Descentralización: Sí o Sí

 

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Alfonso Klauer

Las profundas inconsistencias de la receta del “Consenso de Washington”

Debemos tener clara conciencia de que la afamada receta del “Consenso de Washington” –que con tanto ardor ha hecho suya durante dos períodos el gobierno del Presidente Fujimori en el Perú, por ejemplo–, carece de sustento científico aunque sólo fuera por el hecho incontrastable de que está flagrantemente recortada, y hasta puede decirse que es sospechosamente incompleta.

Hay en efecto –como veremos– notorias y graves omisiones. Pero además no está libre de inconsistencias y de parcialidades tendenciosas, que desnudan su carácter más bien ideológico, subjetivo e interesado, que científico. Veamos.

a) La primera omisión –sobre la que hemos insistido bastante–, es el hecho de que en la receta del “Consenso de Washington” bajo ningún aspecto se intenta enfrentar el grave problema del centralismo de nuestros países.

b) En segundo lugar –y como veremos con una magnífica y sólida demostración más adelante– olímpicamente en la receta del “Consenso de Washington” se confunde y no se hace distingos entre “mercado” y “mercado real”, atribuyéndole a éste –en nuestro caso el predominantemente “oligopólico mercado latinoamericano”, pero también al predominantemente “oligopólico mercado global”– la capacidad de “asignación racional de los recursos” que sólo tiene “el mercado” –a secas–, esto es, “el mercado ideal”, “el mercado de competencia perfecta”, “el mercado teórico”, que sólo existe en los libros y en la mente de algunos economistas.

Y es que los economistas del FMI y del BM siguen creyendo que los “seres humanos” somos como las “manzanas”. No, el hombre aristotélico es distinto de la manzana newtoniana. Ésta no tiene cómo violar la ley de la gravedad. No tiene voluntad, no tiene intereses.

El hombre, en cambio, a partir de su voluntad y de las fuerzas con que cuenta, y en función de sus intereses, ha podido no sólo “violar” la ley de la gravedad –he ahí a los cohetes camino a la Luna, por ejemplo–; sino que ha podido siempre, puede y podrá seguir “violando” las leyes del mercado.

Así, allí donde debería haber “mercados perfectos” –donde se dé la asignación racional de los recursos, la equidad, y por supuesto y en consecuencia el no–centralismo–, gigantescos Estados y enormes empresas, en función de sus intereses, han creado “mercados imperfectos” –en los que prima la asignación irracional de los recursos, la inequidad y, como está visto, un absurdo y suicida centralismo–.

c) La receta del “Consenso de Washington” prohibe en la práctica a nuestros países diseñar y establecer las mismas inteligentes estrategias económicas, de crecimiento y Desarrollo, que sí se han aplicado y siguen aplicando consistentemente en el Norte, sea Estados Unidos, Europa o Japón, y que libremente se dejó practicar a los “Tigres del Asia”.

En efecto, cuando de pensar en lo suyo se trata, los economistas del Norte sí son concientes de que “el mercado” espontáneamente no sólo no resuelve todos los problemas, sino que son incluso concientes de que espontáneamente “el mercado” ni siquiera resuelve bien el conjunto parcial de aquellos problemas que enfrenta.

De allí que, perfectamente concientes de las “imperfecciones del mercado”, los economistas y políticos de los países del Norte admiten y alientan que en sus territorios: 1) casi sin excepción, se proteja y hasta subsidie a la agricultura, por ejemplo; 2) en muchos de ellos se proteja también a la industria, o específicamente a algunos tipos de industria; 3) se deje en manos del Estado algunas actividades a las que se considera “estratégicas”, etc.

¿En base a qué, entonces, en unos países –los del Norte– sí puede hacerse todo eso, y en otros –los del Sur– no puede hacerse nada de eso? ¿Cuál, sino es en función de sus propios intereses –como lo hemos mostrado–, podría ser la razón de tan ostensible inconsistencia y arbitrariedad? d) La receta del “Consenso de Washington” habla consistentemente de la extraordinaria importancia de la “inversión extranjera directa”, en el entendido de que ella puede ser un aporte insustituible para que nuestros pueblos logren el tan anhelado Desarrollo.

