la pequeña cerillera
BIBLIOTECA VIRTUAL de Derecho, Economía y Ciencias Sociales

 

CUENTOS ECONÓMICOS

David Anisi

 

 

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LA PEQUEÑA CERILLERA

Cuando se licenció pensó que empezaba para ella la vida. Después llegaría el amor, y después, mucho después la muerte. Eran las tres heridas de las que hablaba el poeta.

En los años trágicos en los que vivió nuestra protagonista, querido lector, para aquellos que se consideraban ricos e ilustrados la pubertad era únicamente una continuación protegida de la niñez, la adolescencia se había transformado en una etapa de presunción, y la juventud era ya vejez prematura. Las leyes biológicas chocaban contra la memez cultural, y todo era un desatino.

Explico esto al lector porque quizá no pueda entender sin ello los avatares de nuestra protagonista que más de diez años después de su primera menstruación pensaba que la vida, el amor y la muerte comenzaban en ese entonces.

Tras su licenciatura comenzó a mandar "curriculum" por correo a todas las empresas que lo solicitaban, y también a las que no lo hacían. Recibió respuesta de unas pocas que le comunicaban que pasaría a formar parte del fichero de solicitantes para ocasiones futuras, y de las demás nunca volvió a tener noticia.

Rebajó sus pretensiones y empezó a buscar en otros niveles donde estaba claro que su formación universitaria no era necesaria. Tenía, como requerían buena parte de los anuncios, "buena presencia", y se sintió sobada y manoseada mentalmente por los sucios sebosos e insinuantes que la entrevistaban, aparentando seriedad, para trabajos nimios. Terminó aceptando un trabajo ínfimo y temporal pero en el que dejó claro, y fue aceptado, que su cuerpo estaba excluido totalmente de la relación laboral.

Su cuerpo era para el amor. Y a buscar éste se lanzó como desesperada.

Conoció a dictadores de costumbres, chantajistas de lágrimas, chulos de sexo y comedores de corazón. Se levantaba de la cama sintiéndose sucia, y se frotaba rápidamente en la ducha luchando entre la angustia de la noche pasada y la urgencia temporal de acudir ya, la hora, al último trabajo que por seis meses improrrogables había encontrado.

Así pasaron los años para ella, con esa vida y ese amor. De repente se sintió muy cansada. Entró en un bar y pidió una copa. En ese momento no lo supo, pero había comenzado el largo viaje que nunca terminaría: la sed inagotable con la que podría beberse mares de ginebra y océanos de ron.

Su belleza se fue deslizando por los taburetes de las barras de los bares y derritiéndose con los cubitos de hielo de los combinados. Y al cabo de unos años poco de lo que fue aquella chica bonita e ilusionada pudo reconocerse entre el serrín de las tabernas.

Encanecida, abotargada y deforme arrastraba ahora un carrito donde guardaba sus miserias y vomitaba el alcohol perruno bajo los pasos elevados de aquella ciudad mugrienta. Y bajo ellos mismos dormía envuelta en cartones.

Decían que hoy era nochebuena. Y mientras empezaba a caer la noche y la niebla en aquella ciudad sin alma, alguien puso en los brazos de aquella vieja del carrito un juego de miniaturas de botellas de licor. Ella las contó y había treinta y seis.

Se apoyó en el pilar de cemento de aquel paso elevado, y mientras que se oían los cantos de Navidad de aquel centro comercial cercano, entremezclados por el rugido de los coches y amortiguados por la niebla cada vez  más espesa, abrió la primera de las pequeñas botellas y se la bebió de un trago. Se recostó sobre su columna de cemento y se vio a sí misma.

Había acabado de licenciarse, estaba contenta y era preciosa. Celebraba con sus amigos y compañeros el fin de carrera. Bailaba, reía y compartía con todos la esperanza y la ilusión. Enseguida la contrataban para algo en lo era verdaderamente útil, la pagaban lo suficiente y la respetaban por lo que hacía. Se sentía orgullosa de su trabajo, charlaba con sus compañeros y se sentía digna y útil cuando regresaba a casa mientras miraba cariñosamente a las nubes que pasaban.

Pero aquellas nubes eran ya la espesa y pestilente niebla de aquel rincón debajo del paso elevado. Y mientras todavía se oían los villancicos de los grandes almacenes abrió y se bebió la segunda de las botellas de la colección de miniaturas.

Enseguida se sintió abrazada por alguien a quien quería. Era fuerte y suave en el amor. Enloquecieron cuando debieron y se sosegaron cuando llegó el tiempo. Siguieron abrazándose mientras dormían y conversando de todo mientras pasaban los años. Ya viejos se miraban con cariño, se ayudaban en sus crecientes deterioros y gozaban uno del otro con su compañía.

Pero un canto de borrachos navideños, desagradables y provocadores la sacó del ensueño. Miró su miseria, su carrito y su soledad y se bebió la tercera de las botellas.

Ahora viajaba por los mundos del planeta, montaba en elefantes, se bañaba en playas maravillosas, entraba en templos impresionantes, charlaba con pequeños de otras tierras, y proporcionaba una palabra amable y una ayuda a los desesperados.

Pero el jaleo de la ciudad espantosa volvió a despertarla de su sueño. Bebió otra botella y fue sólo una niña. Había lagartijas y campo y el puré que le daban le caía por la pechera. Una vez su padre le había puesto un pijama amarillo y como había metido las dos piernas en un solo pernil se caía sobre la cama y todo eran risas.

Pero esas risas no tenían nada que ver con las risotadas estúpidas que se oían debajo de aquel paso elevado y que parecían relacionarse con ella. Los despreció entre brumas y bebió otra botella.

De repente el Dios de las montañas, al que había conocido hacía muchos años cuando, muy pequeña, transitaba con mochila por las cumbres, estaba allí junto a ella.

- ¿Qué haces aquí, en esta ciudad miserable? - le dijo ella - Mira en qué se ha convertido ese proyecto de mujer que cantaba contenta por los valles, que jugaba con los potros recién nacidos y a quien asustaban las tormentas y las nieves. Mira donde duermo, observa mis dientes carcomidos y sucios, fíjate en mi pelo ya blanco y sin vida, y no te oculto el vómito que mancha mis mugrientos vestidos. ¿A qué has venido?.

- A beberme contigo esas botellas que faltan, para que no lo hagas sola. - le contestó tranquilo el Dios de las montañas.

Y se las fueron bebiendo todas entre los dos. Cuando acabaron el Dios de las montañas dijo a aquella preciosa niña:

- Y ahora vámonos de aquí, que tengo que enseñarte el lenguaje de los pájaros.

A la mañana siguiente, esto es en Navidad, los sanitarios municipales que recogían a los indigentes muertos por congelación durante la noche, encontraron a aquella mendiga fea, vieja y alcohólica, tirada en medio de muchas botellitas de licor, ya vacías. La introdujeron en el furgón de los cadáveres y un camión que les seguía cargó con aquel carro de la compra donde se acumulaban todas sus pertenencias. Tenían prisa porque debían acudir a la comida familiar de Navidad. Allí se encontrarían con aquellos pequeños que luego estudiarían y serían licenciados. Estos pequeños, huidos del control de los mayores, se comunicaban mutuamente la existencia del Dios de las montañas, mientras que en medio de los juguetes, y en un rincón de la habitación, un periódico mostraba la foto de una vieja mendiga muerta por congelación. La misma que en ese momento, como una cría, comenzaba a aprender el lenguaje de los pájaros.

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