Rebelión contra el centralismo

 

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Alfonso Klauer

La torta no alcanza

A diferencia de los más célebres “paros nacionales” que se dieron en las últimas décadas del siglo pasado, en los que las reivindicaciones fueron coordinadas, procesadas y consolidadas por las centrales sindicales, esta vez hubo una explosión de demandas.

Sin orden ni concierto. Sin que ninguno entre los protagonistas tuviera ocasión de cuantificar las demandas y de evaluar las posibilidades de obtener resultados satisfactorios mínimos.

Cada grupo planteó lo suyo. Múltiples actores, de distinta extracción y procedencia, reclamaron al unísono por la solución simultánea de sus acuciantes demandas de todo orden y género, y de muy distinta magnitud. En suma, como nunca se había antes en el país, todos plantearon todo.

El novísimo fenómeno político–social resulta una seria y muy grave advertencia para el Gobierno. Y, claro está, y más todavía, para todos los gobiernos en adelante. Pues mientras más se difiera la solución de los problemas, lo que por cierto incluye a las tan socorridas “soluciones mediatizadas y provisionales”, previsiblemente habrá más convergencia en las protestas y, también, más radicalización.

El hecho de que, por primera vez, se exija al unísono la solución simultánea de todos los problemas, obliga, también por primera vez, a que la ciudadanía y el Gobierno se planteen cuestiones que, desgraciadamente, tienen muy difícil respuesta. Mas todo sugiere que, por fin, hay que empezar a prepararlas:

 

• ¿Cuántos recursos hacen falta para resolverlas?

• ¿De dónde saldrán esos recursos? Se trata, en buena cuenta, de estudiar seriamente a cuánto asciende el gigantesco “pliego de reclamos del país” y cómo habría que financiarlo

Y no se trata de realizar un simple ejercicio académico –como podrían creer los más tozudos pero también más miopes gobiernistas de siempre–. No, los correspondientes y bien hechos estudios del caso tendrán una importancia histórica decisiva: permitirán que la ciudadanía, por fin, adquiera conciencia cabal de:

 

• La realidad objetiva y descarnada del país;

• La magnitud del reto a enfrentar, o la brecha que debemos superar;

• La proporción del esfuerzo y el sacrificio necesarios para ello;

• Los plazos que debemos darnos, y;

• La estrategia más aparente que debemos adoptar

¿Cuánto cuestan nuestras demandas? En resumidas cuentas, puede advertirse que estudiar bien la magnitud de las urgentes demandas del país, constituiría un magnífico instrumento para enfrentar, con mayores posibilidades de éxito, un problema político–social que, enfrentado sólo con improvisación y espontaneísmo, y amenazas y represión, puede resultar inmanejable y definitivamente desbordante.

Hasta donde podemos prever, la solución, en niveles decorosamente aceptables, de todos los problemas planteados en la larga lista enumerada al inicio de este trabajo, requiere –como señalaremos a título de hipótesis inicial–, de ingentes, casi inverosímiles e inimaginadas cantidades de recursos económicos.  conste que los objetivos que se plantean, si bien corresponden al siglo XXI porque no podría ser de otro modo, no dejan de ser del Tercer Mundo. Resulta suficiente indicar que bastante grande es la brecha de inversión y gasto estatal que nos separa del promedio de los países de América Latina. A todas luces son inalcanzables los estándares de los países más desarrollados, incluso en el más largo de los largos plazos a los que aluden los economistas.

Quizá uno de los más graves cargos por omisión que debe hacerse a los gobiernos anteriores, a los partidos políticos que han pasado por el gobierno, a los que aspiran a conducirlo, y en general a los economistas; es el de no haber encarado nunca las preguntas, ¿cuán grande es la brecha de inversión y gasto estatal que nos separa del promedio de América Latina, y cómo solventarla? Según estimaciones propias –que planteamos como hipótesis iniciales de estudio–, algunos componentes de nuestro déficit mínimo de inversión son (en millones de dólares): Sólo ello representa la exorbitante suma de 547 100 millones de dólares. Y téngase presente que los objetivos que se propone, específicamente son, por ejemplo:

a) en vías de comunicación, alcanzar los estándares de equipamiento que, para sus correspondientes territorios, tienen países como Costa Rica y Uruguay;

b) en puertos, recuperar el equipamiento que proporcionalmente se tuvo en el país a mediados del siglo XIX;

c) en vivienda, cubrir el déficit actual de más de un millón doscientas mil unidades, desterrando asimismo las viviendas ruinosas.Asimismo,

d) no se incluye en infraestructura urbana sistemas subterráneos de transporte ni trenes eléctricos;

e) ampliar la frontera agrícola en por lo menos un millón de hectáreas;

f) en desarrollo energético, alcanzar el consumo per capita que ostenta Chile hoy;

g) en infraestructura educativa, igualar el ratio de área techada por estudiante de que se dispone hoy en Argentina y; h) en infraestructura de salud, alcanzar los niveles de equipamiento que tiene Cuba.

