el ruiseñor
BIBLIOTECA VIRTUAL de Derecho, Economía y Ciencias Sociales

 

CUENTOS ECONÓMICOS

David Anisi

 

 

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EL RUISEÑOR

En aquel país nadie cerraba las puertas de su casa. Uno podía pasearse solo por los pasajes más recónditos sin temor a un disgusto, y las parejas de jóvenes podían perderse en la noche sabiendo que no iban a tener ningún incidente. Para no cargar con ellas podían abandonarse a la entrada de los comercios las bolsas de la compra en la seguridad de que nadie las tocaría, y si alguno de los habitantes echaba de menos algo, sabía con certeza que era porque se le había perdido y que pronto lo recuperaría.

El respeto por la vida, la apacibilidad y las propiedades de los demás era algo que los más pequeños aprendían enseguida, y que a lo largo de sus días no cuestionaban nunca, ya que las cosas eran así porque así eran. Y de esta forma pasaban su vida nuestros queridos seres, con sus lágrimas y alegrías, con sus rutinas y sorpresas, pero carentes de un problema que en otros lugares si era importante.

Y como el comportamiento en este aspecto de los habitantes de aquel país era verdaderamente sorprendente para los visitantes que provenían de la jungla ciudadana, se llegaron a escribir sabios libros sobre ellos.

Y uno de esos libros llegó a manos del emperador de aquellas tierras. El emperador se sintió halagado porque su país fuera objeto de tal estudio por un sabio tan reputado, lo abrió lleno curiosidad, y empezó su lectura.

"En ese hermoso país reina la seguridad", comenzaba el libro. Y el emperador no leyó más. Cerró el libro con furia y convocó a sus ministros.

- Me he tenido que enterar por un libro - les dijo furioso en cuanto estuvieron en su presencia - que en mi país reina una tal Seguridad sin mi conocimiento ni permiso. Quiero que se me informe inmediatamente de quién es esa reina, cuáles son los territorios que administra y por qué no está incluida entre la lista de reyes vasallos de mi imperio.

Sus ministros corrieron a indagar, puesto que conocían que sus puestos estaban en peligro. Se consultaron mapas, legajos y viejas actas de sumisión, se interrogó a embajadores, gobernadores, alcaldes e incluso a peregrinos, pero no hubo ningún resultado.

Y así a la mañana siguiente los cansados ministros informaron al emperador de que ninguna reina de ese nombre era conocida en todas las tierras del imperio.

- ¡Lo dice aquí! - gritó el emperador señalando el libro - lo ha escrito un sabio, habla claramente de mis territorios, todo el mundo lo está leyendo por ahí fuera, todos los extranjeros parecen saber que esa reina Seguridad domina este imperio, y aquí no nos enteramos - y rojo de ira concluyó - Yo me pregunto ¿Por qué no nos enteramos?, ¿eh?.

- Quizá - dijo apaciguador el primer ministro - se trate sólo de una metáfora del sabio autor del libro.

- ¿Qué quieres decir con eso? - tronó el emperador.

- Permitidme que os pregunte varias cosas - dijo humildemente el primer ministro - y en vuestras propias respuestas posiblemente encontremos la solución. ¿Dónde está vuestra guardia personal?

- ¡Qué tontería! - contestó perplejo el emperador - Pues en ningún sitio. Todos sabéis que no tengo guardia personal. Los guardias están donde tiene que estar: en las fronteras.

- ¿Y quien cuida del tesoro del imperio? - continuó con su interrogatorio el primer ministro.

 - Pues nadie, puesto que las monedas y joyas no necesitan ni bebida ni comida, ni tienen frío ni calor.

- ¿Y no tenéis miedo a que alguien las robe?

- A nadie se le ocurriría; todos sabemos que eso no se debe hacer.

- ¿Cuantos presos hay en las cárceles?

- ¿Creéis que estoy senil? - dijo mosqueado el emperador -, aquí no hay cárceles.

- ¿Que escolta lleváis cuando salís del palacio?

- Pues ninguna. En mis territorios reina la seguridad.

Hubo un gran silencio. El emperador se levantó de su trono, miró a sus ministros lentamente y luego, dándose una fuerte palmada en la cabeza exclamó:

- ¡Pero qué bruto soy!. Venga, venga, todo el mundo a su trabajo que voy a continuar con el libro.

