Rebelión contra el centralismo

 

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Alfonso Klauer

Sobre la Deuda Pública, Externa e Interna

El problema de la deuda externa en el Perú es de muy larga data. Nació con la República. Pero incluso antes de que se sellara la Independencia. Porque en efecto, dos años antes de las batallas de Junín y Ayacucho, de agosto y diciembre de 1824, el 11 de octubre de 1822 el Perú firmó en Londres su primera deuda externa.

Fue por 1,2 millones de libras esterlinas que, traídas a valor presente, equivalen a muy significativos 13 000 millones de dólares de hoy. El país, sin embargo, sólo recibiría 900 mil libras esterlinas. De allí que el interés, que nominalmente era de 6 %, fue en realidad del 8 %. Se concedió un plazo de gracia de cinco años y debía cancelarse en treinta años. En garantía, quedaron hipotecadas “todas las rentas del Perú” .

Fue, probablemente, la operación financiera unitaria y de crédito directo más grande de la historia del Perú. El hecho de que fuera tan cuantiosa, y de que se celebrara con Inglaterra, sabiendo ésta de la presencia en nuestro suelo de grandes tropas realistas, despeja toda duda sobre la importancia que aquélla asignaba al Perú, y sobre el enorme interés que tenía en nuestro territorio (y sus riquezas).

Mas sería iluso pensar que sólo en las nuestras. A Inglaterra le interesaba sobremanera arrebatarle a España todo el mercado latinoamericano que por siglos venía monopólicamente controlado.

Buena prueba de ese interés la ofrece el hecho de que, como al Perú, también realizó importantes préstamos a Colombia, México, Chile y Argentina. Sólo a éstos el triunfante y avasallante imperio inglés prestó 18 375 000 libras esterlinas que, traídas a valor presente, equivalen a la friolera de 202 000 millones de dólares.

Pues bien, derrotados y expulsados los ejércitos realistas, en enero de 1825, esto es, cuando todavía no había empezado a pagarse el primero, Inglaterra concede a nuestro país un segundo crédito. Esta vez por 615 mil libras esterlinas, o tanto como 5 500 millones de dólares adicionales, de los que casi 400 millones estuvieron destinados a comprar 25 mil fusiles. Desde inicios de 1826 el Perú ya no pudo pagar ni los intereses, menos la deuda propiamente dicha. Y así, sin pago alguno, transcurrieron 23 largos años, hasta que apareció la riqueza guanera.

Así, en enero de 1850 se hace un primer préstamo de refinanciación (que no tuvo realmente ninguna aplicación), y en febrero de 1853 uno segundo tras el que, luego de canceladas las deudas anteriores, pasó a deberse 2,6 millones de libras esterlinas que, sin embargo, dado el tiempo que había transcurrido, “sólo” representan el equivalente de 6 000 millones de dólares actuales. Para fines de 1856 ya se debía casi 5,3 millones de libras esterlinas. Una nueva refinanciación en agosto de 1862 deja una deuda total con Inglaterra de 5,5 millones de libras esterlinas. En 1865 crece a 7 millones con las que, entre otras cosas, se cubre una “indemnización” a España (que con su escuadra había tomado las islas guaneras de Chincha en 1864, lo que dio origen a la guerra y el famoso combate del 2 de mayo de 1866).

El agresor, pues, resultó todavía indemnizado con el equivalente a 435 millones de dólares. Estas fueron las “sombras” de la Guerra con España, a las que alude Carlos Moreyra Palacios.

En el período 1868–72, con José Balta como Presidente, Nicolás de Piérola y Manuel Pardo como Ministros de Hacienda, el francés Dreyfus (desde 1871) como financista, y Meiggs como constructor, ferrocarriles de por medio, se inicia el camino hacia el colapso final. ¡El Estado peruano estaba quebrado pero la farra de los ferrocarriles seguía su curso: qué coimas tan convincentes! Para 1873 la deuda externa era ya de 36,8 millones de libras esterlinas, o tanto como 31 600 millones de dólares actuales.

El 8 de noviembre de 1875 empezaron a repiquetear los telégrafos entre Lima y París. Exactamente una semana después, el 15 de noviembre “hay pánico en París”: el Perú ya no puede pagar ni los intereses de su deuda. Y se desata una “inflación galopante”. Al año siguiente Juan Copello y Luis Petriconi escribieron en Lima: Hemos visto para lo que ha servido y para lo que puede servir el guano, el salitre, los ferrocarriles, los bancos, la inmigración, las grandes haciendas, y empresas (...), un malestar nuevo, profundo, inexplicable, nos devora, nos desconcierta, nos desanima, y nos amenaza de un porvenir todavía más triste.

