Rebelión contra el centralismo

 

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Alfonso Klauer

Coimas, negociados, corruptelas, evasión tributaria

Hasta los menos analíticos y más superficiales de los estudiosos del fenómeno del subdesarrollo en nuestros países, admiten que, más allá de la buena voluntad y honestidad de algunos componentes del sistema gubernamental, el conjunto de los más importantes miembros de los mismos se ha venido alzando con por lo menos un 5 % de promedio de coimas sobre el valor de las adquisiciones del Estado (gastos corrientes más gasto de capital).

Así, en el período bajo estudio, por ese concepto habrían fugado de las arcas fiscales aproximadamente otros 3 012 millones de dólares, cuando menos.

Mas hay coimas y coimas. No es lo mismo que un funcionario pida y reciba 10 % de coima, que, para grandes negociados, orqueste las cosas para obtener dos o tres veces (200 % o 300 %) el valor de una obra sobre la que decide a nombre del Estado. Sin embargo, sobre éstos, podría establecerse incluso distintas gradaciones.

Quizá el más grande a lo largo de nuestra historia fue el que se dio en el siglo XIX durante la construcción de las únicas líneas férreas de que hoy dispone el Perú, y de las que su principal constructor fue el ingeniero norteamericano Enrique Meiggs. William Clarke, amigo, e informado por éste, confesó que con las 40 mil libras esterlinas que se pagaba en el Perú por cada milla férrea, podían hacerse cuatro en Europa. El equivalente actual sería 39 millones de dólares por kilómetro. Y es que, como admitió el propio Meiggs, con esa suma cubría tanto lo que le “requería el Presidente como los amigos del Presidente”.

Aprendiendo fiel y puntualmente de los aspectos de fondo de esa inaudita experiencia, el Perú asistió en las primeras décadas del siglo pasado a otra estafa, que no por más ingeniosa fue menos dañina. Durante el gobierno de Leguía, en efecto, se contrató un empréstito internacional para la construcción de una carretera de la costa a Huancavelica. Los recursos, sin embargo, se gastaron en otros objetos, incluidos muy posiblemente muchos ilícitos, pero no en el previsto. Hasta que se venció el plazo que se había previsto para la ejecución del proyecto. Así las cosas, los “asesores” del presidente Leguía, con su consentimiento, no tuvieron mejor idea que hacer llevar en hombros un vehículo para fotografiarlo en la plaza de armas de un pueblo cordillerano, para que resultara la evidente demostración de que la obra había sido ejecutada. Pero se cree que esta misma experiencia la vivió también Chachapoyas.

Resultan aprendices de brujo, aunque no por ello han dejado de perjudicar al país, aquellos que, en el siglo que acaba de terminar, trajeron al Perú buques mercantes inservibles que nunca llegaron a navegar una sola milla y terminaron oxidándose frente al Callao. O los que, mediando un préstamo atado español, trajeron al país equipos y maquinarias sobrevaluadas en seis millones de dólares de la época, que a valor presente significan tanto como 12,5 millones de dólares. O los que han construido pequeños o medianos tramos carreteros al doble de su precio, y la mitad de calidad, etc.

Es virtualmente imposible precisar el valor de esta modalidad de perjuicio económico al país. Quizá ni con una investigación larga y costosa. No obstante, como a todas luces es un rubro de gran significación, no podemos obviarlo del todo. De modo que, en el mejor estilo de los estudios de factibilidad, lo incluiremos dentro del genérico rubro “Otros”, en el recuento final, y asignándole un modesto 5 % sobre el subtotal previo que resulte.

Pero hay más. Infinidad de obras públicas y adquisiciones, cuando no son de mala calidad son absolutamente inservibles: pistas y carreteras que no duran dos años; cárceles casi inservibles; escuelas que se caen solas; tractores y otros equipos que no duran ni el tiempo legal estipulado para depreciarlos; medicinas con fecha de vigencia ya caducada; patrulleros que no duran tres años; o, a la inversa, inútilmente costosas motos y camionetas rurales para el medio urbano; etc., etc., y etc.

