Rebelión contra el centralismo

 

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Alfonso Klauer

Estímulo, cada vez más estímulo

Estímulo y sanción –lo saben mejor que nadie los especialistas–, son los dos grandes recursos para formar y educar a los individuos, pero también a los pueblos. Nuestro paternalismo autoritario, y esencialmente corrupto, ha creado en cambio entre nosotros, como uno de sus más graves engendros, y como está dicho, una sociedad virtualmente esquizofrénica.

No porque no existan el estímulo y la sanción. Sino porque se aplican exactamente en el sentido inverso a como se debería. Entre nosotros, históricamente, se estimula o premia lo que se debe castigar, y se castiga o sanciona lo que se debe premiar.

A consecuencia de ello, históricamente en el Perú ha sido más fácil ser deshonesto y hasta corrupto, que ser digno y honorable. El sinvergüenza en nuestro país ha sido siempre calificado de “vivo”. Es decir, y sin más, pertenece al mundo de los vivos.

La persona honorable, en cambio, y por comparación, pertenece entonces al mundo de los muertos. ¿Quién puede negar que en el Perú es un lugar común que sólo los cojudos son honrados. Así, como legítimamente nadie quiere ser motejado de idiota, la aspiración común es ser elogiado como “vivo”.

Esa y no otra es la razón por la que proliferan los “defectos” en los que tanto énfasis ponen algunos estudiosos: se ha premiado a quienes los lucían. Baste reconocer que en el Perú, en casi doscientos años, nunca se ha sancionado a los grandes malhechores de cuello y corbata, y, menos aún, con el rigor con el que se sanciona a los pobres o pequeños delincuentes. Más aún, y mientras no las cambiemos, las leyes están diseñadas para convalidar injusticia.

El proceso anticorrupción al que hoy asiste el país no debe llamarnos a engaño. No sólo es el primero en su género en toda nuestra historia. Sino que nada garantiza que la justicia salga de él bien librada. Y, por el contrario, no es difícil advertir que, por ejemplo, malhechores que se alzaron con diez o doce millones de dólares reciban sanciones menores que otros que cometieron delitos menos significativos.

Sólo con ceguera, cuando no con complicidad ideológica o de intereses de grupo, se podrá decir que aquellos grandes delitos son nuevos. Y que por eso no estaban tipificados en los códigos.

No hay tal. Está dicho y lo repetiremos hasta el cansancio, en el Perú el Estado ha sido un botín sistemáticamente depredado. Sin que los delincuentes de turno sufrieran la más mínima pena.

Mas no sólo eso. Por el contrario, se les ha premiado: se la erigido monumentos en su nombre, se ha bautizado calles y plazas con su nombre, muchas veces incluso se les ha colocado en la presidencia de la república o en los más altos puestos de la administración pública, o se les ha destinado a bien remuneradas embajadas.

El resto de los peruanos,, con mayor o menor inconciencia, sólo ha emulado el camino señalado: en el Perú dependiente y centralista, el delito y la mentira conducen al éxito y a la fortuna.

Para quebrar ese nefasto esquema, debemos imponernos esta otra y sana política: premiar, sin excepciones, siempre que realmente corresponda y en proporción al mérito; y sancionar, sin excepciones, siempre que realmente corresponda y en proporción al delito. Cuando ello ocurra, también como por encanto, asomarán y se difundirán todas y cada una de las virtudes de las que nos hablan De Romaña, Tenaud y Mavila, y adquirirán proporción marginal los defectos que ellos mismos señalan.

Mas todo ello, también insistimos, sólo podrá darse en el contexto de la descentralización. Es decir, sólo cuando los delincuentes estén en la proximidad del policía y del juez. O, si se quiere, cuando éstos, representando efectivamente a la sociedad homogénea a la que pertenecen, sientan que la acción del delincuente realmente los afecta a todos, y, en consecuencia, que hay que sancionarlo. Y, en sentido inverso, siempre en el contexto de la descentralización, sólo cuando aquel al que corresponde premiar representa efectivamente al conjunto de la sociedad que, entonces, se ve también premiada a sí misma. Sólo así superaremos la mezquindad.

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