.

Por supuesto, en el caso de México debiera distinguirse escrupulosamente de los “fundamentalismos”, el actual problema de la reivindicación de los derechos y cultura de los pueblos indios, que encabeza desde hace varios años el EZLN.

A diferencia de la mayor parte de esos “fundamentalismos”, que han asumido una “línea” de acción agresiva, negadora y hasta destructora de todo lo ajeno, el EZLN ha asumido una táctica y una estrategia diferentes: en vez de recurrir a la violencia indiscriminada, ha apelado a la sociedad civil para apoyar su lucha. Tal “originalidad” le ha conferido, sin duda, una fuerza, una legitimidad y un prestigio nacional e internacional, que abre nuevos horizontes en esta dialéctica de lucha entre lo local y lo global. En primer término, porque avanza a soluciones originales en el tema de una democracia más radical y amplia: los zapatistas mexicanos, han sostenido que el núcleo de la democracia se sintetiza en ese “mandar obedeciendo” que han proclamado.

Reconozcamos la capacidad de la globalización para penetrar y destruir las tradiciones locales y regionales, articulando un “mundo único” y “homogéneo”. La “modernidad” posee un enorme poder de difusión y manipulación (presiones militares, políticas y económicas) que no pueden desconocerse, pero tampoco, puede desconocerse que esa globalización (globalización del mercado) encuentra un límite, un “bloque” de resistencias de todo tipo, encarnadas en numerosos núcleos de la sociedad, grupos, etnias, sexos, luchadores por multitud de derechos. Y, esto ocurre en prácticamente todos los países del mundo, inclusive en los más desarrollados y, por supuesto, en los de menor desarrollo.

Estudiar las razones de esa resistencia política y cultural, representa uno de los temas históricos y sociales más apasionantes y urgentes, no examinados suficientemente a fondo.

Muchas razones están en el corazón de esa “disidencia” múltiple. La más evidente, es el carácter muy difundido de destructor e irracional que posee el capitalismo, sus efectos demoledores y enormemente dañinos a la sociedad humana. De hecho, aun cuando tales “resistencias” y su actividad social disidente y reivindicadora no se expresen directamente como anticapitalistas, en el núcleo de su rechazo a las formas sociales y económicas dominantes se encuentra una censura y crítica a las motivaciones e intereses que dominan a la sociedad hegemónica contemporánea. Sin embargo, debe reconocerse que se llega cada vez más, por parte de estos luchadores sociales, a una conciencia concretamente anticapitalista.

La racionalidad de la sociedad moderna, a los ojos de esa “resistencia”, debiera ser muy distinta a la que impone el criterio del lucro y acumulación que define al capital. La evidencia del olvido de enormes núcleos humanos, de su marginalización probablemente sin regreso, de la miseria creciente en el mundo, de la violación de derechos de individuos y grupos y la destrucción de la naturaleza; resultan argumentos y razones definitivos de quienes, con mayor o menor conciencia, están detrás de las protestas y rechazo a una globalización y una historia en manos del capital. Tales razones de peso están, por supuesto, detrás de la movilización de los núcleos que contemplan y pugnan por “otro” tipo de organización social más humana.

Existe, sí, un ancestral instinto de salvación, que impulsa a los grupos sociales que defienden lo singular a expresarse, contrariamente a lo “universal abstracto” y “espurio” ,que impone el capital. Pero lo fundamental parece ser, la lucidez que, con mayor o menor conciencia explícita, lleva ya a extensos grupos de la población a oponerse a esa suerte de camino colectivo de destrucción y autodestrucción que es la mecánica con la que opera el capital. Las “contrapolíticas” que se oponen a ese “universal abstracto” del capital en favor de lo local y singular, son también una exigencia o, mejor dicho, un clamor y una esperanza honda de que la sociedad se desarrolle sobre otras bases, sobre otros supuestos que aquellos impuestos por el capital. Esos otros supuestos son hoy, primordialmente, los de una genuina, efectiva democracia.

La dialéctica entre la aldea global y la aldea local, abre la posibilidad de nuevos horizontes a la democracia. ¿A qué nos referimos? Dicho sea brevemente: la pluralidad social ofrece, casi por definición, una variedad de formas participativas y de movilizaciones de la propia sociedad. En una efectiva democracia ha de reforzarse, entonces, el carácter plural y no homogéneo de la sociedad civil, subrayando que la democracia no es nunca un ente establecido de una vez y para siempre sino que, en cierta forma, es un proceso y una acción permanente de construcción, modificación y también una continua acción pedagógica (autoeducativa, autocorrectiva) a lo largo y ancho de la propia sociedad y de las instituciones democráticas.

