Rebelión contra el centralismo

 

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Alfonso Klauer

Las fuerzas armadas: un seguro

Permítasenos pues enfrentar el tema, con objetividad y sin subterfugios, porque resulta necio y absurdo soslayarlo. Para empezar, cómo negar que la existencia de los institutos armados es una de las tantas manifestaciones del largo y complejo proceso histórico de división y especialización del trabajo que, a estos respectos, está estrechamente relacionada con el violento proceso de constitución, delimitación y maduración de los pueblos, países y la comunidad mundial.

No fueron las Fuerzas Armadas ni la Policía, las que, por sí y ante sí, decidieron constituirse. Han sido las sociedades las que, vista la imposibilidad de que todos sus integrantes hicieran todo, y ante las inevitables acechanzas y agresiones, optaron por armar a unos para que asuman la defensa del conjunto. Y, a cambio, se les garantizó el sustento. Y lo mismo ocurrió entonces con aquellos otros que asumieron tareas organizativas, administrativas, técnicas, etc. Unos y otros dieron forma al aparato del Estado.

Aquellos como militares y policías, y éstos como funcionarios civiles. Vistas así las cosas, todo cuanto la sociedad sacrifica de bienestar para financiar sus sistemas de defensa, debe ser entendido como el precio de un seguro que, ante la ocurrencia de un siniestro, resarce a la víctima de cuanto perdió en él. En definitiva, los sistemas de defensa son el pago de un cierto precio que hacen las sociedades para no perder su patrimonio.

En esos términos –y como con acierto se planteó en el programa de Canal N al que hemos aludido–, son las sociedades, es decir, el conjunto de civiles y militares, las que tienen en esencia la atribución de analizar, evaluar y replantearse sus asuntos de seguridad, en vista de que son ellas las que pagan el precio del seguro.

Tienen entonces, a título de análisis y evaluación, el derecho a preguntarse cuánto se ha gastado en ese seguro en el pasado; qué resultados se ha obtenido, y por qué, etc. Y, si fuera el caso, y a modo de replanteamiento, tienen también el derecho a interrogarse acerca de las amenazas actuales o potenciales; de cuántos recursos (sin sacrificar otros objetivos), y de qué otros instrumentos se dispone para neutralizar esas acechanzas; quiénes y cuántos, y con qué estrategia general y qué presupuesto, deben encarar entonces y en adelante la tarea de defensa, etc.

Pues bien, en relación con el pasado, debe decirse que en nuestro país, en sus 180 años de vida republicana, se ha gastado tanto como el equivalente actual de 360 mil millones de dólares en presupuestos militares. Es decir, el precio que la sociedad peruana ha pagado por su seguro ha sido a todas luces bastante alto.

¿Pero puede acaso decirse que fue en verdad “la sociedad peruana” la que, libre y democráticamente, decidió asumir un seguro tan oneroso? No, ya vimos largamente que no ha sido así.

En ésa, como en todas las gravitantes decisiones del aparato estatal del país, siempre han sido grupos elitistas, numéricamente muy pequeños, los únicos que han intervenido.

Pero, ¿tenemos realmente conciencia de cuán grande es la cifra presentada, o cuán grande ha sido el precio pagado? ¿Y qué distintos y cuán trascendentales los usos alternativos que pudo darse a ese monto? Sépase que equivale, por ejemplo, a tanto como 100 hidroeléctricas como la del Mantaro; o a tanto como una tupida red de 100 000 kilómetros de carreteras, de muchísimo mejor calidad promedio que la que luce la esmirriada red de que hoy disponemos.

No ha sido poca cosa. No obstante, aún tenemos derecho a preguntarnos, ¿necesariamente había que pagar un seguro tan costoso? ¿Era nuestra única alternativa, no había otra? ¿Era imposible cubrir los mismos riesgos con un seguro menos oneroso, y quizá hasta más eficiente? Y, finalmente, ¿todos los pueblos del planeta, en función a sus riesgos específicos, se han visto obligados a pagar siempre seguros proporcionalmente tan altos? Es difícil dar respuesta a esas preguntas en relación con lo ocurrido en el pasado. Pero lo que sí sabemos es que, a pesar de la cuantiosa suma gastada en el seguro, durante la República nuestro país ha visto cercenado su territorio en casi 600 000 kilómetros cuadrados.

Y ha perdido casi todas las guerras a las que el poder dominante embarcó a los pueblos del Perú, habiéndose dado el caso de conductas vergonzantes entre militares peruanos. Como –al decir de Basadre –, la “vileza” con que actuó el mariscal Gamarra en la guerra de 1829 contra Ecuador. O la inaudita traición que Ramón Castilla, el propio Gamarra y otros militares, cometieron al venir con el ejército chileno a invadir el Perú en 1838; y el silencio cómplice en que incurrieron muchos otros ante la provocación del gobierno peruano que desencadenó la guerra con Chile, de 1879; de las que nos ocuparemos más adelante.

Hemos tenido un triple infortunio: pagar un seguro costosísimo; en más de un caso a aseguradores muy poco fiables; y, además, perder gran parte del patrimonio asegurado. ¿Cuál fue entonces el sentido de sacrificarnos pagando un seguro tan alto que no cumplió con los propósitos para los que estaba previsto? Durante mucho tiempo, en el país se ha destinado el 20% del presupuesto del Estado a gastos militares. Pero, por sorprendente que parezca, hubo períodos en los que la suma de los presupuestos castrense y policial representó en conjunto el 50% de los gastos fiscales. ¿Cuándo? Pues precisamente algunos años antes de la guerra con Chile. Recursos pues no faltaron. Y nada menos que en los tiempos en que la renovación de armamentos por obsolescencia tecnológica casi no se daba. Debimos llegar muy bien equipados a la aciaga hora de 1879.

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