Rebelión contra el centralismo

 

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Alfonso Klauer

La paciencia y la tolerancia se nos agotan

Como todos lo que lo precedieron –sin excepción–, el presidente Toledo viene también demostrando que alcanzó el poder sin plan de Gobierno. De ello son hoy concientes innumerables analistas, entre los que por cierto no escapa Hernando de Soto.

“Me resulta muy claro que [Toledo] no tiene un plan de gobierno” –expresó –. Es decir –sostenemos–, formalmente, diseñó y tuvo uno que le permitió salir airoso del proceso electoral.

Pero, puestos ya sobre el caballo –él y Perú Posible–, han tenido que admitir, en la práctica, aunque remoloneando, y en marchas y contramarchas, que en verdad no habían preparado el que demandan las circunstancias. De lo contrario, por ejemplo, y desde el primer día, se hubiera asignado al presidente un sueldo de 6 mil dólares (como a lo sumo nos parece que debe ganar el jefe del Estado peruano), y no aquel de 18 mil que a trompicones se vieron forzados a bajar a 12 mil. Es decir, no tenían bien previstos ni siquiera los asuntos más caseros.

“¿Por qué se habrá cometido tan tremendo error político y tan clara muestra de insensibilidad social”? –se pregunta con buena dosis de ingenuidad el viejo periodista Francisco Igartua –.

“Difícil de responder” –se responde él mismo–. ¿Con tan vasta experiencia le resulta difícil de responder? No. Era, simple y llanamente, porque no se tenía –ni tiene– el Plan de Gobierno que demanda el país, sino un sucedáneo lleno de parches y emplastos. Y porque, además, reiterándose innumerables precedentes, la proclamada sensibilidad social actual no parece ser tampoco auténtica, sino una buena pose para las tribunas.

Más allá de las insustanciales generalidades y de las ambigüedades a las que nos tienen acostumbrados los gobernantes, los de Perú Posible, el partido en el Gobierno, no tienen cómo demostrar que han previsto bien a dónde debe llegar el país, cuándo y cómo. Y no están en mejor posición precisamente los demás partidos, grandes, medianos y pequeños que participan hoy en la escena política.

Como intuyen las grandes mayorías del país, y como vienen reiteradamente advirtiendo los muy escasos pero más lúcidos analistas, no hay la más mínima señal de que los líderes en lisa sepan realmente cómo conducir el país a buen puerto. Hay la sensación de que, una vez más, vamos a la deriva. Esto es, y como dijimos antes, se sospecha que seguimos transitando por esa oscura y extraña senda por la que, en verdad, sólo unos cuantos privilegiados, muy pocos, obtienen a la postre lo que desean.

No estamos en 1821, en que aparentemente recién se iniciaba el recorrido. Ni en 1921, celebrando con alegría, fasto y grandes ilusiones los primeros cien años de nuestra carrera. No, ya estamos cansados del esfuerzo. Y, habiendo partido entre los primeros, frustrados de estar ahora últimos entre los coleros. Es decir, el tiempo no ha transcurrido en vano. Hoy, como sea, ya queremos llegar a la meta.No están los pueblos del Perú tan engañados, aislados y poco organizados como en aquellos tiempos. Ya no hay entre nosotros un 80 % de analfabetos. Ni vive el 75 % de nosotros refundido en los más ásperos rincones de los Andes. Hoy ya no se nos puede chantajear con el sambenito de que toda protesta le hace el juego a la subversión. Ni con el estigma de estar haciéndole el juego al enemigo extranjero. Así, las condiciones son muy distintas a las de antaño.

No hemos elegido al afrancesado y aristócrata Pardo. Ni al “gringo” Billinghurst. Tampoco estamos ante el acaudalado y poco varonil Prado. Ni ante el soñador arquitecto Belaúnde, de antiguos y honorables ancestros europeos. Menos ante un japonés impostor.