Ciertamente, en las manos en que estuvieron no le sirvieron de nada al país. Mas lo ganado ya no se lo quitaba nadie a quienes volvieron a “hacer la América” con las riquezas del Perú. La riqueza fácil que habían conseguido los impulsaba a un derroche inaudito. Constituyendo apenas el 2 % de la población del país, concentraban en aquellos años poco más del 60 % de todo cuanto importaba el Perú.

Como colofón repetiremos otras de las amargas expresiones de Copello y Petriconi: ...para nada sirven los empréstitos sino para producir el pan de hoy y el hambre de mañana.

Leguía, entre 1919–30 –conforme anotan Burga y Flores Galindo– , estuvo “rodeado por un grupo de incondicionales que surgían de un extenso proceso de clientelaje basado en las prebendas y la corrupción” que –según indica esta vez Julio Cotler –, el propio “gobernante estimulaba”. Entre los adalides de la corrupción estuvo Juan Leguía, hijo del presidente.

El líder y presuntuoso constructor de la “Patria Nueva” actuó durante su oncenio más como alcalde de Lima que como presidente del Perú. Y a propósito de esa afirmación, habrá que admitir que la inmensa mayoría de nuestros gobernantes ha procedido igual. En Yo tirano, yo ladrón, Augusto B. Leguía se preciaba de haber gastado 77,3 millones de soles en obras públicas que casi íntegramente se materializaron en la capital: agua potable, pavimentos, alumbrado, edificios públicos (Palacios Arzobispal, Legislativo y de Gobierno), muelles y malecones, avenidas, plazas y parques, monumentos y estatuas, etc. No fue poca cosa, ello equivalía a 875 millones de dólares de hoy, que se financiaron casi en su totalidad con deuda externa.

De esa manera, para “embellecer” Lima, acrecentar la burocracia estatal, y financiar corruptelas, ésta se multiplicó por diez, pasando de 10 a 100 millones de dólares, que actualmente equivaldrían a 4 077 millones de dólares. Debe saberse que en el bienio 1926–28, “el 40 % de los ingresos fiscales los proporcionó en endeudamiento externo”.

Gran entusiasmo tuvieron en todo ello los propios banqueros norteamericanos. Y es que –como precisan Burga y Flores Galindo–, gran parte de las obras públicas fueron realizadas por la Foundation Company, filial de uno de los prestamistas”.

Mas los mismos autores proporcionan otro dato de singular importancia. En efecto, dicen: “La magnitud de los préstamos acumulados hizo que el Senado de los EE.UU., en 1931, emprendiera una investigación sobre los empréstitos colocados en el Perú por banqueros norteamericanos. Así se reveló que Juan Leguía, hijo del presidente, había recibido la suma de 415 000 dólares como gratificación por los servicios para la buena pro en la concertación de préstamos” . Esa coima financiera resultó tan jugosa como su equivalente actual de 17 millones de dólares.

Pues bien, ¿seremos capaces de procesar adecuadamente todas esas deplorables experiencias para no repetirlas? En todo caso, debemos andarnos con muchísimo cuidado. Porque todo indica que aún no hemos aprendido nada.

Para el año 2002 está previsto que, entre amortizaciones e intereses, el Perú destine el 21 % del presupuesto estatal al servicio de la deuda externa. Ello sin duda representa para el país un esfuerzo elevadísimo, “una carga” –en expresión de Mendoza, Montaner y Vargas Llosa–. De allí que tenemos obligación de examinar la posibilidad de que esa tendencia sea definitivamente revertida. No podemos seguir destinando tan grandes recursos al pago de préstamos internacionales.

Tenemos que ser capaces de evaluar bien el asunto y, de ser necesario, y posible, adoptar otra salida. El Ministerio de Economía y Finanzas presenta en INTERNET que la Deuda Pública Externa al finalizar el año 2000 se elevaba a 19 205 millones de dólares. Y, a la misma fecha, la Deuda Interna del Gobierno Central –oficialmente reconocida– ascendía a 3 225 millones de dólares. Algo deben haber variado esas cifras para fines del 2001. Lo que más bien no parece haber cambiado es la Deuda Interna oficialmente no reconocida por el Estado peruano, que se deriva de los 100 000 juicios pendientes en que está involucrado en los tribunales del país –tal como lo dio a conocer el diario El Comercio en su edición del 08–04–99.