Para que se tenga una idea más cabal de nuestro déficit, y para despejar de paso la idea de que aquí se exagera, veamos por lo menos el caso del primero de los componentes citados: infraestructura vial. Nuestro déficit en ese rubro es cuantioso porque, virtualmente, el Perú no ha construido sino una vía nueva a los largo de los últimos 500 años: la Marginal de la Selva. Pero su estado es sin embargo tan deplorable, que el Ministerio de Transportes y Comunicaciones ni siquiera la presentó en el mapa de “Nuestras carreteras” que el 1 de noviembre del 2001 publicó en los diarios del país . Proporcionalmente tenemos menos vías, y de mucho menor calidad, de las que asombraron a los conquistadores españoles.

Nuestra actual red de vías, incluyendo los más penosos caminos rurales, oficialmente apenas supera los 70 mil kilómetros de extensión. Entre tanto, y en el mismo período, Brasil ha construido un millón y medio de kilómetros de carreteras, de una calidad promedio superior a la nuestra.

El gigante sudamericano, tanto en territorio como en población, es aproximadamente 6,6 veces el Perú. Así, nuestro país debería tener, por lo menos, 227 mil kilómetros de carreteras. En otros términos, países como Brasil (pero también Costa Rica y Uruguay, por ejemplo), han invertido en carreteras y otras vías de comunicación tres veces más que nosotros.

En proporción, y aunque ligeramente, Ecuador está algo mejor equipado que el Perú, desde que aquí –según el Banco Mundial –, sólo el 12,9 % de la red vial está asfaltada, mientras que allá lo está el 16,9 %. En Venezuela, en cambio, lo está el 33,6 %.

Mal haríamos en dejar del todo como referencia a los países desarrollados. Al fin y al cabo, alcanzarlos algún día debe ser siempre nuestro objetivo más ambicioso. En ese sentido, por ejemplo, Suiza, con apenas 41 mil kilómetros cuadrados de territorio, aún cuando está enclavada en los también agrestes Alpes, ha logrado construir 5 mil kilómetros de vías férreas.

Alcanzar esa misma proporción de líneas férreas por área de territorio, significa que deberíamos contar con una red de 156 mil kilómetros, y no con una tan pobremente desarrollada como la que tenermos, que apenas alcanza a 3 500 kilómetros. ¿Cuánto costaría superar esa brecha? Sin duda, más de 300 mil millones de dólares.

¿Cuántos países habrá en el mundo, como el nuestro, que tienen hoy menos líneas férreas que hace un siglo? Hoy, por ejemplo, ya no disponemos de las líneas que unían Juliaca con Santa Rosa, Pisco e Ica, el Callao y Chincha, Lima y Ancón, Chimbote y Suchiman (?), Pacasmayo y Guadalupe, Salaverry, Trujillo y Ascope, y Paita y Piura . Como tampoco disponemos de la red tranviaria que enlazaba Chorrilos con el Callao pasando por Lima. Con metas más modestas, ¿cuánto nos costaría equiparar nuestra red ferroviaria a aquella de la que dispone hoy México, siendo que para tal efecto deberíamos contar con 17 mil kilómetros de vías férreas? ¿Es acaso un sueño irrealizable, para empezar a cubrir esa brecha, plantearnos –como lo ha hecho Macera– un ferrocarril eléctrico que una Tumbes y Tacna, considerando que las líneas de transmisión de alta tensión están tendidas en casi todo ese recorrido? Nuestros retos de integración física son gigantescos. Y debemos enfrentarlos con decisión. Porque todavía por mucho tiempo la mayor parte del comercio y del abastecimiento alimenticio seguirá haciéndose por tierra. Pero, por sobre todo, porque la integración física del territorio es el vehículo más sólido y eficiente para alcanzar la genuina y tan diferida integración social de los pueblos del Perú, única garantía de terminar de dar forma y consolidar la nación peruana.