Pues bien, en torno a la tan bien ponderada hipótesis de la “inversión extranjera como palanca del Desarrollo” los economistas de Washington tienen primero la obligación moral, profesional y científica de responder y refutar estas interrogantes y respuestas: • ¿Cuándo y dónde ha quedado probada esa hipótesis? – Nunca y en ningún lado. Por primera vez, y al cabo de miles de años de historia, recién se está “ensayando” y “experimentando” esa receta –con resultados aún inciertos– en los países del Tercer Mundo.

• Si más de dos millones de millones de dólares invertidos hasta hoy en América Latina han reportado resultados insignificantes, ¿cuánto deberá invertirse para que realmente nuestros países alcancen el Desarrollo? Pues una suma astronómica que, hasta ahora, ni con el auxilio de las computadoras, o nadie se ha atrevido a calcular, o, lo que sería aún más dramático, nadie se ha atrevido a revelar.

• Y si como sospechamos, la suma fuera realmente astronómica, ¿en qué plazo podría concretarse ese aporte y en qué plazo alcanzaríamos el Desarrollo? ¿y por qué se silencia esos datos? – En uno y otro caso de bastante más que de un siglo. Y se calla en todos los idiomas para evitar el escándalo y la vergüenza del engaño al que inicuamente se nos viene sometiendo.

• ¿Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Alemania, Suiza o Japón, por ejemplo, alcanzaron acaso el Desarrollo con la contribución de la “inversión extranjera”? – No. Por lo menos no con la “inversión extranjera directa y voluntaria”. Porque, en todo caso, la participación cuantitativa de esa “inversión extranjera directa y voluntaria” en el Desarrollo de esos países ha sido absolutamente irrelevante.

• ¿Reconocen los afamados economistas de Washington que ha habido en la historia otro tipo de “inversión extranjera”, la “indirecta e involuntaria”, que sí fue una contribución decisiva al enriquecimiento de muchos de los países Desarrollados de hoy? – No. Nunca lo han admitido, aunque históricamente resulta una verdad irrebatible y monumental como las Pirámides de Egipto.

En efecto, muchos pueblos en la historia han sido obligados por la fuerza a realizar una cuantiosa “inversión indirecta e involuntaria” al Desarrollo de otros.

Así, la esclavitud, en el caso de los pueblos del África, y la extracción colonial de riquezas a los pueblos conquistados de Asia y América Latina, representaron durante siglos aportes descomunales de los pueblos colonizados del Tercer Mundo a los pueblos colonizadores del Primer Mundo.

Y, hasta donde se sepa, ningún brillante economista norteamericano o francés –y quizá tampoco ningún africano– ha dedicado ningún esfuerzo a estimar la gigantesca “deuda histórica externa” que Estados Unidos y otros pueblos del Primer Mundo tienen pendiente de pagar al África.

De la misma manera que está pendiente de pago la también gigantesca “deuda histórica externa” que el mismo Primer Mundo tiene con muchos pueblos de Asia y todos los pueblos de América Latina.

• ¿Debemos seguir considerando homogéneas todas las formas en que se presenta la actual “inversión extranjera directa”? ¿Tienen todas acaso el mismo impacto en los subdesarrollados “países anfitriones”? – No. No son ni debe seguirse considerando iguales a todas las formas de “inversión extranjera directa”.

Es absolutamente obvio que no es lo mismo: a) conceder una licencia de Mac Donald’s, por ejemplo, que “invertir” en una mina de hierro para exportación de pellets; b) “invertir” en una mina de hierro para exportar pellets, que “invertir” en una ensambladora de vehículos.

Ni, c) “invertir” en una ensambladora de vehículos, que “invertir” en una fábrica de electrodomésticos; d) “invertir” en una fábrica de electrodomésticos, que “invertir” en una fábrica de computadoras; e) “invertir” en una fábrica de computadoras, a secas, que “invertir” en una fábrica de computadoras con el objetivo de realizar además profunda investigación y desarrollo (I&D).

