Rebelión contra el centralismo

 

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Alfonso Klauer

El “fracaso” de las clases dominantes

Las clases dominantes han estado siempre encaramadas en el poder del Estado. Pero con la suficiente habilidad de mimetización y encubrimiento para que todavía se siga creyendo que, como sólo han dado la cara abiertamente en algunos gobiernos, sólo en ellos han estado en el poder.

No, directamente, como en el caso de Manuel y José Pardo, o en el de Manuel Prado y varios otros; o a través de testaferros como los mariscales o generales Gamarra, Castilla, Vidal, Torrico, Echenique, etc., siempre han estado manejando el poder del Estado, poniéndolo, como no podía ser de otra manera, a su servicio y nada más que a él. Nunca al servicio de la Patria.

Si Castilla, y eventualmente otros como él, murieron pobres –como sostiene la Historia (oficial y oficiosa), aunque sospechamos que sin decir toda la verdad–, nos tiene que tener sin cuidado. En la hipótesis más benevolente, de que sólo pecaron entonces por omisión, igual merecen el repudio y la sanción histórica por su irresponsable negligencia punible. No se equivoca Washington Delgado cuando afirma que “la Independencia (...) estuvo al servicio de un grupo, de una clase”.

Y esa expresión no está muy lejos de coincidir con la que el economista Thorvaldur Gylfason formula para un densamente poblado país africano: “Durante la mayor parte de su historia como nación independiente, Nigeria ha sido una cleptocracia militar”.  La nuestra, según creemos, ha sido una larga cleptocracia con testaferros civiles y militares, tras los cuales se escudaron sucesivamente la aristocracia y la oligarquía la tecnocracia.

Bartolomé Herrera, quizá el más puro y conservador de los liberales de inicios de la República, sacerdote él, sostenía que era “preciso efectuar una selección destacando a los mejores y más influyentes (...) para que dirijan la vida del Estado”.

Y, sin duda, y para el mismo Herrera, el pueblo no formaba parte de ese privilegiado grupo dotado del saber, porque lo consideraba “la suma de los individuos de toda edad y condición que no tienen la capacidad ni el derecho de hacer las leyes”.

¿Diría hoy Herrera, a la luz de sus propias categorías, que los Pardo o los Prado, como los Castilla y Echenique, formaban parte de la privilegiada élite de la inteligencia, o del bajo e ignorante pueblo? Siendo que los resultados de su gestión fueron deplorables para el país, seguramente los colocaría en el segundo grupo. Mas, a la luz de nuestras categorías, ¿merece el pueblo del Perú recibir tan poco apreciados obsequios? Herrera, aunque fugazmente, fue ministro durante el gobierno de Echenique.

Éste fue el primer presidente que llegó al poder tras la primera campaña electoral que se realizó por calles y plazas. Según nuestros cálculos de actualización, dicha campaña costó el equivalente actual de 11 millones de dólares. Ahora ya lo debemos tener bien en claro. Supo devolver, con creces, y a través de la afamada Consolidación de la Deuda Interna, todo cuanto sus financistas pusieron para la campaña.

Herrera, que luego fue Rector en el Colegio San Carlos, culto e inteligente, no se percató sin embargo, en lo más mínimo, de la sospechosamente costosa campaña de su presidente. Y, menos, de la orgía de la Consolidación. ¿Qué enseñó a sus alumnos y a los maestros que dirigió? ¿Podía hablarles alguna vez de la esencia de la ética y la moral? Siempre fue muy crítico de los gobiernos. Pero no precisamente en torno a los asuntos pecuniarios. Cuánto queda en evidencia que, en los asuntos de fondo, en el seno del poder real no hay nunca contradicciones sustanciales. Quienes como él, leen, oyen y ven, callan ante el delito de otros miembros del grupo, aunque con ello traicionen al país al que declaran y declaman devoción.

Pues bien, en intentos por explicar la deplorable situación del Perú (pero también la paradoja de haber exportado tanta riqueza a cambio de muy poco), a mediados del siglo pasado surgieron tres hipótesis: la del “país adolescente”, la del “país a la deriva”, y la del “país de las oportunidades perdidas”. Esto es, la del país que sólo conoció las desventuras resultantes del desacierto continuo del adolescente sin experiencia; la del país que por décadas marchó sin rumbo, malgastando sus recursos en un viaje sin fin; y la del país que teniendo oportunidades las desperdició.

Esos intentos de explicación serían válidos si todos en el país adolescente, todos en el país a la deriva, y todos los que tuvieron oportunidades, hubieran obtenido los mismos deplorables resultados de miseria y pobreza. Mas no, ese saldo sólo cabe registrarlo para el caso de las grandes mayorías del Perú que nunca estuvieron un día en el poder.

