LOS LENGUAJES DE LA ECONOMÍA

Un recorrido por los marcos conceptuales de la Economía.

PARTE TERCERA: LOS MARCOS CONCEPTUALES DE LA ECONOMÍA.

CAPÍTULO 7.- LA ESTATICA Y EL EQUILIBRIO: LA ECONOMÍA MARGINALISTA.

Introducción

La inmensa mayoría de la literatura especializada, pese a utilizar la expresión «revolución marginalista», niega que el marginalismo fuese efectivamente revolucionario, en el sentido de un cambio súbito y rápido. Más bien parece tratarse de un movimiento lento, de una larga transición que tendría sus inicios en las dos primeras décadas del siglo XIX, pero se evidenciaría a principios del siglo XX.

El que se retrasara tanto tiempo la aceptación del análisis marginal refleja tanto la inercia y la resistencia al empleo de las matemáticas, como una doble falta de comunicación: la poca atención prestada a las aportaciones de los que trabajaban fuera de una incipiente comunidad científica que estaba en vías de alcanzar una consideración profesional y la insuficiente información existente dentro de esta comunidad y de una rama nacional a otra (Spiegel, s.d.).

A la vuelta del siglo, esta revolución había hecho su camino, tanto la estructura conceptual de la Economía como su método diferían enormemente de la Economía política de los clásicos. Los cambios en los objetivos y problemas de la investigación forzaron, al tiempo que estuvieron propiciados por cambios en los conceptos y categorías analíticas. Se abandonó la teoría del valor-trabajo y, con la ayuda de un nuevo principio unificador, se consiguió la integración de las teorías del consumidor y de la empresa y, también, la integración de las teorías del valor y de la distribución, que en el pensamiento clásico habían sido relacionadas sólo en forma muy tenue. El principio unificador, del que se podía disponer ahora, era el principio marginalista. Este principio resultaba útil también si se aplicaba a la teoría de los precios y a la teoría de los mercados, y señalaba el camino hacia el establecimiento de posiciones óptimas teóricas, o equilibrios, en las que productores y consumidores pudieran maximizar magnitudes tales como la satisfacción o los ingresos netos. Se dio menor preponderancia al crecimiento económico. En su lugar, el intento de fijar las posiciones de equilibrio se hizo suponiendo unas cantidades totales de recursos determinadas. La Economía política se convirtió en la ciencia que trataba de la colocación de una determinada cantidad de recursos totales, con lo que dejó de prestarse demasiada atención a la cuestión de cómo determinar dicha cantidad y de cómo incrementarla (Spiegel, s.d.).

A partir de 1870, los economistas empezaron a proponer, de manera típica, una oferta dada de factores productivos, determinada independientemente por elementos ajenos al alcance de su análisis. La esencia del problema económico consistía en intentar descubrir las condiciones que hacían posible distribuir unos servicios productivos dados entre usos competitivos con resultados óptimos, en el sentido de maximizar las satisfacciones de los agentes económicos. Esto hizo que no se tomaran en consideración los efectos de los aumentos, en cantidad y calidad, de los recursos y de la expansión dinámica de las necesidades, efectos que los economistas políticos clásicos habían considerado como el sine qua non del bienestar económico creciente. Por primera vez, la Economía se convirtió realmente en la ciencia que estudia las relaciones entre fines dados y medios escasos dados que poseen usos alternativos. Concepción que alcanzaría su máxima expresión años más tarde con la obra de Lionel Robbins (1932). Pero, a partir de aquel momento, al decir de Blaug (1968), la teoría clásica del desarrollo económico fue sustituida por el concepto de equilibrio general dentro de un marco esencialmente estático.

La importancia de la teoría de la utilidad marginal consistió en proporcionar el arquetipo del problema de la distribución con una efectividad máxima. Poco después, el mismo enfoque se extendió de la unidad de consumo a la empresa, de la teoría del consumo a la teoría de la producción. La teoría de la utilidad marginal proporcionó gran parte de la excitación descubridora en las décadas de los setenta y ochenta del siglo XIX. Pero lo que realmente señaló la línea divisoria entre la teoría clásica y la economía moderna fue la introducción conceptual del análisis marginal (Blaug, 1968).