En efecto, pues, no se requiere una gran especialización en Economía para apreciar el sustancial y distinto impacto, crecientemente positivo, que tendrá el país anfitrión conforme se pasa de la alternativa “a” a la “e”.

Y no se requiere sino sentido común para advertir que “el mercado”, por sí solo, espontáneamente, tardaría un tiempo larguísimo e imprecisable para que se instalen –y se desarrollen– masivamente industrias de los tipos “c”, “d” o “e” en los países subdesarrollados.

Éstos, entonces, y cómo negarlo, tienen legítimo derecho a “forzar al mercado y a los agentes económicos”, vía estímulos de diverso orden, para que ello ocurra en el plazo más breve posible.

¿Con qué autoridad moral los organismos multilaterales “de Desarrollo” se oponen abierta y tajantemente a ello? ¿Acaso con la fuerza de la razón? ¿No es verdad, por el contrario, que con la razón de la fuerza? • Por último, ¿son concientes los autores de la receta del “Consenso de Washington” que hay “inversiones extranjeras directas” que en lugar de beneficiar “perjudican” a los países anfitriones? – Tal parece que aún no hay conciencia de ello. Y, en ese sentido, tal parece que el aporte científico que acaban de hacer dos economistas peruanos –el PhD Santiago Roca y el economista Luis Simabuko– habrá de tener una sensacional repercusión en el mundo científico y económico.

Ellos –como veremos más adelante– han demostrado que, en el caso del Perú por lo menos, la preeminencia de la inversión extranjera directa en actividades primario–extractivas perjudica más al país que lo que lo beneficia.

e) La receta del “Consenso de Washington” habla consistentemente de “apertura co- mercial”. Esto es, dejar que las mercancías circulen libremente y sin tropiezos de un país a otro. La en apariencia aséptica receta parece magnífica.

En la práctica, sin embargo, cómo negarlo, encubre un propósito más bien sesgado e interesado: que las mercancías del Norte –productor– circulen libremente y sin restricciones en el Sur –consumidor–.

En realidad, pues, no se trata de otra cosa que de ampliar sistemáticamente los mercados a los productos del Norte que, con productos manufacturados, concentra el 80 % de la producción mundial.

Pero por lo demás, para nadie es un secreto que, violando su propia receta, cada vez que se lo imponen sus intereses, el Norte, llenándose de pretextos y subterfugios, bloquea el ingreso de las mercaderías del Sur.

f) También la receta del “Consenso de Washington” habla consistentemente de “apertura financiera”. Esto es, dejar que los capitales circulen sin tropiezos libremente por el planeta.

Una vez más, pues, la aparentemente aséptica receta encubre un sesgado e interesado propósito: que los capitales del Norte –el acreedor– circulen libremente y sin restricciones en el Sur –el deudor–, ingresando y saliendo de éste en el volumen y en el momento que lo impongan los intereses del Norte.

Aunque la mayor parte de los economistas “olvidan” y dejan de tenerlo en cuenta, el fin de la Guerra Fría ha hecho más urgente al Norte, y en particular a los Estados Unidos, la exigencia de la “apertura financiera” del Sur.

Y es que con el fin de la Guerra Fría han quedado libres los inmensos flujos de capital con los que Estados Unidos se había convertido en el mayor deudor mundial.

Pero también han quedado libres los inmensos recursos con los que artificialmente –en el contexto de la Guerra Fría– deliberadamente –incluso al extremo de prestar más de lo que iba a poder cobrarse– se financió gran parte del crecimiento industrial de los Tigres del Asia.

¿Puede acaso considerarse una simple casualidad que haya coincidido con el fin de la Guerra Fría el violento retiro del Asia de gigantescos capitales internacionales? No, no es una simple casualidad. Su presencia, más aún ante el grave riesgo de insolvencia de los acreedores, ya no era necesaria ante la estrepitosa derrota político– económica del “enemigo principal”: la ex Unión Soviética.