No así para las clases dominantes que, de hecho, cuando no lo coparon, digitaron burdamente el poder del Estado. Éstas, echando por tierra las tres endebles hipótesis, no sólo no tuvieron el infortunio de los imberbes, sino que siempre actuaron con la experiencia de la adultez, siempre llegaron a buen puerto, y nunca desperdiciaron una oportunidad: se enriquecieron siempre. No puede seguirse diciendo tampoco, como ocurrió en la década del 70 del siglo pasado (de una mecánica y poco creativa derivación del materialismo histórico), que “las clases dominantes han fracasado en el manejo del Estado Peruano y en relación con el desarrollo del país”.

No, porque “haber fracasado” supone, implícitamente, “haberlo intentado”. Pero nada, absolutamente nada hay que pruebe que, contrariándose a sí mismas, las clases dominantes alguna vez intentaran poner el Estado al servicio de la Patria y, menos aún, desarrollar el país. No, en congruencia con la lógica, y consecuentes consigo mismas, manejaron el Estado para ponerlo al servicio de sus intereses y objetivos. Y, sin ambages, y en consistencia con el empeño que pusieron en ello, fueron muy exitosos.

¡Qué extraños fracasados que han tenido tanto éxito! Ni puede seguirse hablando de los “fracasos de las instituciones civiles” –como sostiene Mario Vargas Llosa –. ¿Qué instituciones? ¿Aquellas que durante nuestro remedo de República han sido los mascarones de proa del poder dominante? Siendo así, tampoco fracasaron. ¿El resto de las instituciones? ¿Cuáles? Mal puede fracasar quien no existe.

Boloña, que como vimos ha incursionado también en los predios de la Historia, habla a su turno del “fracaso del populismo”.

Ha de reconocer el economista–rector–ministro–candidato presidencial frustrado, que se han dado en nuestra historia populismos de derecha y de izquierda. Los de derecha, como los que se dieron en los gobiernos de Sánchez Cerro, Belaúnde y García, por ejemplo, contaron en el incondicional aplauso y apoyo de los grupos de poder, porque los beneficiaba. ¿Quiénes fracasaron, los enanos o los dueños del circo? El de Velasco, gobierno autoritario, paternalista, manipulador, centralista y ciertamente populista; difícilmente puede seguir siendo calificado de “izquierda”. Sin embargo, y para ser precisos y escrupulosos en nuestros conceptos, sostenemos que no fracasó. Si no, más bien, que fue derrotado, que estrictamente no es lo mismo. Del mismo modo que, para usar una analogía prosaica, no es lo mismo caerse de una escalera que ser arrojado de ella. ¿Quién venció y terminó expulsando a Velasco? Pues los mismos grupos de poder que apoyaron a los otros populismos. Pero, ¿por qué tamaño cambio de conducta? Pues porque este populismo los perjudicaba.

Sin militar en las canteras de la izquierda, ni mucho menos, diversos otros intelectuales asumieron esa misma hipótesis, aunque utilizando términos distintos. Mendoza, Montaner y Vargas Llosa, por ejemplo, hablan de incompetencia. Dicen así que nuestra incompetencia ha dado pie para que la riqueza que se extrajo de nuestro territorio se nos esfumara de las manos. ¿Pero quiénes extrajeron esa riqueza? ¿Acaso los pueblos del Perú? No, las grandes transnacionales extranjeras, tras sobornar a los gobernantes de turno y a sus testaferros. ¿Quiénes los “incompetentes”? ¿Y acaso la riqueza obtenida escapó de sus manos? No, bastante provecho que les hizo a unos y otros. ¿Puede frente a ese privilegiado y excluyente éxito seguirse hablando de incompetencia? Pero tampoco parecen más acertadas aquellas explicaciones que, proviniendo de historiadores con sólida y crítica formación, como en el caso de Macera , pero también en el caso de Manuel Burga, el actual rector de la Universidad de San Marcos, atribuyen nuestra situación a “una clase social que no supo ser –o no fue– una clase dirigente”.

Seriamente sospechamos de la validez del concepto “clase dirigente”. El hecho de que esté bien arraigado en el análisis de la historia occidental, no le concede necesariamente una buena calidad explicativa. A falta de clase dirigente nativa, ¿podría acaso desarrollarse un país importando una clase dirigente? ¿No es ese criterio, en el fondo, el que al fin y al cabo estuvo en la mente de quienes a caída de la Colonia pugnaron por importar un príncipe europeo (y su corte), para que gobernaran las riendas del nuevo país independiente? Sospechamos que, en todos aquellos casos históricos donde se ha visto la supuesta presencia decisiva de una supuesta clase dirigente, como en el caso de Chile para no ir muy lejos, ha dejado de verse una cualidad fundamental: su condición de clase, o, mejor, de grupo social nacional, o, si se quiere, de grupo social genuina y democráticamente patriota.