Mención aparte merecen aquellas obras que, faraónicas o menudas, se emprenden por subalternas razones electoreras, sin el más mínimo estudio previo, ya fuera técnico, económico o financiero. Quizá el máximo exponente se ese género sea el por 15 años detenido proyecto del tren eléctrico de Lima. Como parte de nuestros inauditos excesos de irresponsabilidad política e indolencia ciudadana, tenemos en lo poco que se hizo de él el más costoso mural decorativo del planeta, exactamente como si nos sobraran los recursos. ¿Puede estimarse el desperdicio por esos conceptos? Sí.

Fácilmente representan el 30 % del monto de los gastos en inversión y otros bienes de capital realizados en el período en cuestión dentro del presupuesto del Estado. Esto es, 18 070 millones de dólares, vil e impunemente botados a la basura. No obstante, en dicho período nunca funcionario público alguno fue a la cárcel por ello.

Hay sin embargo un rubro en el que se combinan tanto coimas como adquisiciones que, si bien no son siempre inservibles, podrían ser harto discutibles: las compras de equipos militares (que nunca figuran en las cuentas de gasto de capital).

El antecedente más remoto del que se dispone de una adquisición para fines militares, con gruesa coima de por medio, es el de las célebres corbetas Unión y América. Ambas, naves gemelas, fueron construidas en 1865 por los astilleros Verns, en Nantes, Francia. La América tuvo pésima fortuna. A tres años de construida sucumbió en un maremoto frente a las costas de Arica. La Unión en cambio, tras intervenir en el combate de Abtao contra la escuadra española, acompañó al Huáscar durante los combates navales contra Chile, y fue hundida por los propios marinos peruanos para evitar que cayera en manos de la escuadra chilena.

Sus constructores, y los compradores –como puede comprobarse en INTERNET –, se preciaban de que tuvieran 243 pies de eslora, un desplazamiento de 1 600 toneladas, motores de 500 caballos de fuerza, un andar que fluctuaba entre 12,5 y 13 nudos, dotación de 180 hombres, catorce cañones Voruz, etc.

Lo que no se dice en INTERNET es que costaron en total al Perú 4,4 millones de francos, o, si se prefiere, el equivalente actual de 470 millones de dólares, por lo menos. Y lo que tampoco se difunde es la valiente denuncia que, en su momento, hizo el Ministro Guillermo Bogardus. Éste, en efecto, hizo saber al presidente Prado que, por confesión de un agente de los propios constructores, los compradores peruanos, Manuel Pardo y uno de sus cuñados Barreda, habían hecho elevar el precio original de 3,4 millones de francos, cifra que, por añadidura, ya incluía “comisión y prima a los que interviniesen en el negocio”.

Pardo y Barreda se hicieron inescrupulosamente de un millón de francos de comisión, o, lo que es lo mismo, el equivalente a 106 millones de dólares de hoy. Prado por supuesto no se hizo eco de la denuncia, sino que, más aún, nombró a Pardo como su Ministro de Hacienda. Así, éste, cinco años más tarde, bien entrenado, con bastante conocimiento de causa, al asumir la presidencia de la república declararía muy suelto de huesos –y para impactar al auditorio y a la Historia–: “Abramos los ojos, no malgastemos, no derrochemos como locos”.

El Huáscar –como está dicho–, había sido mandado a construir el año anterior que las mencionadas corbetas. ¿Hubo también gran negociado de por medio? Cómo dudarlo, si los actores, familiares y amigos entre sí, eran los mismos. ¿Puede ya entenderse por qué todos conocemos y muchos siguen brindando elogios a los delincuentes –Prado, Pardo y Cia.–, mientras que nadie, en cambio, conoce y celebra la valentía de don Guillermo Bogardus? ¿Merecerá Lima tener avenidas con los nombres de aquéllos, y ninguna con el de éste? Desde muy antiguo se sabe que los proveedores internacionales de armas se cuentan entre los comerciantes menos escrupulosos.

Y que en las ventas de armas de país a país, sea por ofrecimiento del vendedor y/o a pedido del comprador, el valor de la sobrefacturación queda depositado en los paraísos fiscales.

Pues bien, en ausencia de más información –salvo la que se ha conocido en el Perú sobre las grotescas e igualmente corruptas compras de armamentos en la década pasada–, asumamos que nuestro país, en promedio, ha adquirido equipos militares por 200 millones de dólares anuales de 1940 en adelante.