¿Previeron los “tigres de Washington” que la violenta fuga de capitales del Asia desataría una crisis en cascada, y en la que casi todos los capitales terminarían refugiándose en Norteamérica? ¿Previeron que de esa manera terminaría creándose en Estados Unidos la gigantesca y peligrosísima “burbuja” financiera de la que hablan hoy todos los economistas, y que entre otras cosas ha elevado artificialmente en 20 % el valor de las acciones de las grandes empresas transnacionales? ¿Previeron finalmente –como advierten los analistas como Marcelo Gullo y Jorge Morelli en el Perú–, que el estallido de esa “burbuja” financiera significaría un problema político–económico–social gravísimo, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo? g) Para terminar, la receta del “Consenso de Washington” incurre en una omisión de flagrante inconsistencia. En efecto, como está dicho, en ella se reclama, proclama e impone el derecho a la “libre circulación de mercancías y de capitales”.

Las mercancías, como es obvio, son el resultado final del proceso productivo. Y en éste, como también se sabe, los factores que intervienen, además de la “tierra” –y las “fábricas”– son: a) el capital, y; b) el trabajo.

Pues bien, ¿por qué la receta del “Consenso de Washington” reclama sólo la libre circulación de uno de esos factores? En otros términos, ¿por qué la receta del “Consenso de Washington” omite reclamar, proclamar e imponer también la “libre circulación del trabajo”, o, si se prefiere, la “libre circulación de la fuerza de trabajo” –hombres y mujeres; científicos, técnicos, empleados y obreros; ocupados o desocupados–? ¿Es que se trata sólo de una grave deficiencia de la teoría económica en la que se sustenta la famosa receta? ¿Es que se trata de una omisión inadvertida e involuntaria? No. Bien, muy bien sabido es que no.

La teoría económica, y no de ahora sino desde bastante tiempo atrás, reconoce cabal y explícitamente que la existencia de “mercados de competencia perfecta” pasa, necesaria e ineludiblemente, por la libre circulación del capital y del trabajo.

Así, “reclamar” el derecho a la libre circulación del capital y al propio tiempo “dejar de reclamar” el derecho a la libre circulación del trabajo es, sin el más mínimo asomo de duda, una omisión deliberada y, simultáneamente, una inconsistencia inexcusable. Y sus mentores son perfectamente concientes tanto de lo uno como de lo otro.

La explicación de esa deliberada omisión y de esa inexcusable inconsistencia es muy simple.

Y, una vez más, debe buscarse en torno a los intereses de los grandes centros de poder político–económico del Norte.

Ciertamente, cuando a través del FMI y del BM reclaman e imponen “el derecho” a la libre circulación del capital –”su” capital–, están objetivamente actuando en función de sus intereses, su conveniencia: ampliar los mercados de “sus capitales financieros”, para así obtener mayores ganancias y dividendos. Son pues perfectamente concientes de que ese reclamo y esa imposición invariable y directamente los beneficia, los enriquece aún más.

Reclaman entonces ese legítimo derecho porque los beneficia, con absoluta prescindencia de si con el ejercicio de ese derecho se perjudica o no a otros –y de hecho el violento retiro de grandes capitales ha remecido y lanzado a gravísimas crisis a más de un pueblo del Tercer Mundo–.

Así, y en definitiva, y a pesar de que en muchos casos puede perjudicarnos gravemente, los pueblos del Sur hemos terminado aceptando el ejercicio del derecho del Norte a la libre circulación de sus capitales.

Pero los grandes centros de poder político– económico del Norte callan, en cambio, y en todos los idiomas, el idéntico legítimo derecho a la libre circulación de la fuerza de trabajo –”nuestra” fuerza de trabajo–, porque en este caso el silencio los beneficia.

Porque son perfectamente concientes de que la coherente y consistente proclamación de la libre circulación de la fuerza de trabajo terminaría irremediablemente “perjudicándolos”.