Con ese concepto queremos nombrar a todos aquellos grupos, dominantes o no, dirigentes o no, que ven, en su territorio, el destino de sus huesos y los de sus herederos; que ven, en su Patria, el objeto de sus desvelos, de sus sueños, y de sus esfuerzos. En fin, los que ven en la patria su Patria. Y realizan todo lo que está a su alcance para que sus hijos y nietos hagan lo propio.

Quizá fue González Prada el primero entre nosotros que vislumbró esta hipótesis de la enorme importancia del nacionalismo auténtico y democrático. Fue hace más de cien años. No obstante, ni siquiera los historiadores marxistas lograron “pescarla”.

En efecto, en 1888 don Manuel escribió : No forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos y extranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico y los Andes..

¿Cómo pedirles entonces a quienes se sienten y saben colonos de paso, simples transeúntes, que trabajen por el desarrollo de una tierra que no es la suya? Esos aristócratas criollos a los que denunció González Prada, en esencia, no eran distintos a los conquistadores que, después de “hacer la América”, se largaban a España a invertir, gastar y derrochar la fortuna extraída de las entrañas de los Andes.

Muchos son los elementos que permiten indicar que, en razón de haber sido la sede del más importante virreinato de América del Sur, amamantados con la ideología antinacional del imperio, los grupos que sucesivamente pasaron a controlar las riendas del Perú, aunque fueran dirigentes no fueron nacionales; y aunque fueron dominantes no fueron nacionales.

Sus propósitos no estuvieron orientados al suelo en el que transitoriamente tenían puestos los pies, sino para extraer de él la mayor cantidad de riqueza susceptible de ser llevada al rincón de sus sueños: España, ayer, Estados Unidos, hoy.

Y siempre deberá tenerse presente que la impronta de la ideología antinacional imperial es muy profunda y de horizonte temporal muy prolongado. Más todavía en pueblos que, como el nuestro, aún no han podido respirar los aires de una genuina independencia.

En ese contexto, nacer en Characato, en Cabana o en Lima no es, necesariamente, garantía de que se tenga genuino e inmarcesible amor por la Patria. Aunque de reciente data, cuántos de nuestros más humildes e inconfundibles provincianos, pero por cierto muy explicablemente, dan hoy su concurso al engrandecimiento del imperio y no el de la tierra que los vio nacer. Y, de vieja data, desde los inicios mismos de la República, cuántos de “nuestros” aristócratas, oligarcas y tecnócratas, tienen depositadas todas sus riquezas, o gran parte de ellas, en las tierras del imperio, y no aquí.

Para terminar, tampoco puede seguirse diciendo que nuestros países “han perdido 15 décadas, 150 años”. como en este caso hace de Rivero; y, menos aún, que sólo se ha perdido tres décadas, como indica Alberto Andrade, el alcalde de Lima.

Las objeciones –insistimos–, son las siguientes: cualesquiera que sean los plazos que se considere, no puede sostenerse que durante ellos ha perdido el país, esto es, todos sus componentes, porque en verdad sólo se han perjudicado las grandes mayorías; y, como se verá, el atraso, descapitalización y pobreza masiva, son el resultado de siglos de explotación y hegemonía de políticas excluyentes (desde el propio Imperio Inka, pasando por la Colonia hasta nuestros días).

Exigir que se descarte el uso de términos como “fracaso”, “incompetencia” o “pérdida” no responde a prurito académico. Y, menos todavía, al despropósito de empobrecer la calidad literaria de los textos. De lo que se trata, entonces, es de desterrar el lenguaje críptico y encubridor, el lenguaje alienante y adormecedor. Porque puede decirse que con él las clases dominantes obtuvieron incluso más de lo que pretendieron. Porque, en efecto, no ha sido de sus canteras de donde salieron aquellos que enarbolaron las tesis del “país adolescente”, del “país a la deriva” y la del “fracaso de las clases dominantes”, sino que fueron creación de intelectuales de clase media. No obstante, las erradas tesis han contribuido, durante mucho tiempo, a redondear el éxito abrumador del falso y encubridor discurso explícito de las clases dominantes, porque con ellas siguen quedando libradas de toda responsabilidad histórica, cuando no moral e incluso penal.

Así, las grandes mayorías del país seguirán siendo víctimas de engaño y alienación, mientras sigan creyendo que la miseria del Perú es fruto de “nuestra adolescencia”; de “nuestro viaje sin rumbo”; del “fracaso de nuestra clase dirigente”; de que impunemente “perdemos décadas y décadas”; de “nuestra mala suerte”; o de que “somos cholos”, o de que “somos ociosos”; o de una siniestra y perversa combinación de todas esas falacias del discurso explícito de las clases históricamente dominantes.

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