¿Qué espera el Ministerio de Transportes, o qué esperan las facultades de ingeniería del país, e incluso las empresas especializadas en construcción vial, para hacernos conocer la magnitud exacta de nuestro déficit a ese respecto, y evaluar el costo se superarlo? ¿Cuántos rubros de importancia no están incluidos en el listado anterior? Varios, quizá muchos. Destacan entre ellos, por ejemplo, el enorme costo que habrá de significar dotar a toda la población peruana del mínimo de agua potable que las Naciones Unidas estima indispensable para una vida saludable: 2 mil metros cúbicos por año. Hoy, junto con Haití, somos los países peor dotados a ese respecto en América Latina.

Sólo para dotar adecuadamente de agua potable a los habitantes de Lima se prevé que es necesario invertir en el trasvase del Mantaro tanto como 1 000 millones de dólares. Cuánto costará ello a nivel de todo el país. ¿Nueve, diez mil millones de dólares? ¿Podrían los técnicos de SEDAPAL, por ejemplo, o las facultades de ingeniería sanitaria, hacer los cálculos correspondientes? Tampoco hemos dicho palabra –ni tenemos cálculo alguno– para áreas tan significativas como la cultura, el entretenimiento y esparcimiento, el deporte.

¿Cuánto requerimos invertir, por ejemplo, para “poner en valor” todos nuestros dispersos restos arqueológicos, para que se constituyen en atracción masiva de turistas en todo el territorio? ¿Cuánto demandaría que tengamos siquiera un buen teatro en cada provincia del país? ¿Y solventar grupos de teatro, baile y música que adecuadamente desarrollen y preserven nuestras múltiples expresiones culturales? ¿Y que cada provincia tenga un estadio deportivo digno? ¿Ha hecho alguna vez el Instituto Peruano del Deporte esos cálculos? ¿Qué esperan las instituciones y facultades correspondientes, para emprender el estudio que a ese respecto también nos haga poner los pies sobre la tierra? ¿Y qué inversión habrá que realizar para que la administración pública que controla el Poder Ejecutivo, en todo el territorio, y en todos los campos de su actividad, tenga una infraestructura y equipamiento como los que se dan en Chile, por ejemplo?

¿Y cuánto para dotar de instalaciones aparentes y equipamiento adecuado al Poder Judicial, el Ministerio Público, el Tribunal Constitucional, los Concejos Municipales, el propio Congreso; y otros múltiples organismos estatales como el Jurado Nacional de Elecciones, la ONPE, RENIEC, Contraloría General de la República, Defensoría del Pueblo, etc.? ¿Y cuánto para el merecido equipamiento infraestructural, técnico y científico de las universidades? ¿Y para la creación de innumerables escuelas técnicas, politécnicos, centros de educación y entrenamiento laboral de discapacitados? ¿Cuánto además para la modernización y constante renovación de equipos de las Fuerzas Armadas? ¿Y cuándo para modernizar y renovar la Policía Nacional, de modo tal que, como corresponde, esté presente, haciendo gala de eficacia y eficiencia, en todos y cada uno de los rincones del país? ¿Cree el lector que nos alejamos mucho de la verdad si estimamos que, para resolver todas las demandas planteadas, nuestro déficit histórico de inversión alcanza la suma de 700 mil millones de dólares? Téngase la seguridad de que, si estamos errados, no es precisamente por exceso.

Frente a tan abrumador déficit, la porción que podrá resolverse directamente a través del presupuesto estatal, es absolutamente insignificante. El presupuesto fiscal para el año 2002 apenas incluye 663 millones de dólares para inversión (gastos de capital).

Y, si las condiciones no cambian drásticamente, es muy difícil que crezca en magnitudes significativas en los próximos años.

En esos términos, si sólo correspondiese al Estado cubrir tan inmensa brecha, harían falta varios siglos para lograrlo. Entre tanto, habrían aparecido infinidad de nuevas demandas. No se habría resuelto nada.

