Rebelión contra el centralismo

 

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Alfonso Klauer

El centralismo no da más

Pues bien, sea que miremos el contexto internacional, o que observemos el conjunto de nuestro país, resulta axiomático que el centralismo no da más. Es decir, no da más hasta en dos sentidos:

• Porque es incapaz de proporcionar bienestar y desarrollo, y;

• Porque nos ha llevado a un peligrosísimo límite de tolerancia

En ambos sentidos, lo que viene ocurriendo en el país desde la inauguración del gobierno del presidente Toledo, debería ser una advertencia suficiente para todos. Y a su vez también desde dos perspectivas:

 

• El presupuesto estatal es absolutamente insuficiente para atender todas las exigencias que se plantean en simultáneo, y cuya solución se demanda, además, para plazo inmediato, y;

• Las autoridades del gobierno central no se dan abasto, ni podrán darse abasto, para atender adecuadamente cuantas exigencias se plantean al unísono. Ninguna, sin embargo, tiene la grandeza de admitirlo

Desde una y otra perspectiva puede colegirse, al amparo de siglos de historia, y sin miedo a equivocarnos, que todo, o casi todo, cuanto se persista en resolver en y desde Lima, tiene muchas más probabilidades de incurrir en error que de acertar.

El centralismo, además de encubrir actitudes antidemocráticas, ambiciones e intereses intrínsecamente ilegítimos, se sustenta en un complejo de omnipotencia de viejas raíces coloniales.

Sobre asuntos generales En Lima y desde Lima, es imposible que el Presidente de la República pueda atender adecuadamente a los representantes de los partidos políticos, de las organizaciones regionales, provinciales y distritales; de las instituciones empresariales y laborales, y gremios profesionales; y de innumerables instituciones de la denominada “sociedad civil”.

Conciente o inadvertidamente, el presidente Toledo está actuando, según parece muy a su gusto, dentro del mismo esquema de híper concentración de decisiones que, habiéndose dado cada vez más crecientemente desde el primer gobierno de Belaúnde, llevó hasta el delirio la dictadura fuji–montesinista.

Está en todas las inauguraciones o clausuras y en cuanto evento es posible estar. Y, de un tiempo a esta parte, encabeza todas las negociaciones. Cada vez delega menos, cada vez concentra más.

Así, es probable que ya no disponga de un minuto para sus verdaderas funciones: análisis estratégico, planeamiento, priorizaciones, dirección.

Pero no puede dejar de señalarse que toda la sociedad peruana funciona cada vez más en los mismos términos: todas las instituciones, del tipo que sean, y todas las personas, por la razón que fuere, buscan como última alternativa entrevistarse con el presidente de la República. No hay empleado público, funcionario, vice ministro ni ministro que valga. Casi todos, después de entrevistarse con el quinto, el cuarto, el tercero y el segundo, como ninguno decide nada, pugnan por entrevistarse con el primero (que muchas veces no tiene otra alternativa que seguir “meciendo” a sus interlocutores).

Para que las instituciones se precien, tengan la magnitud o significación que tengan, tienen que ver inaugurados o clausurados sus eventos por el presidente. Los ministros son poca cosa. En la práctica, aquéllas se precian a costa de la depreciación de éstos.

En definitiva, como quiere ver a todos y todos quieren verlo a él, cada vez requiere de días más largos. Habría que crearle días de dos mil horas. Pero como esto es objetivamente imposible, es entonces previsible un desenlace nefasto: ineficiencia. Tal es el precio inexorable del centralismo y la concentración del poder.

Es absurdo que en la oficina del Primer Ministro, al propio tiempo, se den responsabilidades tan trascendentes y de envergadura como la redefinición de las Fuerzas Armadas, por ejemplo; y tan específicas y poco significativas como la instalación de teléfonos públicos en áreas rurales, e interconexión telefónica.

Pero hay un aspecto que es todavía más preocupante. Ni las funciones del cargo, ni la prestancia del puesto están suficientemente bien definidas. Y en todo caso, desde la década precedente, la jerarquía del Primer Ministro ha venido sensiblemente a menos.

Y a ello contribuye la ambigua situación de ministro con cartera o ministro sin cartera, según lo prefieran el candidato y el presidente que lo convoca. La experiencia Dañino, a escasos cuatro meses de gestión, viene sirviendo para que todos caigamos perfectamente en cuenta cuán absorbente es el centralismo y la consecuente concentración de funciones en el presidente de la República. El ministro Roberto Dañino, en efecto, con gran brío e iniciativa, comenzó su gestión asumiendo claramente diversas responsabilidades. Mas todo sugiere que, mientras hablaban con él, sus interlocutores probablemente estaban más concentrados viendo la foto del presidente tras el respaldo del sillón ministerial. Así hoy, a la vista de todos, nadie visita ya al ministro. Todos desfilan por Palacio de Gobierno.

En torno al Ministerio de Economía y Finanzas. En y desde Lima, es imposible que el Gobierno formule un adecuado presupuesto estatal en el que están involucrados miles de actores e interesados, y miles de proyectos de gasto e inversión de diversa magnitud e importancia, y dispersos en todo el territorio del país.