El Norte tiene conciencia de que, con el mismo derecho que hoy los capitales fluyen libremente de Norte a Sur, cuando se consagre definitivamente el igual derecho a la libre circulación de la fuerza de trabajo, millones de profesionales, técnicos, obreros, ocupados o desocupados, legítimamente, en estricta aplicación de las sacrosantas “leyes del mercado”, migrarán masivamente, pero esta vez de Sur a Norte, en busca de trabajo, unos, o de mejores oportunidades de empleo, otros.

Mas casi todo el Norte se enerva, rebela y violenta con el solo hecho de pensar que algún día tendrá que cumplirse esa inexorable e inderogable “ley del mercado”.

Entre los peruanos, por ejemplo, y según cifras oficiales muy discutibles por su muy probable inexactitud –hacia abajo–, ya 1 127 000 radican en el extranjero, entre los que la inmensa mayoría ha optado, ciertamente, por el Norte: Estados Unidos, en primer lugar, y España en segundo término.

¿Son acaso muy difíciles de desentrañar las razones económicas e históricas por las que han sido elegidos ambos destinos? Por lo demás, y como acaba de revelar el diario “El Comercio”, las solicitudes de emigración se han elevado ahora a la exorbitante cifra de 1,400 por día.

Entre tanto, y para no caer en un ridículo equivalente al de “derogar la ley de la gravedad”, los afamados cienfícos económicos del Norte, de la mano de los políticos más duros y cínicos, han optado por callar y silenciar el también inobjetable derecho a la libre circulación de la fuerza de trabajo.

Patéticamente, en el tan mentado contexto de la globalización, asistimos al espectáculo de que se reconocen, proclaman e imponen los legítimos derechos de unos, los de los pueblos del Norte –porque los benefician–, y no se reconocen, silencian y omiten los también legítimos derechos de otros, los del Sur –aunque los beneficien–.

En relación a esto, pues, los grandes centros de poder político–económico del Norte han impuesto en el mundo una grotesca violación del principio de “igualdad ante la ley”.

Han impuesto una asimétrica y burda “ley de la Selva”, la ley del más fuerte: sólo se imponen los derechos de los “fuertes”, no los de los “débiles”. No obstante, se proclaman a todos los vientos la vanguardia de la civilización en la defensa de los Derechos Humanos.

¿Puede acaso frente a esa insensata incongruencia hablarse entonces de “democracia global”? ¿Cómo se explican los intelectuales del Norte –pero también muchos de los del Sur que sobre estos asuntos, como en el caso de Carlos Alberto Montaner y muchos otros, guardan un cómodo y, por qué no decirlo, hasta cómplice silencio–, que se preocupen y desvivan por mantener y fortalecer la “democracia” en el Norte, y se preocupen y desvivan para terminar implantando la misma sublime “democracia” en el Sur, pero no acepten y se resistan a imponer, reclamar y exigir una genuina “democracia global”, en la que por igual se respeten y reconozcan los derechos de los pueblos del Norte y del Sur, y en la que se dé una simétrica y respetuosa relación entre unos y otros? ¿Alguna vez lo han exigido? h) Pero hay todavía otra seria y grave omisión en la receta del “Consenso de Washington”.

En efecto, en algún lugar de ella debería consignarse el grave e importante tema de las cuantiosas “deudas” que agobian a los pueblos del mundo. A todos, sí, a todos.

Debiendo consignarse y consagrarse, por ejemplo, el principio de que “todas las deudas son iguales”, con esa u otra formulación objetiva y respetuosamente equivalente.

Hoy el FMI, el BM, el Club de París, las agencias financieras internacionales y los países acreedores, legítimamente y con todo derecho reclaman a los pueblos del Sur el pago puntual de sus compromisos financieros internacionales.

Les preocupa grave y seriamente la cuantiosa magnitud a la que ha llegado la Deuda Externa en cada uno de nuestros países, y la cuantiosa cifra a la que ha llegado la suma total: tanto como dos millones de millones de dólares.

Y, por cierto, les preocupan nuestros constantes atrasos, nuestras constantes refinanciaciones y las eventuales pero siempre peligrosas moratorias unilaterales de pagos.