Y, conservadoramente (porque hay casos en que la coima equivale y hasta supera el valor de la compra), asumamos que las comisiones indebidas han sido del orden de 15 %. Sólo por este concepto el presupuesto del Estado habría tenido entonces un forado adicional de 1 800 millones de dólares.

Muy probablemente nos quedemos cortos. Porque entre las investigaciones que sacuden todavía al país, las que analizan las compras de armas sólo de la década 1990–2000, estiman que las coimas han bordeado la apreciable suma de 800 millones de dólares.

Las investigaciones públicas constituyen en sí mismas una seria amenaza tanto para quienes han delinquido como para quienes tienen en mente hacerlo. Pero nada arredra a los más inescrupulosos.

Así, el Perú del 2001–2002, entre los gobiernos de Paniagua y Toledo, con innumerables, harto publicitadas y amedrentadoras investigaciones y encarcelamientos en curso, ha asistido al inaudito caso de una venta no autorizada de aviones de entrenamiento de la Fuerza Aérea a un remoto país africano. ¿Quién moraliza a los moralizadores de turno? Frente a tamaños estropicios, los “cabecillas” de las mafias que se relevan en el Gobierno, saben que “no se la pueden llevar solos”, porque no sólo sería exageradamente escandaloso, sino hasta peligroso, porque podría peligrar su impunidad. Requieren involucrar a la mayor cantidad de “cómplices” que sea posible. Se deja entonces que la burocracia menor haga de las suyas.

Así, además de las pequeñas coimas, canibalizaciones de vehículos y mil otros géneros de corruptelas que se deja hacer a cuanto pinche funcionario se anima a ello; también se permite a otros, tan o más avezados, y en cuanta dependencia pública existe, fraguar jubilaciones y pensiones, y, vía el nepotismo, hacer ingresar a sus allegados (familiares, amigos, sobrinos, amantes, etc.). Por lo demás, cómo dejarlo de lado, si cuantitativamente resulta lo más significativo: todos los partidos en el gobierno, unos más otros menos, han ido llenando las dependencias públicas con miles y miles de correligionarios, simpatizantes y advenedizos, para asegurar clientela política para la campaña electoral siguiente o la subsiguiente. Memorables han sido las masivas incursiones de burócratas nuevos durante los gobiernos de Belaúnde, Velasco y García.

Para terminar, y para seguir siendo consecuentes con uno de los principios a los que reiteradamente se ha aludido a lo largo del texto (se accede al poder para beneficiarse de él), queda pues revisar la evasión tributaria. Como bien se sabe, ya sea en actividades formales o informales, ésta se da en múltiples formas y magnitudes, y, perjudicando la economía del Estado, beneficia a grandes, medianos y pequeños comerciantes, empresas del más variado género y profesionales liberales.

Se da captando impuestos al momento de la venta o de la facturación de un servicio, sin entregarlos al Estado o entregando sólo una fracción. Se da fraguando la contabilidad para arrojar pérdidas ficticias o menores utilidades. Se da a través del contrabando, la subvaluación de importaciones, el dumping, la elusión, etc.

También la primera gran evasión tributaria se dio en nuestro suelo se concretó el día del reparto del rescate de Atahualpa. Allí, mintiendo sobre la cantidad de metales preciosos que se había fundido, el capitán de la conquista dejó de remitir al gobierno imperial una suma tan grande como 827 millones de dólares de hoy.

Hoy en el Perú, la presión tributaria, que no es sino el porcentaje del PBI que se capta en impuestos, es del orden del 13 %. En sus mejores momentos ha alcanzado a ser 18 %. En Chile en cambio, y como está dicho, es hoy del orden del 24 %, esto es, 11 puntos porcentuales más, o, si se prefiere, es casi el doble que la nuestra. Y en muchos países desarrollados alcanza al 30 %.

Muy difícilmente se nos aceptaría que estimáramos que el promedio de evasión tributaria haya sido en todos estos años tan alta como 10 % e incluso 5 % de nuestro PBI. Permítasenos asumir, muy conservadoramente a nuestro entender, que fue el orden de 2 % anual. Pues bien, ello representa que el Estado peruano ha tenido, de 1940 al 2001, un nuevo forado de, cuando menos, 40 156 millones de dólares.