Así como se publican los detalles de la Deuda Interna, el país también tiene derecho a conocer los detalles de la Deuda Externa. Por qué conceptos es que se tiene tal endeudamiento externo.

Es decir, ¿qué obras, qué adquisiciones, qué estudios, qué refinanciaciones y qué otros desembolsos fiscales han sido financiados con la deuda pendiente de pago? ¿Es que el deudor, el Perú, no tiene derecho a saber cuánto le debe a cada quién y por qué? ¿No es el silencio oficial, de todos los gobiernos, un sospechoso pero inequívoco signo de que sistemáticamente se nos oculta la verdad? ¿Y no resulta ese ocultamiento, a su vez, una manifestación implícita de que algo anda mal, o de que hay mucho que los gobernantes consideran que no debe conocer el pueblo? Los análisis más superficiales indican, por ejemplo, que la deuda externa es una “consecuencia de la irresponsabilidad” e “ineptitud” de nuestros gobiernos; y que “es el resultado de la mendicidad (...) ante bancos y gobiernos extranjeros a partir de los años sesenta” –como, para el caso del Perú y otros países latinoamericanos, expresan Mendoza, Montaner y Vargas Llosa –.

Presentaremos nuestras objeciones a los tres conceptos señalados: “irresponsabilidad e ineficiencia”, “mendicidad”, y “a partir de los años sesenta”. No obstante, sí es verdad que buena parte de la deuda externa actual se gestó a partir de los años sesenta del siglo recién concluido.

Y que, en una vorágine que envolvió a todos los países de esta parte del mundo –y como registran los mismos autores–, se ha pasado de una deuda conjunta de 29 mil millones a una de 450 mil millones de dólares, por lo menos hasta 1991.

¿Quién, cómo y por qué abrió tan generosamente sus bolsillos para prestarnos con tanta largueza? Bien se sabe que fue una consecuencia del bloqueo petrolero que realizaron los países árabes a Occidente, en 1973. Y también que ello dio origen a la multiplicación del precio del crudo, y, en consecuencia, a gigantescos montos de las ventas y grandes utilidades, que los países productores depositaron en Estados Unidos y Europa. Y, también, por último, que eso generó la desesperada angustia de la banca internacional por colocar esos capitales, para que con los intereses activos que pagarían los prestatarios (nuestros países), aquélla pudiera abonar los intereses pasivos que tenía que pagar a los depositantes árabes.

Los montos que depositaban en Occidente los países petroleros adquirían cada vez más tan extraordinario volumen, que si la banca no los colocaba rápidamente, y en montos igualmente elevados, la banca internacional hasta corría el riesgo de colapsar.

¿Podemos imaginar que, en ese vertiginoso y apremiante escenario, dicha banca no recurrió a cuanto expediente fue necesario para concretar sus colocaciones? ¿Seremos tan ingenuos de desconocer que, en esa vorágine, cientos de créditos se dieron incluso coimeando a los funcionarios públicos para que embarcaran a sus países en ellos, en el mejor estilo de Juan Leguía? ¿Y que el Perú, con la pobrísima historia de honorabilidad de su aparato estatal, debió ser uno de los mejores mercados para esas forzadas operaciones crediticias? De allí que, en aquellas circunstancias, muchísimos créditos se concedieron sin los más elementales estudios de factibilidad. Así, en una década, nuestros países recibieron en préstamos sumas superiores a las que habían obtenido antes en cien años.

¿Puede entonces hablarse de “irresponsabilidad” a secas? No. Ella fue compartida a plenitud por la banca internacional y nuestros funcionarios públicos y gobernantes. ¿Y puede hablarse de “ineficiencia”? De ninguna manera. Ni los que dieron ni los que aceptaron los créditos eran ineficientes. Actuaron así, inescrupulosamente, por conveniencia, para, una vez más, enriquecerse a costa de las finanzas públicas.

Siendo que, por su propia necesidad, unos tenían urgencia de colocar créditos; y, altamente motivados por su propio interés, otros tenían necesidad de aceptarlos, mal puede entonces hablarse tampoco de “mendicidad”.