Para nadie es un secreto que, de un buen tiempo a esta parte, los afamados “programas de ajuste” que impone el FMI a nuestras economías no tienen tanto el propósito de alentar el Desarrollo de nuestras sociedades, sino garantizar a los acreedores el pago puntual de las cuotas de la Deuda Externa. En realidad, hasta podría decirse que, legítimamente, el FMI actúa como un “interventor”.

Pues bien, ¿puede alguien sostener que la Deuda Externa es la única obligación económico– financiera de nuestros países? ¿Verdad que no? ¿No es verdad que en la Deuda Total tenemos la obligación de reconocer hasta tres componentes por lo menos? En efecto, la Deuda Total para el caso de todos y cada uno de los pueblos del planeta, debe entenderse como conformada por la suma de:

 

• Deuda Externa Actual,

• Deuda Interna Actual

• Deuda Externa Histórica

Quizá haya pueblos que no le deben nada a nadie. En buena hora. Pero la mayor parte de los pueblos de la Tierra tienen responsabilidad con una, dos, y quizá hasta los tres tipos de deuda. Y entre éstos, los deudores, hay los que con o sin refinanciaciones, con o sin presiones, vienen pagando las deudas que les corresponde, o, por lo menos, algunas de ellas.

Pero hay también los que, arbitraria y unilateralmente, en algún momento y transitoriamente se han declarado en cesación de pagos, y los que, simple y llanamente, de manera también arbitraria y unilateral, se han declarado en rebeldía y no están dispuestos a reconocer la existencia de una o más de una de esas deudas.

El Perú, por ejemplo, es una magnífica muestra de esta compleja situación. En 1990, al empezar el primer gobierno del presidente Fujimori, nuestra Deuda Externa era del orden de 30 000 millones de dólares. Eso ha sido siempre lo único que hemos sabido. La composición y origen de esa Deuda Externa es todo un misterio.

El Presidente Fujimori –comportándose como el más tradicional de los políticos– no ha dado nunca información al respecto y el asunto se sigue manejando como “secreto de Estado”. Así, la inmensa mayoría de los peruanos, salvo unos pocos “privilegiados”, no tenemos la más remota idea del destino que tuvieron varios miles de millones de dólares de nuestra Deuda Externa.

Por mediación de los “programas de ajuste”, en el contexto de una sana política de reinserción en el mundo financiero internacional, y para superar la absurda e irresponsable cesación parcial de pagos en la que incurrió el gobierno del Presidente García, el Perú ha destinado en el últimos nueve años casi tanto como 10 000 millones de dólares para amortizar esa Deuda Externa que, sin embargo, y para asombro de todos los peruanos, sigue siendo del orden de 30 000 millones de dólares.

En la práctica, es como si en estos últimos nueve años sólo hubiéramos pagado intereses. Pero se sabe sin embargo que ha habido recompra de papeles de la deuda, tanto en negociaciones secretas –que como se recuerda dieron origen a más de un escándalo–, como en el pago en el caso de algunos procesos de privatización.

Lo cierto y evidente es que el país tiene legítimo derecho a conocer en detalle todos los aspectos sustantivos de la Deuda Externa.

Nadie ha podido sacar nunca prenda alguna al presidente Fujimori. ¿Dirá algo al país a este respecto durante la transmisión del mando en julio del 2000? Es todo un misterio. Pero tiene obligación de hacerlo.

Entre tanto, es absolutamente evidente que el gobierno del presidente Fujimori, con la febril complacencia del FMI, en torno a los asuntos de Deuda ha prestado atención preferente y casi exclusiva al componente externo de la misma, olvidándose uno y otro, deliberada e irresponsablemente, de muy buena parte de la Deuda Interna del Estado Peruano que, según parece, sólo ha sido atendida allí donde los acreedores eran instituciones bancarias y financieras peruanas.

Pues bien, a pesar de contar con los mismos y legítimos derechos de esas instituciones, miles y miles de familias y empresas peruanas han visto transcurrir año tras año sin que el Estado y el gobierno del presidente Fujimori atiendan sus demandas y reclamos económicos y legales.

Y conste que no estamos hablando de la pobreza, el subdesarrollo y la desocupación.

