Rebelión contra el centralismo

 

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Alfonso Klauer

¿Cómo se echó a perder el seguro?

Contra lo que aún cree la mayoría de nosotros –debemos reiterarlo–, la economía del Perú era la de una verdadera potencia durante el boom guanero; es decir, hasta muy poco antes de la funesta Guerra del Pacífico. Fueron esos desbordantes ingresos generados por el guano los que financiaron –recordémoslo también–, la orgiástica Consolidación de la Deuda Interna.

Tan grande era la gravitación de la economía peruana en el mundo occidental de entonces que, cuando como consecuencia del corrupto y nefasto manejo de la riqueza guanera, dejó de pagarse los compromisos internacionales, tembló la Bolsa de París. Hoy Brasil no haría temblar a la de Nueva York. Éramos antes de nuestra más catastrófica experiencia militar, proporcionalmente, y en términos económicos, más poderosos que lo que hoy es el gigante sudamericano.

Esa tremenda importancia económica del negocio guanero, y la enorme riqueza que consecuentemente manejaba el sector más rico del país, en Lima, dan claramente cuenta de por qué la capital del Perú atraía entonces a tanto foráneo. En efecto, el censo de 1862 reportó la presencia de un impresionante 30 % de extranjeros (36 761 sobre 121 362 habitantes).

A nada bueno, sino al descalabro, nos condujo el hecho de que la gigantesca riqueza fuera manejada por unos cuantos y en su casi monopólico beneficio. Porque no puede obviarse que, como parte de la farra, resuelta y sostenidamente se beneficiaron también las más altas capas de las fuerzas armadas de entonces. En efecto, los generales de antaño ganaban sueldos que, a valor presente, equivalían a diez mil dólares mensuales.

Los elocuentes testimonios fílmicos de lo ocurrido en la década que acaba de pasar, ¿no nos resultan suficientes para comprender cuántas voluntades de militares quedaron doblegadas y sometidas, también entonces en el siglo pasado, ante tales y estruendosos cañonazos económicos? Muchas, y quizá las de la mayoría de altos oficiales. Pero como asimismo ocurrió durante el fuji–montesinismo, antaño tampoco fue suficiente para algunos.

Porque en efecto, Basadre da cuenta de generales que, puestos como ministros de Estado, apenas necesitaban de un año para enriquecerse (impunemente).

Habiéndose obtenido una ingente riqueza a partir del guano, y habiéndose destinado una gran parte de ella al gasto militar, ¿por qué entonces se perdió tan estrepitosamente la guerra en la que la aristocracia gobernante sacrificó a Grau, Bolognesi, Ugarte y miles de anónimos soldados? Entre otras razones –como se reconoce hasta en los textos más difundidos–, porque, contra todo cuanto podía esperarse, en vez de llegar el país militarmente bien equipado a 1879, se llegó más bien, por ejemplo, con más de diez tipos de fusiles, y de otros tantos tipos de munición. Así, a la hora de la verdad, muchísimos de nuestros soldados jamás pudieron disparar un tiro: habían sido dotados de municiones que no correspondían a sus armas. Y, para desgracia de ellos y desdicha del país, se enfrentaron a un ejército que, por el contrario, estaba adecuadamente equipado con un solo tipo de fusil y un solo tipo de munición.

Sin embargo, los textos con los que nos formamos los peruanos –y he ahí un grave cargo a quienes siguen ofreciendo esta versión–, sibilinamente presentan el asunto de nuestro deficiente equipamiento como una fatalidad. Como si tan amplia diversidad de armas y municiones hubiese sido fruto de un azaroso maleficio del destino. No, no fue un hecho accidental y, menos todavía, un hecho imprevisible. Fue, más bien, el resultado de sucesivas y nefastas decisiones de los estados mayores y del poder político.

¿Puede entonces argumentarse que fue por ineptitud que se incurrió en tan grueso error de abastecimiento logístico? Menos. Tanto una como otra no pasan de ser versiones encubridoras. Porque desde el cabo más joven, hasta el soldado de inteligencia más discreta, estaban en aquellas circunstancias en condiciones de percibir el gravísimo error que se iba cometiendo con un abastecimiento tan disímil.

Pero sólo las élites en el poder político, y los generales en el comando militar, iban disfrutando de las pingües ganancias que proporcionaba tamaña ignominia. ¿Es difícil acaso imaginar a los diversos proveedores internacionales de armas, ofreciendo coimas a diestra y siniestra, para así vender cada uno sus propios modelos de armas? ¿Y cómo explicar –según lo recuerda Macera–, que en el emblemático monitor Huáscar el almirante Grau no dispusiera de todos los técnicos que requería la nave para cumplir adecuadamente sus objetivos? Y en razón de lo cual –de acuerdo a lo que también afirma Macera –, tuviera que contratar a “ilustres mercenarios ingleses y norteamericanos para que el Huáscar pudiera marchar”.