Conociendo como conocemos a nuestro país, no tenemos la más mínima duda de que la cifra correcta, si realmente pudiese estimarse, es mayor. Sobre todo porque el efecto del contrabando podría decirse que no está adecuadamente incluido en ese total. Pero en fin, dejémosla así. Las cifras de un párrafo anterior sugieren claramente que hay una relación directa entre desarrollo y presión tributaria: ésta es mayor cuanto mayor es aquél. Ello es inobjetable. A más desarrollo, más formalidad, más control y menos evasión. Y ciertamente, más riqueza, y riqueza mejor distribuida; y en virtud de ello, más amplio espectro de contribuyentes (masa tributaria), etc.

Pero no es en ello en lo que queremos poner énfasis. No sólo porque es muy obvia, sino porque además está bien estudiada esa estrecha relación desarrollo / mayor presión tributaria. La que a nuestro juicio no está suficientemente bien estudiada es en cambio la relación subdesarrollo / evasión.

Pongámoslo en los siguientes términos, ¿por qué entre países igualmente pobres y subdesarrollados, hay algunos, como el Perú, donde la evasión tributaria es mayor? Más de una vez se ha dicho, con bastante sentido común y conocimiento de la realidad, aunque por lo general en tono más bien complaciente y hasta frívolo, que en el país evadir impuestos es un “deporte nacional”.

O, ¿por qué en países como el nuestro la evasión tributaria es un asunto masivo, en el que de una u otra manera estamos todos involucrados; mientras que en otros países, tan o más subdesarrollados que el Perú, la evasión tributaria es apenas un asunto marginal, que involucra a pocas personas y empresas. ¿Por qué, pues, entre nosotros evadir impuestos es la “norma”, cuanto en otros lados es más bien la “excepción”? No es solamente un asunto de “valores” y en consecuencia de honestidad. Ya podrá gastarse la plata que sea en “campañas de valores”, lo que por cierto no está mal. A nadie perjudica.

Es obvio sin embargo que, más allá de los réditos en imagen que obtengan las empresas que financian esas costosas campañas, los resultados efectivos, como disminuir la evasión tributaria por ejemplo, serán pobrísimos. Porque con ellas no se ataca el fondo de la cuestión Quizá la mejor evidencia de que no es sólo un asunto de valores nos la ofrecen aquellos miles y miles de compatriotas nuestros que, evasores como pocos, basta que pisen el suelo de norteamérica y se constituyen en puntuales contribuyentes. ¿Adquirieron los valores en un vuelo de pocas horas? Bien saben los sicólogos que ello no se da, es imposible que ocurra. Adquirir valores, y poner invariablemente en práctica las conductas consecuentes, es un asunto de años.

¿Sólo entonces por el temor al castigo? Tampoco, porque de lo contrario no frasearían, como es habitual escuchar, “es que en Estados Unidos sí se usan bien los impuestos”. Es decir, una vez en Norteamérica (pero también en Canadá, Europa o Australia), no sólo no surge miedo sino hasta asoma entusiasmo. En nuestro país, en cambio, nunca ha habido el más mínimo entusiasmo a la hora de pagar impuestos. Y, más bien, hasta nos asoma fastidio, cuando no rabia e indignación hacerlo. Porque todos hemos intuido siempre que los impuestos en el Perú nunca han sido bien utilizados. Siempre hemos sospechado que buena parte de los mismos termina en bolsillos en donde, de buen grado, nunca queremos ni tenemos porqué poner ni un céntimo.

Pues bien, al cabo de los apretados análisis realizados, y de las cifras resultantes, cuyo resumen presentamos más adelante, tenemos perfecto y legítimo derecho a dejar de sospechar. No, debemos tener la más absoluta certeza de que los impuestos que se llega a pagar vienen siendo sistemática y deplorablemente mal utilizados. De allí, pues, que sea tan frecuente la evasión tributaria.

Mas aún no hemos llegado al fondo de la cuestión. Apenas sabemos por qué se evade. Aún está claro quién, cómo y por qué ha diseñado un sistema tan pernicioso.