No, hoy, tras la más larga y disputada jornada democrática, estamos ante un cholo de Cabana; de legítimas raíces chavín, milenarias y telúricas; criado en las alturas de la Cordillera Blanca; forjado por el hiriente sol que reflejan las nieves perpetuas; curtido en la más sórdida jungla urbana, entre trapos y betunes, entre canillitas y canallitas. Es quizá, el más genuino entre nosotros. Cómo, entonces, no esperar de él todo aquello que no fueron capaces de dar aquéllos antes.

Pero estamos además ante el economista. Ante el solvente profesional y analista que durante tanto tiempo ilustró a los peruanos a través de la radio y la televisión. Ante el insigne catedrático de ESAN, la más prestigiada escuela de post grado que hay en el país. Ante el exitoso graduado de Stanford y el investigador de Harvard, las más acreditadas universidades del planeta. Estamos, por fin, ante el hombre que sabe lo que dice, y dice bien lo que sabe.

Y, para concluir, estamos ante el líder indiscutido e indiscutible de la lucha contra la dictadura. Conductor decidido y firme. Candidato incansable que, sin dudas ni murmuraciones, explicó bien cuánto había que hacer; y que, trejo y con soltura, anticipó que todo ello y más habría de conseguirse en sus cinco años de gobierno.

Así, cansados de esperar, en nuevas condiciones, y de la mano de Pachacútec redivivo, ¿cómo no esperar que se cumplan ya, sin dilaciones, los milagros que largamente sugirió que podía hacer? Bien puede postularse que los hombres y mujeres que conforman la mayoría del Perú, intuitivamente, han dividido el vasto conjunto de ofertas electorales entre 5 (años), y, ante el asombroso cociente, han concluido que no hay un minuto que perder.

La impaciencia de las masas, sobre la que tantas voces vienen advirtiendo, y que tanto asusta, se ha gestado entonces a la luz de una multifacética convergencia de causas. Dentro de éstas, sin duda, los pueblos del Perú han dado un aporte más bien pasivo, eminentemente receptivo y convalidador. No han sido ellas las que han tenido la voz cantante. No han sido ellas las que han colocado el detonador a un paso del explosivo.

Esta vez, y ante tanta, justificada y explicable impaciencia, difícilmente habrá de encontrarse la fórmula para que, una vez más a cambio de nada, los pueblos del Perú dejen pasar esta oportunidad histórica. Toledo ya debería haberlo intuido. Ya debería estar, de verdad, genuinamente, a la vanguardia de las exigencias de los pueblos del Perú. Aún tiene tiempo de hacerlo, poco, pero tiene.

Nada indica y nada sugiere que estemos en las mejores condiciones para que calen y se afiancen voces como las de Raúl Ferrero Costa  que plantea, como otros, “paciencia para la reconstrucción”. Con gran desparpajo e irresponsabilidad, hay sin embargo otros que hasta creen que el Perú o, mejor, sus empobrecidas grandes mayorías, pueden aún aguantar más tiempo. E, incluso, llegar a ser todavía más pobres. Al fin y al cabo, dicen, hay pueblos aún bastante más pobres que el peruano. Y los de África, a ese respecto, siempre resultan un buen referente. Como señala el Banco Mundial, en Zambia el 92 %, o en Uganda el 77 % de sus habitantes, tienen ingresos inferiores a dos dólares al día; y, sin ir tan lejos, la cifra es de 69 % en el caso de Honduras y 64 % en el caso de Guatemala. El Perú, con su 41 % , tendría supuestamente para rato.

Comprensiblemente, sin embargo, y en la práctica, los que menos tienen no se comparan precisamente con quienes están peor. En todo caso, el cine y la televisión mundial (que responden a los intereses de los centros de poder de Occidente), cotidianamente confrontan a pobres y más pobres con quienes están mejor, con los ricos y famosos y su entorno de fasto y derroche.

El resultado, paradójicamente, no es otro que el de ir incrementando los niveles de insatisfacción y frustración. Es decir, los niveles de violencia potencial, como bien saben los sicólogos.