¿Había llegado acaso al Perú en la hora undécima? No, el contrato de construcción con los astilleros Laird Brothers había sido suscrito en 1864. Y la nave había arribado al Callao dos años más tarde; esto es, largos quince años antes de que estallara la guerra con Chile. ¿Y entonces? ¿Habrá razón más sólida que la negligencia punible, para explicar el grave déficit de especialistas que hubo en el Huáscar? ¿En qué estuvo centrada la atención del comando naval todos esos años? Quizá sólo en sus propios negocios o negociados.

Pero no puede concluirse este breve aunque patético análisis, sin recordar que fue una gravísima y nefasta decisión político– económica del presidente Manuel Pardo la principal causa de la guerra. Porque –recordémoslo–, la expropiación de las salitreras de Tarapacá, en el sur del Perú –y a la que de manera gravemente equívoca Basadre llama “un acto heroico” –, afectó gravemente a muchos inversionistas chilenos e ingleses, aunque también a alemanes, franceses y por cierto peruanos . ¿Ningún estratega militar fue capaz de avizorar los enormes riesgos en que se involucraba al país con esa decisión? En este caso, porque para el análisis estratégico se requería una preparación intelectual más aguda y sofisticada, quizá hasta podría sospecharse que hubo clamorosa ineptitud. ¿Pero acaso en todos los componentes del estado mayor? Difícilmente puede aceptarse ese extremo. Y menos si se tiene en cuenta lo siguiente. La ley expropiatoria se dictó en mayo de 1875 . Sin embargo, oficialmente la decisión se había tomado en julio de 1873, esto es, veintidós largos meses antes. Tiempo estuvo madurándose, analizándose, y evaluándose los pros y contras.

Pero hay razones para sospechar que el proceso de estudio y análisis fue aún más prolongado. Porque en efecto, en febrero se 1873, estando Pardo “de tránsito en Bolivia” –según refiere Clements Markham–, firmó un tratado secreto de alianza defensiva con Bolivia , cuya preparación y negociación, necesariamente, debió demorar meses.

Resulta insostenible imaginar a Pardo “de tránsito” en Bolivia. Y, menos aún, que en su estadía propusiera, convenciera al presidente Ballivián, y llegara a suscribir con él el tratado secreto (del que el embajador chileno en La Paz logró enterarse sólo pocos meses despué ).

Puede razonablemente sospecharse que Pardo llegó al poder en agosto de 1872 con claras, aunque bien disimuladas intenciones expropiatorias. Sin embargo, se cuidó bien de siquiera insinuarlas en el discurso con el que asumió el cargo. Como bien recuerda el historiador Ernesto Yepes , Pardo explicitó como puntos fundamentales de su proyecto: “instrucción popular, descentralización, equilibrio fiscal, organización electoral y reordenamiento del ejército”.

¿Y en base a qué presumimos la existencia de bien encubiertos afanes expropiatorios en 1872 en tan proclamado liberal? Pues simple y llanamente en que sus negocios personales, los de su familia y del grupo aristócrata al que pertenecía, desde 1870 venían gravemente menguándose en el contexto de una gran caída de las exportaciones de guano. Estaban alarmados. Sentían que se les moría la gallina de los huevos de oro. Pero, por contrapartida, simultáneamente, se daba un inusitado crecimiento de las exportaciones salitreras, en las que, sin embargo, ni él ni su familia ni su grupo estaban involucrados, entre otras razones, porque Tarapacá estaba a largos dos mil kilómetros de Lima.

Permítasenos aquí un breve paréntesis. Manuel Pardo fue hijo del poeta José Pardo y Aliaga. Difícilmente heredó entonces de éste ninguna gran fortuna. La hizo casi íntegramente “ensuciándose” las manos con el estiércol de las aves guaneras. Fruto de esa “sucia” fortuna, se hizo de las ricas tierras de la hacienda azucarera Tumán, en Chiclayo, precisamente en el año en el que ascendió a la presidencia de la República, en 1872; cuando, para entonces, Chile era el principal comprador del azúcar peruana.

El hecho de que Pardo perdiera grandes sumas en la debacle guanera, no significaba entonces que lo perdía todo. El negocio azucarero, sin duda, le significaba un gran respaldo. No obstante, difícilmente podrá saberse si por ambición personal sin límites, o presionado por sus camaradas en el negocio guanero, es que se lanzó a la contraproducente expropiación salitrera.