El principio en discusión es el de igualación de valores marginales: al dividir una cantidad fija de cualquier cosa entre un cierto número de usos competitivos, la distribución «eficiente» requiere que cada cantidad del dividendo sea repartida de tal manera que la ganancia obtenida al destinarla a un uso sea igual a la pérdida causada por el hecho de retirarla de otro. Tanto si nos referimos a la asignación de una renta dada entre un número determinado de bienes de consumo, como a la de una cantidad fija de dinero entre cierto número de factores productivos, o a la de un período de tiempo entre el trabajo y el descanso, el principio siempre es el mismo. Además, en cada caso, el problema de la asignación posee una solución máxima tan solo si el proceso de trasladar una unidad del dividendo a un único uso, entre todos los posibles, se halla sujeto a resultados decrecientes.

En la teoría de la economía doméstica se obtiene una situación óptima cuando el consumidor ha distribuido su renta dada de tal manera que las utilidades marginales de cada unidad monetaria de compra sean iguales; la ley de la utilidad marginal decreciente asegura la existencia de dicho óptimo. En la teoría de la empresa se obtiene un resultado óptimo cuando se igualan los productos físicos marginales de cada unidad monetaria gastada en la compra de factores; la ley de la productividad marginal decreciente desempeña, en este caso, el mismo papel que el de la utilidad marginal decreciente en la teoría de la demanda. Ambos ejemplos no son más que aplicaciones particulares del principio equimarginal. Toda la economía neoclásica no es más que la formulación de este principio en nuevos contextos, junto con la demostración cada vez más amplia, de que, en presencia de condiciones definidas, la competencia perfecta produce, realmente, una distribución equimarginal de gastos y recursos (Blaug, 1968).

Los economistas teóricos dirigen su atención al análisis del comportamiento económico, enfocándolo sobre el de las unidades que toman decisiones y sobre la forma en que las elecciones de los agentes económicos se convertían en un proceso ordenado. Con esta concentración sobre el comportamiento de las pequeñas unidades del sistema, la microeconomía pasó al centro de la escena (Barber, 1967).

En la nueva Economía, la teoría de la distribución fue relegada a un simple aspecto de la teoría general del valor. Se recompensa a los factores porque son escasos en relación con los deseos de los consumidores de los bienes que aquellos pueden producir. El proceso de producción y distribución sólo tiene importancia en cuanto modifica la posibilidad de elección de los consumidores. La demanda de factores es una demanda derivada; dada la oferta de factores y dados sus coeficientes técnicos de transformación, los precios de los servicios productivos y de los bienes de consumo vienen determinados por los deseos de los consumidores. Por lo tanto, no parece que haya lugar para un análisis especial de valor de cada uno de los factores de la producción. Precisamente las mayores críticas de los escritores de este período contra los autores clásicos se basan en que éstos elaboraron una teoría especial de la distribución.

Los economistas clásicos escribieron frecuentemente como si la distribución precediera, en un sentido causativo, a la valoración de los productos. Por el contrario, los primeros marginalistas, en especial los miembros de la Escuela Austriaca, afirmaron que el orden causal era el inverso, de tal manera que la renta de los factores productivos sería el resultante de los precios en el mercado de los productos.

La teoría económica marginalista consiguió, en opinión de Blaug (1986), mayor generalidad y economía de razonamiento al explicar, sobre la base de un solo principio, tanto los precios de los factores como los del producto. Abarcó tanto los bienes reproducibles como los no reproducibles, tanto los costes constantes como los costes variables. Pero, en ocasiones, se tornó más restrictiva que la economía clásica.

“... por ejemplo, consideró la oferta de trabajo como un dato. Además, su jactancia de una mayor economía de medios teóricos fue reduciéndose poco a poco en las décadas subsiguientes. La contribución de Böhm-Bawerk a la teoría del interés puede reducirse a la proposición de que el mercado de capital presenta problemas únicos, a causa de la omnipresencia del factor descuento temporal. Marshall observó y estudió las «particularidades del trabajo». En cada caso se aducen elementos especiales, ausentes en la mayoría de los mercados de productos, para explicar las características de los mercados de trabajo y de capital. Estas dificultades desaparecen en su mayor parte cuando la oferta de recursos es un dato al empezar el análisis. Pero, tan pronto, como abandonamos el reino del análisis a corto plazo y nos adentramos en las cuestiones clásicas de la acumulación de capital y crecimiento de la población, la pretensión de que la teoría de la distribución no es sino un aspecto particular de la teoría del valor parece tener solo significación formal.” (Blaug, 1968).

Un último aspecto a destacar de la economía marginalista, que tendrá gran incidencia en el futuro proceder de la profesión, fue el uso de las matemáticas. Aunque no todos los autores marginalistas de esta época hiciesen uso de las mismas, su modus operandi se prestaba fácilmente a su uso en el análisis económico.

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