¿Qué se hizo en el Perú con los cuantiosos préstamos conseguidos entre 1973 y 1980? ¿Puede alguien responder cabalmente a esta interrogante, sin dejar un centavo en el aire? ¿Cuáles fueron los proyectos que a su vez eran capaces de generar los fondos para cancelar su financiación? ¿Acaso la mayoría? Definitivamente no. Si los hubo, fueron una minoría insignificante. En todo caso, en los archivos del Ministerio de Economía deben estar las pruebas que, eventual aunque muy difícilmente, puedan desmentirnos. Entre tanto, la hipótesis seguirá en pie.

Puede decirse que los préstamos internacionales, gruesa y esquemáticamente, se clasifican en dos tipos: para inversiones reproductivas o para proyectos no reproductivos. Aquellos son, por ejemplo, los que se conceden para construcción de hidroeléctricas, proyectos mineros y petroquímicos, plantas industriales, etc. Y, por excepción, los destinados a algunas obras de infraestructura casi inmediatamente reproductivas, como puede ser el caso de puertos, aeropuertos u oleoductos.

No reproductivos son, en cambio, tanto muchos de los que se destinan a inversiones capitalizables, como aquellos que se destinan a gasto. Entre los primeros se cuentan, mayoritariamente, los préstamos con los que se financia carreteras y caminos rurales, hospitales y postas, escuelas y universidades, cárceles, sistemas de agua y alcantarillado, adquisiciones de otros bienes de capital, etc. Permiten que un país incremente sus activos. Mas nunca la obra misma, o la adquisición, y menos a corto plazo, genera los recursos para el repago de la deuda. Estos son, no obstante, aquellos a los que más afectos son los organismos financieros internacionales, y más adictos los gobiernos de turno.

Los préstamos internacionales, por último, muchas veces financian sólo gastos, es decir, operaciones no reproductivas ni capitalizables. Son aquellos préstamos destinados, por ejemplo, a solventar las planillas de élite en la administración pública. O a financiar adquisiciones de armamento. O para cubrir los déficit del presupuesto estatal. Pero también los que tienen por objeto, en las operaciones de refinanciación, cancelar intereses de créditos precedentes. Y, por su puesto, los que están destinados a proyectos o adquisiciones inservibles (como aquellos barcos ya citados que nunca pudieron navegar). O los destinados a esas carreteras que después duran menos que el tiempo que demandó construirlas. O aquellas fracciones de los créditos destinadas a solventar las coimas que perciben los funcionarios estatales que gestionan y/o aceptan operaciones crediticias amañadas.

Aun sin disponer de cifras para un recuento sintético, de la información publicada en la prensa de los últimos treinta años, no nos cabe la más mínima duda de que los préstamos internacionales concedidos al Perú para proyectos de inversión reproductiva son los menos numerosos; y, en conjunto, representan un volumen significativamente menor a la suma de los otros.

Así, los créditos destinados a inversiones capitalizables aunque no reproductivas, y los concedidos para cubrir gastos corrientes del Estado, tienen que cancelarse con los tributos que paga la sociedad peruana. Es decir, con un presupuesto estatal que, a todas luces, es intrínsecamente deficitario, e irracional, en tanto cubre aberraciones de gasto como las que se ha señalado antes y extensamente.

¿Qué podemos esperar los peruanos de un presupuesto estatal como en nuestro, en el que un 21 % está destinado a cubrir la deuda externa, un 10 % adicional a cubrir gastos de defensa cada vez más discutibles, y todavía otro 20 % a solventar gastos absolutamente inútiles (planillas excedentarias de funcionarios activos y de pensionistas), y de los que, por el tiempo que tienen de vigentes, será bastante difícil que nos desembaracemos? Entre tanto, no podemos sino sentir alarma cuando se nos anuncia que para el año 2002 el Banco Interamericano de Desarrollo –BID– dará préstamos al Perú por 340 millones de dólares, según anuncia con alborozo El Comercio 288; indicando además que esa cifra podría repetirse y hasta incrementarse en el 2003.

A tales efectos, conforme indica el diario en mención, Vladimir Radovic, representante del BID en el país, explicó que la atención se enfocará en “temas como modernización del Estado, descentralización, competitividad y posiblemente a armar un programa de apoyo a la incorporación de nuevas tecnologías”. Es decir, en ningún caso a rubros que contribuyan directamente al repago de la deuda. Dentro de ese esquema, pues, nunca podremos disminuir sensiblemente la carga de la deuda externa dentro del presupuesto fiscal. Pobre como es y lánguido como está, ¿podemos imaginar al Estado peruano cubriendo a corto plazo las inmensas carencias históricas y consecuentes grandes demandas de la población? No, de la pobreza franciscana del Estado peruano, centralista, ineficiente y corrupto, nada podemos ni debemos esperar.