Observar la sesión de discusión y aprobación en el Congreso del Presupuesto General de la República para el 2002, nos ha resultado sumamente útil. Y de la manifestaciones expresadas por diversos parlamentarios reincidentes, deducimos que siempre fue igual, es decir, un suceso absolutamente deplorable, por lo menos de cara a los grandes y reales intereses del país.

Es una absurda demostración de centralismo del que, sin excepción, y en la práctica, también resultan cómplices todos los congresistas representantes de provincias. Aún cuando se desvelaron para se recogiera sus iniciativas de gasto o inversión, unas más trascendentes que otras.

Entrampados por legalistas y absurdos apretadísimos plazos legales, con carencia de perspectiva global, y sin que ninguno planteara alternativas trascendentes, todos, congresistas y ministros, convalidaron un grotesco presupuesto centralista más. En Lima, a lo largo de todo el próximo año, seguirá decidiéndose el 95 % de los gastos (65 % del presupuesto), y de las inversiones (14 % del presupuesto) del Estado peruano (el 21 % restante del presupuesto tiene como destino el servicio de la deuda estatal).

Con un solo presupuesto para todo el país, éste incluye, inexorablemente, hasta los más mínimos proyectos de gasto e inversión. Es decir, incluye pequeñas partidas que deberían ser responsabilidad de autoridades provinciales, cuando no distritales, pero que hoy de manera inaudita ocupan la atención del Congreso y de los ministros

Sorprendido y abrumado por la cantidad de proyectos de gasto e inversión a los que hacían referencia los representantes de provincias, ya fuera para que se les incluya en el presupuesto o para que se amplíe las partidas correspondientes, el ministro de Economía y Finanzas no tuvo mejor iniciativa que proponer la creación de un Programa Nacional de Inversiones. Embebidos todos de centralismo, la idea fue por cierto aplaudida.

De concretarse la poco feliz iniciativa, pronto alguna dependencia del Ministerio de Economía y Finanzas empezaría a reunir 3, 10 y hasta 20 mil proyectos, entre grandes, medianos, pequeños y micrométricos, que se irán arrumando contra las paredes y hasta el techo. Ni Kafka habría podido imaginar un ambiente así.

¿Y no son previsibles acaso las escenas cotidianas a que ello daría lugar? Sí, una tras otra, tendrían que desfilar las delegaciones de los mil ochocientos distritos del país para dejar los suyos: los de agua potable, electricidad, pistas y veredas, vivienda, locales comunales, vaso de leche, comedores populares, wawa wasis, caminos, puentes, carreteras, pequeñas hidroeléctricas, pequeños embarcaderos, pequeños aeródromos, etc., etc., etc. Y las de las 194 provincias a dejar los suyos.

Y todas tendrían que regresar año tras año para que por fin los incluyan en algún presupuesto anual, y no los sigan postergando más. Y todas empezarían a tentarse de coimear al funcionario responsable para que dé prioridad a su proyecto. Pero también a la secretaria y hasta el conserje para que, subrepticiamente, saquen su proyecto de los anaqueles y lo coloquen sobre el escritorio del jefe.

Y todas tendrían que buscar entrevistarse con el viceministro para que reconozca una prioridad que no quiere reconocer el funcionario responsable del Programa Nacional de Inversiones.

Y luego con el ministro para que corrija al viceministro. Es decir, si el ministro de Economía y Finanzas ya tiene poder, y grande, la iniciativa del actual ministro terminaría multiplicando el poder de quienes ocupen ese despacho. Y ello, afianzando el centralismo, no es precisamente bueno para el Perú.

Para asombro nuestro, ese inverosímil escenario que acabamos de describir –y que imaginábamos un eventual asunto del futuro– ya se da hoy en el Perú. En efecto, en marzo del 2002, con absoluta inconciencia del centralismo que retrataba, una viceministra del Ministerio de la Presidencia relató en una entrevista en televisión que su despacho estaba “procesando” más de 800 solicitudes–proyecto de otros tantos pueblos, que aspiran a ser beneficiarios del novísimo programa gubernamental “A trabajar Urbano”.

Debe sin embargo destacarse que la inconciencia a este respecto está muy generalizada. Porque Raúl Tola –el no obstante magnífico entrevistador–, tampoco reparó en el monstruoso significado centralista y paternalista de cuanto revelaba su invitada de turno.

En otro orden de cosas, es también absurdo que, desde Lima, se decida el nombramiento de los responsables de todas las empresas del Estado, tengan la magnitud, ubicación e impacto geográfico que tengan.

Y que el Gobierno se sienta el único depositario de su propiedad, con monopolio de decisión sobre su eventual privatización (ya sea en venta o concesión).

Es absurdo, e intrínseca y moralmente ilegítimo (aunque esté amparado por la Constitución), que las autoridades del Estado, en y desde Lima, se consideren las únicas con derecho a decidir sobre el uso y destino de todos los recursos naturales de que dispone el país. Y que sean, así, los únicos en decidir sobre su explotación y eventual privatización.  Es absurdo e ineficiente que toda la recaudación tributaria sea monopolio del Gobierno Central.

Del mismo modo que es absurdo e ineficiente que existan tasas impositivas únicas en todo el territorio del país. ¿No resulta patético que la mayor parte de nuestros grandes tecnócratas, por lo general educados en Estados Unidos, prescindan de admitir que allá cada Estado establece sus propios niveles de tributación? .

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