Es necesario trascender el capitalismo. Para tal logro, es indispensable, en primer término, desplazar la idea prevaleciente de “Razón” entendida como mero instrumento para optimizar recursos, sustituyéndola por otra cuyo contenido no sea la dominación (la maximización de las ganancias a toda costa y en el menor tiempo posible), sino la vida como realización efectiva donde el elemento primordial sea la calidad no la cantidad. Lo que más importa es la calidad de vida, una genuina libertad. Hoy contamos con un enorme avance tecnológico que, reorientado (utilizado sobre otras bases), sería la base para otorgar satisfacción a las necesidades sustantivas de la población en todas partes; capaz además de proveer al cumplimiento de lo que ahora ha sido impensable para todos: la socialización del conocimiento, la cultura, el goce estético, compartir el placer de vivir.

En la dialéctica aldea global-aldea local que discutimos, y en la alusión a una democracia más profunda que la meramente electoral, diríamos que se trata de arribar a un sistema “no administrado” exclusivamente por las elites (políticas, financieras, corporaciones, intermediarios), sino orientado democráticamente en interés del conjunto. Debe, sin embargo, responderse a una legítima pregunta: ¿quién define ese interés? Han de definirlo las partes sin exclusiones y sin perder de vista su propio interés y el de la totalidad. Por ello insistimos en la necesidad de ampliar y fortalecer la democracia, no solamente como transparente proceso electoral en que se recoge la voluntad ciudadana, sino como práctica permanente en que las razones y los intereses de las partes definen (en su autonomía, con sus propios fines armonizados) la orientación del conjunto.

Se trataría de una orientación democrática de la totalidad social en que las partes fijan (democráticamente, es decir, “fielmente”) su propio interés y el interés de cada una como integrante del conjunto, su propio destino como partes (que se mantienen libres, no subordinadas, autónomas) de la totalidad. Tal cosa significa poner en entredicho el valor de los Grandes Discursos y de las Grandes Teorías, como afirman los posmodernos, como “dirección” vertical y no democrática de la política. Y, significa eliminar la dominación y la subordinación en favor de la cooperación social libremente consentida y del principio de la autogestión y la autoadministración (de la autonomía). Es decir, una guía democrática del conjunto en que se destierre la concentración de los beneficios y en que la orientación de la sociedad deje de ser excluyente y se convierta en incluyente, en profundamente democrática, no sólo en relación con lo político sino con lo económico. Se asumiría así, plenamente, la orientación igualitaria del desarrollo social, capaz de proporcionar a todos oportunidades y beneficios según las necesidades de cada uno. Tal democracia ampliada supone la acción permanente de contrapoderes, que no sólo equilibrarían la situación actual de dominio de los poderes establecidos, sino que significaría en sí misma y llevaría hasta sus últimas consecuencias una nueva correlación de fuerzas.

Por lo demás, las organizaciones de la sociedad civil y sus contrapoderes, deberían someterse ellas mismas a una permanente dinámica y vigilancia democrática, a fin de asegurar su renovación continua y evitar su osificación burocrática o su asimilación mediatizada por los poderes establecidos. En los países del llamado Tercer Mundo, subrayo el papel del Estado democrático, el de la sociedad democrática, como un poder contra las corporaciones nacionales e internacionales, con el propósito de privilegiar la solución de los más agudos problemas sociales acumulados: educación, vivienda, salud, alimentación, trabajo.

Dentro de esta “visión”, obviamente la preservación de los ecosistemas tiene una importancia fundamental. La satisfacción de las necesidades sociales no podría hacerse a costa de la destrucción del medio ambiente o, mejor, debería efectuarse adoptando técnicas de producción, distribución y consumo que suponen la estricta preservación de los ecosistemas. Claro está, se impondría un límite a la reproducción sin freno de los capitales. Por lo demás, las propias necesidades de renovación tecnológica de dichos capitales, deberían tomar en cuenta los límites que impone la preservación del medio ambiente y las prioridades sociales (no exclusivamente particulares) a que estaría orientado el conjunto.

Anotaríamos ahora algunos “principios” indispensables a esta democracia ampliada:
Primero, la dirección democrática de la sociedad establecería prioridades que serían válidas para el conjunto, no en el sentido de una “tiranía” de las mayorías, sino como una “revolución” (“cultural”) que supondría formas de vida diferentes para todos. Una nueva moral, una civilización solidaria, hasta una estética distinta y, al límite, nuevas formas de producir y consumir, nuevas formas de existir y coexistir, que obligarían a los productores (que no necesariamente serían “capitalistas”) a ceñirse (paulatinamente) a esta nueva psicología, a esta nueva cultura social. Esta nueva ética y forma de concebir la vida, los “obligaría”, no en el sentido de una imposición, sino como necesidad objetiva de adaptarse a este nuevo “clima” o “ambiente” social, sin atender al cual no podrían sobrevivir, trabajando, negociando y, por supuesto, obteniendo ganancias (limitadas en el tiempo y en el espacio) sobre otras bases y perspectivas. Aquí, habría que señalar la posibilidad de nuevas “formas productivas”, a partir de la autogestión y de la autorregulación de los productores, por ejemplo a través de cooperativas en que ya no privara como exclusiva la “lógica” tradicional del capital. En otros términos, la “lógica” de la maximización de la tasa de ganancia de cada empresario en particular, quedaría sustituida por otra lógica, la de la masa de ganancia colectiva excedente que se reparte para el beneficio de todos.