En un principio, tanto durante la Colonia como a inicios de la República, a través del Estado, los pequeños contribuyentes vieron retornar los impuestos que pagaban ya sea bajo la forma de pobres caminos rurales, una que otra escuela y alguna capilla.

La gran mayoría de los medianos contribuyentes vio florecer con sus impuestos a la “Ciudad Jardín”, con sus grandes parques, ala-medas y catedrales. Y los grandes contribuyentes disfrutaron no sólo de esto último, sino también del fruto de sus grandes negociados desde y/o con el Estado (como el del guano, la Consolidación de la Deuda Interna, o la construcción de ferrocarriles) y de la gran evasión tributaria (que se inauguró el día mismo en que se repartió en Cajamarca el rescate de Atahualpa).

¿Quién podía impedir la realización de los grandes negociados y la gran evasión tributaria que realizaban los grupos de poder? ¿Ese Estado que, como el gato de despensero, estaba precisamente en manos de los “grandes contribuyentes”, es decir, de los mismísimos grupos de poder? ¿Ese Estado en que los grupos de poder que lo manejaban, cuando en algún momento perdieron el control del mismo, fueron capaces de traer al ejército chileno para recuperarlo? ¿Habría sido lógico esperar que los grupos de poder se controlaran y sancionaran a sí mismos? Sin embargo, ni con la más severa cautela ni el más cuidadoso sigilo, quienes perpetraban las grandes estafas al Estado peruano pudieron evitar que el asunto trascendiera y llegara a oídos de otros, cada vez más numerosos, vía el consabido chisme o el consabido dato de primera mano.

Ya en Cajamarca el conquistador no tuvo cómo disimular su evasión tributaria. De ella se enteraron tanto el cura Valverde (que no aceptó recibir ni un ápice del rescate), como el más torpe de los soldados. Ese día pues, si para entonces todavía le quedaba alguna, el conquistador perdió toda autoridad moral para sancionar cualquier delito.

Pero, además, cuánta rabia invadiría al más avispado de los jinetes españoles, y por mediación de éste a los demás, al saber que el conquistador estaba ganando 625 veces más que cada uno de ellos. Así, y hasta para cuidar su pellejo, aquél no tuvo más remedio que conceder a sus hombres carta blanca para todo tipo de tropelías que les permitieran remontar la diferencia.

De allí en adelante, y para todos sus efectos, el sistema funcionaría idéntico. De ese modo, para preservar el disfrute de sus privilegios, durante la República los grupos de poder también tuvieron que dejar que el resto de los empleados públicos metieran la mano a los recursos del Estado, recibieran coimas e hicieran sus pequeñas corruptelas, etc. Sin embargo, terminando su jornada de trabajo, el burócrata era un simple ciudadano con un pequeño negocio en su casa.

Sabiendo ya adónde van a parar los impuestos, se negaba entonces como comprador a pagar el que correspondía a las transacciones comerciales: “sin factura nomás”, pasó a ser su estribillo. Con lo que la brevísima expresión le ahorraba un nada despreciable 18 %.

Pronto los hermanos y el resto de la familia se enteraron de cuán “vivo” era el buen burócrata, y cuán rentable el asunto. Pero también el tío abogado y el primo médico. Y después todo el mundo. Que, además, adquirió conciencia de que el asunto era intrascendente, no pasaba nada, nadie iba a la cárcel por eso. Así se convirtió el asunto en “deporte nacional”.

Pero a medida que el sistema económico se fue “modernizando”, y los tecnócratas incorporados al Gobierno fueron importando modelos de control y fiscalización, y hasta de sanción, paradójicamente, se fue exacerbando y afianzando el centralismo.

Porque había que hacer “lobbies” para todo. Para conseguir exoneraciones tributarias, para que bajen los aranceles del negocio propio, para que suban los aranceles y se impongan restricciones a la competencia extranjera, para que los funcionarios se hagan de la vista gorda ante una infracción, evasión o una corruptela.

Para todo. Había que estar cerca del poder. Había entonces que estar en Lima. Y si la empresa quedaba en provincias, había que dejar allá la planta industrial y traer a la capital las oficinas, etc., etc., y etc.

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