“No existe total garantía de que no rebrote la violencia en el Perú” –afirma con sensatez de Rivero –. Se refiere, sin embargo, a la violencia terrorista a cargo de grupos que se erigen como vanguardias políticas ¿Es ésa, sin embargo, la única forma de violencia que debe preocuparnos, de cara a la estabilidad democrática, pero también a la luz de la imperiosa necesidad de crear condiciones para el incremento de la inversión, la eficiencia y, en síntesis, el mejoramiento de las condiciones de vida? Ciertamente no es la única.

La supuesta “paciencia infinita” que los menos escrupulosos y más irresponsables atribuyen a las masas, no es sino el resultado de las pésimas lecciones que se desprenden de la Historia (oficial y oficiosa). Según ella, como está visto, aquí nada anduvo mal, acá todo estuvo bien.

Las versiones más complacientes, pero menos rigurosas, divulgándose ya, aunque aún no recogidas por los textos de Historia, recién han empezado a hablar de los “pésimos gobiernos de los últimos 40 años”. Y tras “fracasos” e ir “a la deriva”, versiones más críticas hablan ya de que hemos “perdido” 150 años. Éste y aquél lapso, comparados con los milenios de sufrimiento y pobreza que vienen soportando millones de africanos, permiten a algunos creer entonces que aún se puede estirar más la paciencia de la gran mayoría peruanos.

Como oficialmente la desconoce, porque no se la enseña en la escuela, sospechamos entonces que los pueblos del Perú intuyen “otra Historia”. Esto es, una en la que, como ahora a beneficio de Lima, y dentro de ésta a beneficio de una minoría, también antes las grandes mayorías se empobrecieron y sufrieron a expensas del centralismo chavín, del centralismo wari, del centralismo inka y, por cierto, del centralismo virreinal.

En esa “otra Historia” se habrían acumulado milenios de frustración. Así, a la luz de ella, los plazos ya no serían tan largos. Serían, por el contrario, mas bien muy cortos.

Y en ellos, por añadidura, el clima social de insatisfacción estará azuzado por la violencia cotidiana que venden la televisión y el cine; por la morbosa exhibición de derroche del capitalismo hegemónico, que se ventila a través de los mismos medios; por el hartazgo ante la demagogia embaucadora, que también se retroalimenta a través de los mismos medios. Y, claro está, por la indolencia del poder político y del poder económico que, como ostensiblemente dan cuenta los mismos medios, se resisten a dar inicio a los grandes cambios que demanda el país.

Múltiples y hondas son entonces las razones que dan cuenta del desborde social que crecientemente, y cada día con mayor riesgo, amenaza al Perú. Difícilmente, habrá sitio en la nueva coyuntura para vanguardias violentistas y terroristas. Esta vez, todo parece sugerirlo, será un fenómeno eclosivo, con innumerables centros de acción.

En ese contexto, y como aquí postulamos, cuando el país conozca realmente las metas que debe alcanzar, y concluya que por el camino que transitamos no se llega precisamente a ellas, la paciencia y la tolerancia de las masas habrán llegado, allí sí, definitivamente, al punto de quiebre irreversible, y, eventualmente, hasta la violencia incontrolada, generalizada y suicida. Entre tanto, una voz muy lúcida como la de Jorge Bruce indica que “ahora estamos en un escenario de quiebre de expectativas”.

Y con no menos lucidez Carlos Franco  advierte que “mientras no se solucionen las aspiraciones de la gente de mejorar sus condiciones de vida a través de un empleo, es muy probable que en el futuro se origine una crisis de gobernabilidad”.

En 1979, cuando nítidamente asomaban en el espectro político del país vanguardias ultraizquierdistas que advertían lanzarse a la lucha armada, Macera sostuvo : “la crisis política y social hace de nuestro frente interno un barril de pólvora”. ¿El hecho de que no estallara entonces, ni felizmente hasta hoy, implica, necesariamente, que no estallará nunca? ¿Hierve acaso el agua a los 50°? ¿Verdad que no? ¿No es evidente, sin embargo, que la temperatura sigue calentándose? Nadie ponga en duda que las noveles, desconocidas e incluso vilipendiadas dirigencias, que en las semanas iniciales del gobierno de Perú Posible lideraron a grandes grupos en las calles, plazas y carreteras; y que son las mismas que en Andahuaylas, Ayacucho, Tacna, Cusco, Puno, Arequipa, Chachapoyas, etc, volvieron a ponerse de pie desde la primera semana de noviembre del 2001, pueden ser las primeras en dar el grito de alerta.

