los musicos de Bremen
BIBLIOTECA VIRTUAL de Derecho, Economía y Ciencias Sociales

 

CUENTOS ECONÓMICOS

David Anisi

 

 

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LOS MÚSICOS DE BREMEN

En el reino feliz de aquel monarca ingenuo todo iba bien menos para algunos a los que todo iba mal.

Uno de esos desafortunados caminaba lentamente, con las manos en los bolsillos, por una senda del parque del rey abierto graciosamente al público, mientras que consideraba su suerte. Acababa de cumplir cuarenta y cinco años, tenía mujer, cuatro hijos, y desde hacía mucho tiempo estaba en una situación que, en aquella época, se denominaba "parado".

Sabía leer y escribir y tenía cierta cultura; podía hacer cuentas y escribir cartas, conocía el arte de afilar un formón y cepillar la madera, no le asustaban las máquinas herramientas y algún rudimento de albañilería también poseía. Además, el se encontraba fuerte, joven, y con ánimos para realizar cualquier tarea, fuera de pocero, mozo de mesón, descargador de sacos o vigilante del patrimonio del rey.

Todas las mañanas leía junto a la catedral los anuncios en los que se ofrecían puestos de trabajo y acudía, ya que su formación se lo permitía, a todos ellos. Pero siempre se encontraba con la doble y amarga respuesta: o bien todavía no tenía la experiencia requerida, o no era lo suficientemente joven para desempeñar esa tarea. Así que se pateaba las calles preguntando si alguien le necesitaba, y nadie parecía hacerlo.

No era una cuestión de necesidad económica, sino de respeto. El rey, que aunque ingenuo era benevolente, había dispuesto que a gentes como a él le entregasen una cierta cantidad de dinero mientras durase su situación. El problema era su dignidad. Los heraldos anunciaban por las esquinas que aquel que no trabajaba era porque carecía de formación o era un vago, en los corrillos se oía con frecuencia la expresión de que "el que no trabaja es porque no quiere", su mujer empezaba a tratarlo con cierto desprecio, y en la mirada de sus hijos comenzó a percibir que le consideraban tonto. Llegó a una glorieta del parque y se sentó en un banco, cansado y abatido.

Por otro de los caminos del parque avanzaba un artista que había contraído la enfermedad innombrable. Todos le habían abandonado. La gente se apartaba a su paso como si su proximidad fuera de por sí contaminante, y se atrevían a señalar como un castigo de Dios su estado. Y mientras que notaba como aquel mal despiadado roía todo su ser, no dejaba de ver las nubes como siempre, seguía asombrándose con el color de las flores, enterneciéndose frente a la sonrisa de un niño, o queriendo con frenesí al propio amor. Pero su tristeza era infinita. No sólo la maldad que anidaba en su cuerpo le anunciaba el próximo final de todo lo que amaba, sino que el aislamiento al que era sometido le agudizaba la soledad de su muerte. Llegó a una glorieta, vio sentado en un banco a alguien, y se sentó junto a el.

Una vieja y despreciada prostituta caminaba también en ese día por aquel parque. Recordaba esos senderos en la época en que los jardines formaban parte inseparable del palacio y ella era una joven cortesana adorada, querida, envidiada y regalada con joyas, vestidos, caballerías, delicados perfumes, e incluso palacetes. Ahora, aunque rica, era vieja, desdentada, reumática, cegata y repulsiva bajo los coloretes, maquillajes y afeites. Nadie parecía reconocerla y los bienpensantes la miraban con desdén. Llegó a una glorieta, vio sentados en un banco a dos personas, y se sentó junto a ellas.

Aquel mendigo que vagaba por el parque siempre había hecho, según pensaba, cuando ese pensar le era permitido por el alcohol permanente, lo que le había dado la gana. Nadie lo hubiera supuesto al contemplarlo, dadas sus ropas mugrientas, su semblante abotargado y el hedor que desprendía. Hacía falta realmente un portentoso esfuerzo de la imaginación para ver en él el final desastroso de lo que en un momento fue un niño. Pero a nuestro mendigo todo eso le era indiferente. Lo suyo no era problema de dinero, pues tras largos años de pedir, robar, o hacer algún trabajo sigiloso, sucio, y bien pagado, mantenía en el fondo de su asqueroso zurrón una buena cantidad de billetes, la mayor parte de ellos sin valor en cuanto caducados, que nunca miraba pero que sabía que estaban allí. Su problema no era el dinero, no, su problema era una cosa que el vino le hacía ver con claridad, pero que siempre olvidaba al día siguiente. Llegó a una glorieta, vio a tres personas sentadas en un banco, les pidió rutinariamente limosna, y al ver que no le hacían el menor caso, se sentó junto a ellos.