Segundo, con una dirección democrática de la sociedad, las ganancias no se obtendrían como resultado inmediato de las operaciones económicas y, mucho menos, de las especulativas, sino como resultado “natural” del esfuerzo de producción y de la atención social vinculada a ese esfuerzo. ¿Es posible? ¿No hablamos de una utopía ilusoria? No, hablamos de negocios. La gran compensación que obtendrían por este “magno sacrificio” los detentadores de los medios de producción —el respeto a la ecología, la orientación social de su actividad— consistiría en una ampliación extraordinaria de los mercados por la ampliación extraordinaria de los consumidores. Ciertamente, si se tratara de las transformaciones posibles en un país o grupo de países, el capital se habría transformado ya en “otra” realidad: la de productores asociados que buscan su beneficio y que, al mismo tiempo, benefician a la sociedad en su conjunto. Por supuesto, esa transformación supone importantes “reconversiones” tecnológicas, sin olvidar que las nuevas tecnologías impulsan mayor flexibilidad a los ciclos de producción.

Tercero, en un sistema de esta naturaleza, la competencia y el volumen general del excedente no necesariamente se verían disminuidos, sino que más bien se ampliarían por una continua demanda social en expansión no impuesta por los productores, sino creada por las reales necesidades de los consumidores. Así, en vez de atender sus propios compromisos publicitarios (el círculo vicioso de las profecías “autocumplidas”), los productores estarían obligados a satisfacer necesidades genuinas de la población en toda su inagotable variedad y amplitud. Satisfacción de necesidades no impuesta, sino libremente elegida. En ese momento iniciará la verdadera competencia, no para obtener “más ganancias” en el menor tiempo posible, sino para satisfacer una gama impresionante de reales necesidades individuales y sociales que surgen de la vida misma en los más distintos niveles. Comenzando por el gigantesco esfuerzo productivo y tecnológico, que significaría satisfacer las carencias de la población mundial ahora marginada y excluida.

La “sociedad de consumo”, se tornaría entonces en una sociedad para el desarrollo de la vida, lo que implicaría para todos increíbles desafíos y la exploración de nuevas rutas en los diferentes campos de la ciencia, el arte, la tecnología, la comunicación y la informática, la investigación médica, la ingeniería, la física y muchos etcéteras que sin duda pudieran añadirse. La cantidad, en una sociedad así, no se opondría a la calidad: la complementaría en un nuevo binomio feliz. Así, como señala el autor francés André Gorz, el tiempo de trabajo (la duración de las jornadas laborales, no la producción ni la productividad acrecentada) debería reducirse para hacer posible la realización de las vocaciones de cada quien. Por eso hablamos de un mundo en transición que comportaría una verdadera “revolución cultural” de la vida (en ausencia de otra expresión más adecuada). Afirma Gorz que el tiempo liberado por la disminución de la jornada de trabajo puede utilizarse en la realización de actividades que busquen el desarrollo y perfeccionamiento de la vida, para un desarrollo completo de la vida.

Hemos pugnado en estas páginas por la reconciliación política y social de lo particular y lo universal. Pero ¿es posible la misma reconciliación en lo económico? Sobre la base del acuerdo del consenso político y social, nos aproximaremos a acuerdos fundamentales en la esfera económica para la realización de la sociedad pacifica y emancipada que postulamos.

Sin desconocer que el terreno es complicado, pensamos en su viabilidad, ya que la iniciativa política, social, cultural, influye y deja su impronta en las decisiones económicas. La democracia, cuando efectivamente es la forma de vida de la sociedad, deja su traza en todas las esferas de actividad. Inclusive, en el cambio cualitativo de una economía de mercado en que, sin perder dinámica, asume límites democráticos sugeridos (y a veces exigidos) por las necesidades de la sociedad entera.

Este cambio cuantitativo y cualitativo de la vida social estaría, por supuesto, en el origen de las correspondientes transformaciones también cualitativas y cuantitativas de la vida individual. La complejidad opresiva de las actuales estructuras sociales hace del hombre un ser, un individuo regimentado, en que la libertad y la intimidad quedan abolidas por las exigencias perentorias del exterior. La modificación cualitativa de la vida (individual y social), permitiría también preservar las cualidades humanas de la existencia. El medio permitiría satisfacer el deseo de vivir en paz, en la intimidad, en independencia y de emprender iniciativas imaginativas en nuevos espacios. En cuanto a la relación con la naturaleza, en una sociedad renovada y libre, habría de buscarse no el dominio del hombre y la sociedad sobre la naturaleza, sino la reconciliación del hombre y la sociedad con la naturaleza.

Mucho más pudiera discutirse sobre México en el futuro global. En un espacio tan limitado sólo dejamos lo anterior como embrión y estímulo para nuevos y más amplios análisis.

Considero que el tema más importante de nuestro tiempo, es el de las mejores y más justas formas de vivir del hombre en su sociedad.


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