Mas, como fuese, todo sugiere que Manuel Pardo habría llegado al poder con el propósito velado de, a través del Estado, hacerse del control de la también enorme riqueza salitrera que a él y sus socios guaneros se les había escapado de las manos.

Habría llegado entonces al poder con las miras de actuar como el perro del hortelano. Y, quizá sin saberlo ni imaginarlo, o, de lo contrario, hasta sin importarle, a destruir el más grande esfuerzo de descentralización económica que, de hecho, se estaba concretando en el extremo sur del país.

Así, y seguramente por consejo de uno o más de uno de sus asesores militares y diplomáticos, que previeron la reacción de Chile y de “las grandes empresas extranjeras” que serían afectadas con la expropiación, se habrían iniciado las negociaciones para el pacto militar con Bolivia, y al que, muy significativamente, más tarde se buscó que se adhiriera también Argentina.

Markham informa que Chile publicó “largas notas diplomáticas” en las que presentó la expropiación salitrera de Tarapacá como “un agravio” a sus intereses. Y recuerda también que en 1881 el Ministro de Relaciones Exteriores de Chile publicó un manifiesto en el que el único cargo que se hacía al Perú era precisamente la expropiación salitrera. “El territorio salitrero de Tarapacá –admitió el ministro chileno–, fue la causa real y directa de la guerra”.

Markham, en gesto que lo enaltece, más aún siendo inglés, reiteradamente insistió en que legalmente el gobierno del Perú tenía derecho a la expropiación, Mas, incurriendo en idealismo, agrega que por consiguiente ella “no podía constituir justo pretexto para la guerra".

Corrijamos a Markham: ¡Cómo que Chile “no podía”¡ ¡No debía¡, que es otra cosa. Pero de poder claro que podía, y en efecto pudo esgrimir ese pretexto¡ El derecho, la legislación, no estaba del lado de Chile. Pero razones no le faltaban. Y la fuerza para sostenerlas también. Y en ello debieron pensar Pardo y los militares y diplomáticos peruanos.

Pero también se equivocó Markham cuando, en condicional, y condescendientemente, sostuvo que la expropiación “pudo ser imprudente”. No, no “pudo”, fue absolutamente imprudente..¡Pardo hizo perder al Perú muchísimo más de todo cuento esperaba ganar.

Puede seriamente sospecharse que algunos lúcidos asesores militares y diplomáticos peruanos incurrieron en gravísimo e irresponsable silencio cómplice, tan nefasto como la incapacidad de otros. Pues ninguno de aquellos fue capaz de denunciar públicamente la tremenda irresponsabilidad en la que estaba incurriendo Pardo, y que a la postre, un año antes de que se desatara la guerra, le costó su propia vida: fue asesinado en noviembre de 1878. Afirma Basadre que, al dejar Manuel Pardo el poder, en 1876, fue sustituido en la presidencia por el general Mariano Ignacio Prado, quien asumió el cargo “sin presentir la borrasca que vendría del sur”. ¿Se contaba Prado entre los militares incapaces que no previeron las consecuencias de la expropiación? ¿O entre los que cobardemente callaron? Ninguna respuesta afirmativa dejaría bien parado a quien ya había sido presidente, y que, con su segundo período, completó cinco años manejando las riendas del país.

¿Y no cayeron también en complicidad punible esos y otros militares que callaron ante la escandalosa ventaja que se daba a los potenciales enemigos externos, con la compra de disímiles tipos de fusiles para el ejército? En definitiva, y por si todavía fuese necesario explicitarlo, digamos que, a contrapelo del desprendimiento, la honorabilidad y el coraje de unos pocos aunque excepcionales héroes, hubo derroche de incuria, ambición, corrupción y cobardía al interior de las cúpulas del poder económico, y al interior de las cúpulas militares. Mas no se crea que hemos aprendido todas las lecciones de la historia. Hoy, patética y clamorosamente, y cuando menos respecto de la multiplicidad de tipos de fusiles y municiones, las cosas siguen siendo idénticas (bien lo saben los propios militares).

¿Puede alguien considerar que es una simple coincidencia que, mediando 120 años de diferencia, en similares contextos de corruptela, se den iguales barbaridades de abastecimiento logístico? No, necesaria e invariablemente éstas son el resultado natural de aquellos. Porque –digámoslo con todas sus letras–, al que roba le interesa un comino la Patria. Así, el patrioterismo de los ladrones no pasa de ser el falso discurso explícito del que ya hemos hablado.

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