La República Federal de los Andes

Una propuesta de descentralización del Perú


 

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Alfonso Klauer

Tramposas decisiones y remedos de descentralización

Contra lo que puede creer la mayor parte de los peruanos, la preocupación formal por descentralizar el país ha estado presente desde los primeros días de la República. Romeo Paca y Jaime Villena afirman que de ello dan cuenta muchas de las disposiciones contenidas en diversas constituciones. Y según el diario El Comercio, el Perú ha pasado hasta por doce intentos de descentralización. La Constitución de 1823, en su Art. 132° disponía: “En la capital de cada departamento habrá una Junta Departamental...”

Y el Art. 135° indicaba que, entre otras, las Juntas Departamentales tenían las siguientes atribuciones: “Promover todos los ramos conducentes a la prosperidad del departamento, y señaladamente la agricultura, industria y minería”; e “intervenir en la repartición de las contribuciones que se hicieren al departamento”.

Con sólo tres años de experiencia, la Constitución de 1926, aunque sin explicitarlo, eliminó las Juntas Departamentales, centrando en los prefectos casi toda las prerrogativas sobre la suerte de los departamentos.

La Constitución de 1828 (Art. 66° a 81°) planteó nuevamente la existencia de las Juntas Departamentales, concediéndoles prácticamente las mismas atribuciones que había dispuesto la de 1823.

La Constitución de 1934, y una vez más sin explicitarlo, volvió a eliminar las Juntas Departamentales, centrando nuevamente en los prefectos el destino de los departamentos. Y tras la frustrada experiencia federativa de la Confederación Perú–Boliviana (1836–38), la Constitución de 1939 ratificó una vez más a los prefectos como únicas y máximas autoridades departamentales.

Tras casi un cuarto de siglo, las Juntas Departamentales volvieron a ser instauradas en la Constitución de 1856 (Arts. 104° a 113°), aunque sus atribuciones fueron sensiblemente recortadas. La Constitución de 1860 vuelve a prescindir de las juntas y otra vez aparecen los prefectos concentrando la autoridad sobre los departamentos.

La de 1867 (Arts. 106° a 114°) reinstaura las Juntas Departamentales, pero con atribuciones cada vez más genéricas, imprecisas y recortadas.

En la Constitución de 1920, en un único y lacónico artículo, el 140°, se consagró una nueva aunque extremadamente mediatizada forma de descentralización. En efecto, se instituyeron tres Congresos Regionales, para el Norte, Centro y Sur del país, con representantes de las provincias, pero que sólo podían reunirse una vez al año y por no más de treinta días. En la práctica entonces, el poder en los departamentos recayó nuevamente en los prefectos.

En 1933, la nueva Constitución dispuso la existencia de los Concejos Departamentales (Arts. 189° a 206°). Estos, según precisó el Art. 192°, tenían facultades para organizar, administrar y controlar, conforme lo disponga la ley, los ramos de Instrucción, Sanidad, Obras Públicas de carácter departamental, Vialidad, Agricultura, Ganadería, Industrias, Minería, Beneficencia, Previsión Social, Trabajo, etc.

En virtud de ello, la Ley 7809, de setiembre de 1933, dispuso la creación de los Concejos Departamentales, integrados en la mayoría de los casos por siete delegados, y por cinco en el caso de “las Provincias Litorales, la Constitucional del Callao y el Departamento de Madre de Dios”. Sin embargo, al disponerse mediante el Art. 41° la distribución de las rentas de los Concejos Departamentales a la que hacía referencia el Art. 194° de la Constitución, quedaron consagrados los privilegios de Lima: recibiendo el 15 % de las rentas, recibía más que los departamentos de Apurímac, Huancavelica, Amazonas, San Martín, Moquegua y Huánuco juntos.

En la Constitución de 1979, elaborada durante el gobierno militar de Morales Bermúdez, en el Capítulo XII, De la Descentralización, Gobiernos Locales y Regionales, se institucionalizan las Regiones. El Art. 259° precisó que “la descentralización se efectúa de acuerdo con el Plan Nacional de Regionalización que se apruebe por ley”. El Art. 260° dispuso que “las regiones (...) se crean por ley a iniciativa del Poder Ejecutivo, a pedido de las corporaciones departamentales de desarrollo..., ”. Y el Art. 261° dispuso la “autonomía económica y administrativa” de las regiones, con competencia “en materia de salubridad, vivienda, obra pública, vialidad, agricultura, minería industria, comercio, energía, previsión social, trabajo (...), educación...”