Esa historia se extendió por el imperio, y durante unos días fueron conscientes de la seguridad de la que disfrutaban. Luego, simplemente siguieron viviendo.

Al cabo de unos meses nuestro emperador recibió un obsequio de parte de otro emperador de allende de los mares.

Era una caja voluminosa que venía acompañada de una breve nota. En ella se decía: "Sé que amáis la seguridad y aquí os la envío".

Abrieron la caja y de allí salió un autómata mecánico del tamaño de un hombre. Avanzó unos pasos y se situó en el medio de la sala.

El emperador imaginaba cual podía ser su funcionamiento, con lo que se dirigió hacia su primer ministro y trató de darle una bofetada, pero apenas iniciado el gesto, el autómata golpeó al emperador y lo tiró al suelo.

El emperador se levantó del suelo sonriendo. Se dirigió a su primer ministro y le dijo:

- Acompáñame a la sala del tesoro - y luego dirigiéndose al autómata continuó - y tú también.

Los dos le siguieron. Al llegar a la montaña de joyas el emperador ordenó a su ministro que se guardase alguna en el bolsillo, pero cuando éste trataba de obedecer a su superior el autómata lo cogió de las orejas y lo zarandeó hasta que arrojó la gema al montón.

- Y ahora - dijo el emperador a su ministro - vete a tu despacho y haz una trampa en las cuentas del imperio. Y tu - se dirigió al autómata - ve con él.

El primer ministro aún sabiendo que se trataba de una especie de prueba para el autómata sintió una profunda nausea ante lo que tenía que fingir hacer. Pero superó el momento y comenzó a elaborar una trama de partidas contables en las que se desviaban fondos públicos hacia su propio uso privado. En el momento en que comenzó a establecer las partidas sintió un pescozón en la nuca. El autómata no le dejaba hacerlo.

El emperador quedó impresionado por el comportamiento del autómata y pidió a su colega de allende de los mares que le enviase más. Llegaron unos cuantos y a uno de ellos le situó permanentemente junto al tesoro, otro lo colocó en las oficinas de las cuentas del imperio, otro hizo que le acompañara permanentemente y al último lo colocó a las puertas de palacio.

Al ver el comportamiento del emperador todos desearon tener un autómata que les proporcionara seguridad, y los importaron por millares. Delante de cada casa que se preciase estaba su autómata para protegerla, los mejores comercios tenían al autómata para cuidar las bolsas de sus clientes, los enamorados se perdían en la noche protegidos por un autómata, y en las escuelas y en las familias comenzaron a enseñar a los más pequeños que había ciertas cosas que no podían hacerse por miedo al castigo de los autómatas.

Los mayores todavía pensaban que lo que no debía hacerse era porque no debía hacerse, pero los más jóvenes se reían de ellos y mantenían que podía hacerse todo mientras que no te castigasen los autómatas. Pero los autómatas eran simples máquinas que de vez en cuando se estropeaban, y cuando una de ellas lo hacía cundía el crimen alrededor. Los expertos en manejar autómatas pudieron evitar su vigilancia y alguno de ellos comenzó a recibir sobornos para que fallasen en el momento adecuado.

Desde la terraza de su palacio el emperador, junto al autómata que le protegía, podía ir localizando en la noche, por el incendio de los pillajes, los puntos en los que iban estropeándose, como cada día, los autómatas. Y mandó llamar al ejército de las fronteras. Los pocos autómatas que todavía no habían sido reprogramados para la corrupción se lanzaron contra los soldados al verles esgrimir armas, y la batalla duró meses. Destruyeron a todos los autómatas, el emperador se rodeó de una guardia leal, protegieron con fieros y fieles soldados el tesoro, y el ejército cayó como una maldición apocalíptica sobre todo el imperio para restablecer el orden.

El emperador agonizaba. Las nuevas cárceles estaban abarrotadas, y corría la sangre de los cientos de ejecutados cotidianamente, en las escuelas y en las familias se comenzaba a contar a los pequeños que las cosas que no se podían hacer no se podían hacer por respeto a las leyes. Y debería pasar mucho tiempo hasta que ese respeto a las leyes fuera un valor primordial. Después, mucho después, pero mucho después, quizá podría volverse a contar que las cosas que no pueden hacerse no pueden hacerse porque no pueden hacerse.

El último pensamiento del emperador fue hacia aquel día en que se indignó cuando leyó en un libro que en su país reinaba la seguridad.

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