Las ardillas del parque, cuando me contaron esta historia, no se pusieron de acuerdo sobre quien fue el primero de nuestros cuatro amigos el que empezó a hablar. Pero hablaron y se contaron sus vidas. Al final de su conversación, cuando ya empezaba a refrescar en el parque, el parado dijo:

- A mí lo que más me duele de todo es el desprecio de la gente. ¿Qué es lo que os duele más a vosotros?

- El desprecio de la gente - dijo la vieja prostituta.

- El desprecio de la gente - dijo el mendigo.

- El desprecio de la gente - dijo el artista moribundo.

Pasaron un rato en silencio, y luego habló la vieja prostituta:

- Nuestra pena es el desprecio que sentimos, pero creo que también es nuestra soledad. Quizá podríamos invitar mañana a reunirse aquí a mediodía a todos los que sienten ese desprecio.

Las ardillas me contaron que acordaron hacerlo así y que se despidieron cortésmente con un "hasta mañana". Y el mañana llegó enseguida. A mediodía volvieron a encontrarse en la glorieta del parque nuestros amigos. Y volvían a estar solos ellos cuatro. Se confesaron que se habían pasado la noche invitando a aquellos que pensaban que se sentían despreciados a que invitaran a otros que se sentían despreciados para que, a su vez, invitaran a otros que sufrieran el desprecio, para que vinieran al parque al mediodía y así no estar solos.

- Pero es mediodía - dijo el mendigo - y aquí estamos los cuatro y nadie más.

Cuentan las ardillas que en ese momento vieron como aquellas personas se entristecían dentro de su propia tristeza y que el viento de la soledad comenzó a levantar remolinos de hojas secas. Pero pronto comenzó a oírse un murmullo lejano que se convirtió, casi enseguida, en ruido tumultuoso. Desde la entrada norte del parque se encaminaba hacia la glorieta una multitud de seres. Eran jóvenes airados que tras años de enseñanza y estudio se embrutecían por falta de trabajo, gentes violentas que habían llegado a eso por su sentimiento de inutilidad, personas maduras y sensatas hartos de sentirse tontos, individuos jubilados prematuramente llevados al término de la imbecilidad a base de tratar de rellenar su tiempo con lo que fuera, peones del campo aburridos de taberna y fútbol, aprendices de suicidas por el miedo a la nada... Y llenaron casi por completo los jardines tan graciosamente cedidos por el rey a su pueblo.

Pero otra multitud trataba de entrar por la el acceso sur. Era la masa infinita de los miserables. Las gentes sin techo, los que dormían en los albergues de caridad del rey bondadoso, los que vagabundeaban sin sentido por los campos, aquellos que vestían de harapos y tenían las uñas sucias, los que habitaban en las cloacas de las ciudades, quienes recogían cartones por las calles y hurgaban en las papeleras... Y se fundieron con la masa de desempleados quedando el parque casi abarrotado.

Pero, ya pugnaba por entrar por la puerta este la multitud de los enfermos. Agonizantes en su angustia, solitarios desahuciados en la frialdad de las habitaciones de los hospitales, los portadores de llagas repugnantes, mudos, sordos, ciegos, gentes sin brazos, o sin piernas, o sin medio cuerpo, paralíticos, tullidos, vidas babeantes, locos, esquizofrénicos, tontos, simples... Y los que ya estaban dentro les acogieron fraternalmente en aquella gran hermandad de los que sufrían el desprecio.

No cabía nadie más en aquel inmenso parque cuando se empezó a escuchar el terrible sonido de aquella masa sobrecogedora que trataba de penetrar por la puerta oeste. Era la tremenda avalancha de los feos. Enanos, gigantes, gordos, deformes, narizotas, bizcos, cabezones, orejudos, quemados, tuertos, patizambos, chepas, dentones, deformes, tartamudos... Y como ya no cabían en el parque no tuvieron más remedio que asaltar el castillo del rey para hacer sitio a los recién llegados.

El buen rey al verse rodeado de aquella chusma abdicó en nadie sabe quien y se largó, y lo mismo hicieron los bienpensantes ante tanto desorden. Allí se quedaron los despreciados y la verdad es que nunca echaron de menos a los que huyeron.

Fueron las ardillas las que me contaron los orígenes del país que me acogió hace tiempo y en el que espero terminar mis días. Nadie de los que vivieron esos momentos cuenta nada de ellos, pero en el parque cedido al pueblo por aquel que se dice fue un buen rey hay un banco, en una glorieta, en el que reposan sentadas cuatro estatuas. En una de ellas se reconoce a una vieja y fea puta, en otra a un hombre de mediana edad con un cansancio infinito expresado en sus hombros caídos y en los rasgos de su rostro, otra de ellas representa a un enfermo en su fase terminal y la última sólo puede corresponder con un mendigo alcoholizado. Siempre vi flores junto a esas figuras y con el paso del tiempo he terminado poniéndolas yo mismo cada semana.

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