Ya durante el gobierno de Belaúnde, y al amparo de esas disposiciones, las corporaciones departamentales se crearon en diciembre de 1981, con la Ley 23339. Y en junio de 1984, mediante Ley 23878, se promulgó el Plan Nacional de Regionalización, que previó para los Gobiernos Regionales la “autonomía para la toma de decisiones en materia normativa y ejecutiva, así como en lo económico y administrativo”.

Tres años más tarde, durante el régimen de García, se aprobó la Ley de Bases de la Regionalización (Ley 24650), en marzo de 1987. A la luz de la experiencia vivida en estos últimos años, y en particular la de privatizaciones, quizá lo que más haya que recordar de la citada ley es su Segunda Disposición Complementaria.

En ella en efecto se precisó que “las empresas del Estado que desarrollan actividades de producción de bienes y servicios, exclusiva o fundamentalmente en el ámbito de una región (...) se adscriben como empresas regionales...”

La primera región en crearse fue la Región Grau, en marzo de 1988; y la última y décimo segunda, en agosto de 1992, fue la Región San Martín, sobre la base del departamento del mismo nombre, y con lo que éste quedó separado de La Libertad. Esa fue la única región en crearse bajo el gobierno de Fujimori.

Éste sin embargo, meses antes, en abril de 1992, tras disolver el Parlamento, y mediante el Decreto Ley 25432, disolvió también las Asambleas y Consejos Regionales. Y suplantó sus atribuciones con los Consejos Transitorios de Administración Regional –CTAR–, cuyos presidentes pasaron a ser designados por el Gobierno. Meses más tarde, en noviembre del mismo año, mediante Decreto Ley 25841, al tiempo que se disolvió también los Consejos de Desarrollo Subregional subsistentes, se postuló en el Art. 5° que “el Poder Ejecutivo, a través de la Comisión Interministerial de Asuntos Regionales, conducirá el proceso de descentralización y desconcentración a nivel regional”.

Así, y en el contexto de la dictadura fuji–montesinista, surgió la Constitución de 1993. En ésta, el Art. 188° establece que “la descentralización es un proceso permanente que tiene como objetivo el desarrollo integral del país”. El Art. 190° especifica que “las Regiones se constituyen por iniciativa y mandato de las poblaciones pertenecientes a uno o más departamentos colindantes”.

Y el Art. 197° precisa que “las regiones tienen autonomía política, económica y administrativa en los asuntos de su competencia”.

En enero de 1998, mediante la Ley 26922, se dictó la Ley de Marco de Descentralización. En ésta, el Art. 12° precisa que “el proceso de regionalización se constituye sobre el ámbito territorial de los Departamentos”, y que los CTAR son “organismos públicos descentralizados del Ministerio de la Presidencia”. A la postre, sin embargo, y hasta su vergonzante culminación en noviembre del 2000, no quedó constituida ninguna región.

Del recuento realizado puede sostenerse que, en 125 de los 180 años de la República, han existido y funcionado organismos departamentales y/o regionales de los que éstos, en varios casos, incluyeron a dos o tres departamentos. Si no conociéramos la realidad del país, y no habríamos realizado el extenso análisis que precede a esta parte del texto –Rebelión contra el centralismo, tomo I–, podría creerse que, con tan larga experiencia, la descentralización del Perú es una realidad.

Siendo en cambio que el acusado centralismo en Lima es la realidad palmaria e incontrovertible, puede hasta postularse el principio de que, por lo menos en nuestro país, “a más leyes de descentralización, más centralismo”; a más declaraciones formales de descentralización, más esencia centralista.

Esta impactante constatación no hace sino confirmar uno de nuestros postulados centrales expuestos con anterioridad: el discurso explícito de los candidatos, a través de sus demagógicos discursos en campaña; y de los gobernantes, a través de las leyes; no sólo es distinto a su discurso implícito (sus acciones cotidianas), sino que hasta anticipa exactamente lo contrario de cuanto están dispuestos y van a realizar.

Nuestra larga historia republicana sugiere que no será a través de proyectos de ley planteados por el Poder Ejecutivo, o de leyes generadas en el Congreso, como los pueblos del Perú podrán dar inicio a un genuino proceso de descentralización. Todo sugiere también que deberán ser los pueblos del Perú quienes, por todos los medios pacíficos que estén a su alcance, fuercen al Gobierno y al Parlamento a modificar las disposiciones constitucionales, y a dar las leyes que den realmente inicio a un proceso irreversible y de cada vez mayor descentralización.

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