Rebelión contra el centralismo

 

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Alfonso Klauer

Expropiación, fracaso, privatización

En el vaivén de las reglas de juego político–jurídicas en el Perú, hay una que sin embargo merece párrafo aparte, aquella en la que, sin tregua y sin excepción, se ha pasado de la expropiación a la privatización, fracaso de por medio.

En nuestra historia, y aunque todavía poco conocida, la primera experiencia de este género –como se ha visto–, se dio durante el gobierno de Manuel Pardo, con la expropiación de las salitreras de Tarapacá. El fracaso no pudo ser más rotundo. Y la privatización, a la postre, se concretó a través de la guerra. El Perú, pues, terminó perdiendo soga y cabra. Mas no puede obviarse que las motivaciones de Pardo, traicionando abiertamente su propia ideología liberal y antiestatista, fueron única y exclusivamente mezquinas. Actuó movido sólo por sus intereses económicos.

La segunda gran experiencia peruana de este género se dio durante las últimas tres décadas del siglo pasado. Se inició con la larga serie de expropiaciones que, como supuesta reivindicación nacionalista en todos los casos, llevó a cabo el gobierno militar encabezado por el general Velasco. Entre muchas otras quedaron incluidas en la lista la International Petroleum Co., que dio paso a PetroPerú; Marcona Mining Co., que dio paso a HierroPerú; la siderúrgica de Chimbote, que dio paso a SiderPerú; las instalaciones minero–metalúrgicas de la Cerro de Pasco Corp., que dieron origen a CentrominPerú; los múltiples complejos de extracción y procesamiento pesquero que dieron paso a PescaPerú; las grandes empresas azucareras, de las que surgieron las Cooperativas Azucareras, etc. Y ciertamente todos los grandes medios de comunicación masiva. A todo lo cual se sumó la creación de un grande número de nuevas empresas estatales de muy distinto género, y el forzado engrandecimiento de muchas de las previamente existentes.

Así, desde las postrimerías de 1969 hasta 1975, el Estado peruano se hizo cargo de un número indeterminado de empresas, pero que fácilmente pasaban de doscientas. Desde gigantescos conglomerados de exploración, explotación, industrialización y comercialización petrolera, hasta insignificantes cines de barrio. Poco se sabe sin embargo del resultado de la gestión económica de todo ese variopinto conjunto hasta 1980.

Entre 1980 y 1990, salvo la devolución de los medios de comunicación a sus propietarios, el primer día del gobierno de Belaúnde, en julio de 1980, nada hicieron ni ése ni el gobierno de García en relación con el cambio de propiedad de las empresas que habían sido expropiadas durante el gobierno militar. Sí, en cambio, hicieron todo cuanto estuvo a su alcance para que la gestión empresarial tuviera desastrosos resultados.

Si ya desde el principio los procesos expropiatorio y de gigantismo estatal fueron objeto de acres e incluso justificadas críticas, los deplorables resultados económicos pasaron a constituirse en un agravante inigualable: las empresas estatales generaban 2 mil millones anuales de pérdidas al Estado y, en consecuencia, al país. En diez años el despropósito alcanzó una magnitud muy cuantiosa.

En ese contexto, insistente y unánimemente, el mensaje fue uno: el Estado es un mal empresario; y, en consecuencia, debe deshacerse de todas y cada una de sus empresas. Si eventualmente hubo opiniones distintas –por lo menos distintas a las de los liberalismos y estatismos a ultranza–, nunca tuvieron eco en los grandes medios de comunicación por lo menos. Así, el país fue fuertemente inoculado con ese mensaje y sólo con él. Fue imposible cultivar una posición ecléctica. Y es que, obviamente, pudo plantearse posiciones intermedias.

Porque si bien no había la más mínima justificación para que el Estado tuviera en sus manos todo el numeroso y amplio espectro de empresas que poseía, sí había justificación para que retuviera algunas. Por lo menos aquellas que, bien manejadas, podían constituirse en un fuerte rubro de ingresos al fisco. El quid de la cuestión era entonces demostrar que no necesariamente el Estado es un mal empresario. Y que es malo sólo cuando están encaramados en él grupos a los que el país realmente no les interesa un ápice, y para los que el Estado no es sino un botín particular. Para gentes así, claro está, empresas estatales eficientes, en las que no pueden meter sus ambiciosas manos, son lo último en lo que piensan.

Resulta muy curioso –pero también altamente sospechoso de la recta intención de más sectarios antiestatistas liberales–, que estando tan cerca, y sirviéndoles de modelo cuando les conviene, a este respecto hayan grotescamente obviado en sus análisis el caso de Chile.