Así, y aunque sólo fuera por eso, salta claramente a la luz cuán determinante ha de resultar la inversión privada, tanto peruana como extranjera, para enfrentar la solución del grave déficit que se ha acumulado en el Perú. Mas es obvio que también ella deberá tener un muy significativo cambio de ritmo, es decir, una también drástica dinamización, que le permita incrementar grandemente su concurso en la economía del país. Porque, ¿qué significación tienen, frente a tan gigantesca brecha, los 3 mil millones de dólares que por –discutibles– privatizaciones podría captar el Gobierno en los próximos dos años, y en lo que tantas expectativas cifra un especialista económico como Fritz Du Bois, que especula que nos podría hacer “recobrar el crecimiento económico perdido en los últimos años”? No, cubrir el déficit histórico de inversión que se ha acumulado en el país, demanda concretar inversiones anuales en magnitudes muchísimo más significativas que ésas. Y es imposible que ello se dé dentro del actual orden de cosas, dentro de la inercia que ha prevalecido en los últimos 500 años en el país, y, menos en el contexto del centralismo. Pues éste ni siquiera ha sido capaz de resolver los problemas de Lima, aun cuando en ella se ha acumulado virtualmente todas las inversiones del país.

Pues bien, salta a la vista que, además de representar una enorme magnitud de inversión la construcción de la red de carreteras, ferrocarriles, puertos, aeropuertos, hidroeléctricas, etc., que debemos tener, significa también incrementar sustancialmente las partidas para el correspondiente presupuesto anual de mantenimiento. Y eso, ciertamente, no ha sido aún considerado.

Como tampoco hemos evaluado el costo de mantenimiento de todas las nuevas inversiones que resultan necesarias en todos los otros rubros.

Sí hemos estimado en cambio que, para acercarnos significativamente a los estándares promedio de América Latina, requerimos, primero, llegar pronto a disponer de 2 200 millones de dólares más en nuestro presupuesto anual de gasto en educación y salud.

Y que para que dispongamos de un sistema de seguridad ciudadana razonablemente mejor remunerado y eficiente, es necesario incrementar el presupuesto de la Policía Nacional en 500 millones de dólares anuales.

Y aunque no hayamos abarcado todo, para terminar la lista, ¿alguien en el Gobierno se ha tomado el trabajo de estimar cuánto costaría satisfacer la demanda de los 100 mil trabajadores estatales despedidos en los últimos años, y que reclaman su reposición laboral? ¿Han hecho a su vez ese cálculo los líderes de la Confederación Intersectorial de Trabajadores del Estado –CITE–, que en la primera quincena de noviembre del 2001 arreciaron su demanda de reposición masiva? Si recordamos que el aumento de casi 15 dólares mensuales concedido recientemente a los trabajadores de la administración pública, representa en el presupuesto del Estado un mayor egreso anual de 285 millones de dólares; parece evidente que la reclamada reposición de los despedidos significaría, cuando menos, un mayor egreso de 300 millones de dólares anuales. Es decir, sólo para satisfacer esas tres exigencias, el presupuesto anual del Estado peruano tendría que incrementarse en un 30 %. Ello sin embargo, como bien puede intuirse, es imposible que se logre en un año (y sólo con decisión quizá en cinco).

Todo indica que, como resultado de la secular mezcla de un grotesco paternalismo aristocrático, y un oscuro manejo de las cuentas del Estado, muy pocos en el país tienen conciencia de cuán pequeño y famélico es el presupuesto fiscal, absolutamente incapaz de responder a las exigencias por las que hoy se clama a todo lo largo y ancho del país.

Y es que la economía peruana, que a mediados del siglo XIX tenía gran impacto en la Bolsa de París, la más importante de entonces; es hoy, al cabo de una farra inenarrable, apenas una insignificancia. Tenemos una economía muy pequeña –admite explícitamente, como pocos, Fritz Du Bois –. Tan pequeña, que el valor de todo cuanto el Perú produce en un año, lo perdió Estados Unidos en un día : el inefable 11 de septiembre.

Sin embargo, en términos históricos, económicos y políticos, nuestro problema en la actual encrucijada no es que seamos una economía muy pequeña, con un presupuesto estatal necesariamente muy pequeño también. No ése ya no es nuestro problema. Al fin y al cabo, si de dimensiones se tratara, las cuentas de Costa Rica, por ejemplo, son aún más pequeñas.

Nuestro problema, a todas luces, es que se ha acumulado una deuda histórica gigantesca, casi impagable, pero que los pueblos del Perú, legítima y muy explicablemente, demandan que se les cancele ya, sin más dilaciones. Y dispuestos como se vienen mostrando a cobrar sus acreencias, de alguna forma, entonces, habrá que pagar la factura. Pero sólo podrá hacerse en el contexto de la descentralización.

En el del centralismo es absurdo que nos planteemos dicho propósito. Pero felizmente –como indican Sagasti, Patrón y otros –, “hay conciencia acerca de la imposibilidad de resolver los problemas de las diversas regiones que constituyen el Perú desde una perspectiva centrada en Lima”.

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