Tengamos muchísimo y responsable cuidado. Porque como con angustia ha intuido también ya el presidente Toledo, “el país se nos puede ir a pique”.

Dice aún oportunamente Montoya: “Si el Sr. Toledo tiene aún una reserva de olfato político, debe darse cuenta de que está obligado a cambiar de caballo a mitad del río (...). Dentro de poco tiempo, un cambio como ése ya no será posible”. Nos permitimos sin embargo observar que, una cosa es cambiar de estrategia, apelando a un plan de contingencia claramente preestablecido; y otra, muy distinta, hacerlo de improviso, obligado por las circunstancias. Los resultados difícilmente serán los mismos.

No obstante, no dejemos que en esta dramática encrucijada se cumpla la observación que con tanto acierto hace a estos respectos Du Bois: “En el Perú usualmente las medidas adecuadas se toman solamente cuando estamos contra la pared”.

Tampoco es ésta la hora de traer a colación la insondable, mítica y patriotera imagen de que “el Perú es más grande que sus problemas” –como lo acaba de recordar Raúl Ferrero Costa–.

¿Qué significa? ¿Acaso que el Perú, y en consecuencia todos los peruanos, somos capaces de soportar todas y las más infames desgracias y penalidades? ¿Más incluso que las que soportan aquellos pueblos que hasta han sufrido más que nosotros, o las que soportan aquellos pueblos que están peor que nosotros? ¿Por qué es más grande que sus problemas? ¿Acaso porque logramos salir del abismo en que nos ubicó colocados Bartolomé Herrera, en un célebre sermón en 1842 , tras la ya comentada “invasión chilena” de 1838? ¿O quizá porque también logramos salir del abismo en que se cayó tras la guerra de 1879? ¿Acaso porque todavía quedan recursos a pesar de la monstruosa farra del guano? ¿No será, como estamos a punto de sospechar, que más bien, y desde la Conquista para acá, nunca hemos logrado salir del sólido y rocoso fondo del despeñadero, del que es imposible caer más bajo (aunque sí es posible escapar por los lados)? Existe sin embargo otra hipótesis. Y la planteó el propio Herrera, en un también célebre discurso que difundió El Comercio el 3 de octubre de 1860 : “Hemos demolido mucho, señores.

Cuarenta años hace que estamos demoliendo”. Llamaba “demoledores” a los miembros de la aristocracia a la que pertenecía. No ladrones, ni criminales ni traidores. Pero sí “demoledores”.

En rigor, sólo puede demolerse algo construido; a medias o totalmente, pero construido. ¿Qué demolió la aristocracia peruana, si nunca construyó nada, ni heredó de la Colonia nada construido? Se trata, una vez más, de una hipótesis cargada de lirismo, pero sin el más mínimo sustento en la realidad; de ésas que tanto gustan a los intelectuales frívolos, memoriosos, grandilocuentes, que sólo enturbian el todavía escaso que se tiene de la realidad del país.

¿Con la engañosa y mítica expresión de que el Perú es más grande que sus problemas, se nos quiere decir acaso que, sin riesgo de que nuestra República y su nombre desaparezcan del concierto mundial, puede aún seguirse estirando la cuerda de la pobreza y de las frustraciones colectivas? De cuán poca memoria y capacidad de análisis y síntesis adolecen muchos de los ideólogos de nuestro patrioterismo más ramplón.

¿Cuántos antes acuñaron frases equivalentes y tan alienadas y alienantes como ésa? ¿No se hizo, por ejemplo, durante el Imperio de Alejandro Magno; y en el Imperio Romano; durante el Imperio Español; e incluso a inicios del III Reich, que se atribuyó mil años de vida? ¿Cuál de esos nombres tiene asiento en las Naciones Unidas hoy? No sigamos jugando con fuego. Ni sigamos creyendo que con pastillitas de optimismo se puede impedir el incendio de la pradera.

 

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