Recordémoslo escuetamente, porque resulta de enorme interés. En 1971, durante el gobierno de Salvador Allende, el Congreso chileno expropió todas las empresas cupríferas existentes en Chile. Así, las instalaciones de Anaconda Cooper Co., Braden Cooper Co. y Cerro Corporation pasaron a formar parte de la Corporación Nacional del Cobre –CODELCO–.

De 1973 en adelante, la económicamente ultraliberal dictadura militar chilena –modelo insigne para muchos de los más sectarios liberales peruanos–, pudiendo privatizar la industria del cobre, no lo hizo. Y, en las tres décadas transcurridas, lo último que puede sostenerse a partir de ese caso es que el Estado es necesariamente un mal empresario.

De lo contrario, CODELCO de Chile no podría preciarse de ser “el primer productor de cobre del mundo”. Ni, menos todavía, de ser “una de las empresas más rentables de la industria [cuprífera en el mundo]”. Ni, más aún, ufanarse de que sus aportes al fisco chileno “equivalen en promedio al 8 % de los ingresos fiscales totales” (tanto como 1 400 millones de dólares anuales).

Durante los debates previos al proceso de privatización –si a ello podemos denominarle “debates”–, tampoco se dijo, por ejemplo, que si no hubiera en el país técnicos suficientemente capaces para manejar la gran minería estatal –para citar un caso–, una solución era, vía concursos internacionales, contratar el servicio de gerencia.

Ni se dijo tampoco que, en el caso de diversas empresas –como las de la gran minería, siderurgia, petróleo, generación y distribución eléctrica–, el Estado debía retener por lo menos un 25 % del paquete accionario. Porque –como se verá más adelante, en el segundo tomo–, ello habría permitido al Estado obtener millones de dólares de utilidades que hoy benefician exclusivamente a grandes intereses privados, nacionales y extranjeros.

Se calló también en todos los idiomas que –siendo el Estado supuestamente siempre un mal empresario– sería un absurdo privatizar empresas peruanas vendiéndolas a empresas estatales de otros países. Y el inverosímil absurdo tuvo lugar. Así, la única productora de mineral de hierro del país, Hierro Perú, fue vendida a una empresa estatal china, Shougang, dando paso a Shougang Hierro Perú, cuyo manejo a todas luces viene dejando mucho que desear. Así, con la información de que hoy dispone el país, resulta pertinente indagar cuán técnicamente impecable fue dicho proceso de privatización.

Y, por último, no se dijo tampoco que, en innumerables casos, en vez del traspaso de la propiedad de por vida, altamente plausibles eran contratos de concesión a plazo fijo (30–40 años), tras los cuales el Estado podía volver a obtener ingresos celebrando nuevos contratos similares.

Ojalá, sin embargo, que todavía haya lugar a considerar algunas de estas ideas en el contexto del proceso de descentralización, habida cuenta de que aún hay diversas empresas en las cuales podrían ponerse en práctica, como alternativa a la privatización de por vida. Pensamos, por ejemplo, en el caso de la Central Hidroeléctrica del Mantaro, SEDAPAL, lo que queda de Petro Perú, el puerto del Callao y quizá alguna otra.

Entre tanto, con la aquiescencia de la mayoría de los peruanos –debemos admitirlo y asumir nuestra responsabilidad–, la dictadura fuji–montesinista dio paso a su implacable y, política y moralmente muy cuestionable, proceso de privatizaciones.

Así, según puede deducirse de la información oficial, sobre 6 472 millones de dólares obtenidos a diciembre del 2000, por lo menos 3 300 millones de dólares han sido consumidos, 2 100 millones son mantenidos en reserva, y el saldo supuestamente ha quedado invertido, aunque en muchos casos escandalosamente mal invertido en obras ya inexistentes (aunque resulta imposible establecer la magnitud de esta inútil dilapidación).

En síntesis, la privatización ha dado paso a que el país se descapitalice en cuando menos 3 300 millones de dólares Y también ha dado curso a que, cuando menos en el caso de Aero Perú, de las “siempre eficientes” manos privadas desaparezca para siempre una empresa importante.

Y a que el Estado peruano deje para siempre de percibir utilidades a que tenía derecho. Y, en las especialísimas circunstancias en que se dio, a fortalecer a la inicua mafia que tuvo en sus riendas el quizá más centralista gobierno de nuestra historia. Es decir, y para así incluirlo en nuestro recuento, bien puede sostenerse que entre estatizaciones absurdas y el inverosímil manejo de las privatizaciones, el Estado peruano ha perdido tanto como 25 mil millones de dólares.

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