Sólo podremos avanzar cuando seamos capaces de reformular drásticamente la estructura del presupuesto fiscal. Esto es, y como se mostró anteriormente a título de ilustración, cuando seamos capaces, por ejemplo. de disminuir la carga por deuda externa del 21 al 10 % de nuestro presupuesto, y los gastos de defensa al 5 % del mismo. Sólo con esas proporciones habrá significativamente mayores recursos para inversión y para gasto social. ¿Cómo disminuir la carga del servicio de la deuda externa? ¿Acaso limitando unilateralmente los pagos, como en silencio pero en la práctica se hizo durante el segundo gobierno de Belaúnde, o como estentóreamente se promocionó durante el de García? Ciertamente no. Tenemos que ser capaces de soluciones más ingeniosas. Y las hay.

¿Han sido relevantes las mejoras observadas en el Perú en mérito a lo ejecutado con los préstamos internacionales? ¿Dónde y en qué? ¿Para qué entonces nos endeudamos, para qué seguirnos endeudándonos? Paremos ese carro. Detengámoslo del todo. En seco y sin miedo. De golpe y sin remordimientos. Por ningún concepto, absolutamente ninguno, volvamos a endeudarnos, por lo menos hasta que la carga por ese concepto baje al 10 % de nuestro presupuesto.

Entre tanto, no debemos solicitar créditos extranjeros ni para equipar a los bomberos –a propósito de una propuesta de endeudamiento que para ese objetivo formuló el 5 de diciembre del 2001 el Comandante General del Cuerpo de Bomberos Voluntarios del Perú–. Tampoco para escuelas ni hospitales. Menos aún para comprar armamentos o para cubrir déficit fiscal. Para nada. Amarrémonos los cinturones del todo y resolvamos internamente lo que se pueda y como se pueda.

La insólita propuesta, sin embargo, y obviamente, no podrá hacerla ni sostenerla un gobierno centralista. Y menos en el actual Estado grotescamente ineficiente e intrínsecamente corrupto.

No, ese “sacrificio”, ese radical planteamiento, sólo podrá postularse y llevarse a cabo en el contexto de la descentralización; o, mejor, de un genuino y profundo proceso de descentralización del país. Sólo las autoridades regionales y el gobierno resultantes tendrán autoridad moral para plantear y llevar a cabo una pro-puesta tajante, rotunda y saludable como ésa.

En ese nuevo y tan distinto escenario, deberá corresponder a la banca interna atender todas las solicitudes de crédito. Mas para ello, y como parte de los cambios radicales, el Estado, tanto a nivel del país como de las regiones, no podrá reivindicar más que sus activos no son hipotecables e inembargables. No, quien no paga en efectivo o con servicios, sea quien fuere, deberá pagar con activos fijos o móviles, pero pagar.

Ya veremos si en ese contexto la banca interna no se dinamiza y crece. Y ya veremos cómo ella misma, en función de sus propios y legítimos intereses, no coadyuva a la aglutinación de los campesinos para concederles créditos cooperativos con garantías hipotecarias solidarias, por ejemplo. Y ya veremos cómo instala agencias hasta en los distritos más alejados para manejar los fondos que éstos obtengan y deban manejar en virtud de la descentralización.

Y para coadyuvar a ese proceso, tanto para dinamizar el crédito interno cuanto para asegurar los intereses de las poblaciones locales, deberá desterrarse el principio centralista de que los recursos no utilizados hasta fin de año revierten al tesoro público. No, no debe revertir ni un céntimo. Ya sabrán las autoridades locales cuándo y cómo utilizar los recursos de que dispongan. De lo contrario, por lo dejado de hacer y/o lo mal realizado, responderán frente a sus pueblos.

¿Seremos capaces de hacer todo ello? En buena hora. ¿No?, entonces atengámonos a las consecuencias. Pues, aunque sean cada vez más estridentes los cantos de sirena que lleguen de afuera, el endeudamiento externo no sólo no resuelve nada, sino que nos ahoga cada vez más desesperantemente.

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