No, estamos hablando ahora de los 100 000 juicios, 20 000 de los cuales son de materia civil, en que dentro del país está involucrado el Estado Peruano con igual número de litigantes, entre personas naturales, familias y empresas del país, a las que, en muchísimos de los casos, es éste el que debe y se resiste y niega a pagar o a reconocer su responsabilidad.

Nadie, ni el presidente Fujimori, tiene la más mínima idea de la magnitud de esa parte de la Deuda Interna. Y, sin duda, merece ser atendida con tanta responsabilidad como se ha venido atendiendo prioritaria y exclusivamente la Deuda Externa.

¿Quién ha definido así esa prioridad, en la que virtualmente ha quedado totalmente desatendido el pago de la Deuda Interna? ¿Acaso el propio gobierno del presidente Fujimori, acaso los responsables del monitoreo en el FMI? ¿Quién y por qué? ¿Es que para uno, los otros o ambos, la Deuda Interna que tiene el Estado Peruano con algunos compatriotas es de “segunda categoría”? ¿Y quién ha dado el derecho a clasificarla como de “segunda prioridad”? No, tenemos el deber de advertir a todos los peruanos y a la comunidad internacional que también en relación con esto en el Perú se está cometiendo una barbaridad sin nombre. Y estamos absolutamente convencidos de que el FMI sabrá contribuir a rectificar este gravísimo error, y a reconocer que una parte proporcional del esfuerzo nacional de pago de nuestra deuda tiene que orientarse a saldar esa Deuda Interna.

Asoma evidente que buena parte de los recursos que se destinen a ello, no sólo habrán de quedar en el propio país, como corresponde, sino que habrán de ser empleados seguramente en la creación de nuevos puestos de trabajo aquí en el Perú.

No obstante, aparte de todo ello, nadie podría ocultar que el Estado Peruano tiene una enorme Deuda Histórica Interna con los pueblos del Perú a los cuales centenariamente ha dado la espalda y mantenido en abandono. Ésa es precisamente la parte de la Deuda Total que deberá irse cancelando con y a partir de la descentralización del país.

El Perú, sin embargo, puede preciarse de ser uno de los países del mundo que no tiene pendiente de pago ningún dólar en el importantísimo rubro al que hemos denominado Deuda Histórica Externa.

Muy por el contrario, somos uno de los más grandes acreedores mundiales, conjuntamente con casi todos los pueblos de América Latina, África y muchos pueblos del Asia que fueron víctimas del más brutal, genocida y destructor colonialismo militar, político y económico.

No pretendemos reivindicar derecho especial alguno. No. Pero sí nos asiste, idéntico, el mismo derecho que legítimamente se ha reivindicado y consagrado con el pueblo judío que fue víctima del atroz y sanguinario genocidio nazi. Nada más. Pero tampoco nada menos.

En nuestro caso, el tiempo transcurrido no podrá ser esgrimido ni por España, Inglaterra y otros países europeos, ni por Estados Unidos, como un pretexto para el no reconocimiento de la enorme Deuda Histórica Externa que tienen con nuestros pueblos.

Al fin y al cabo, han sido los propios países desarrollados y democráticos del Norte los que han definido y precisado que los crímenes de lesa humanidad no prescriben.

Y el brutal genocidio de América fue uno de los más grandes crímenes de lesa humanidad que se han cometido en la historia.

Sólo en el Perú murieron 8 a 9 millones de personas, quedando reducida la población a sólo el 10 % de la que encontraron los conquistadores europeos.

Como también lo fue el no menos brutal abandono de la enorme infraestructura vial que encontraron los conquistadores españoles al llegar al Perú. Y como lo fue el cuantioso e inmisericorde saqueo de las riquezas de oro y plata que se extrajeron violentamente del Perú, Bolivia y México.

Y como lo fue el también abusivo saqueo de nuestros depósitos de guano; de nuestra riqueza de caucho; de nuestros depósitos de petróleo, hierro, cobre; y de nuestras riquezas agrícolas de azúcar, algodón y café, hasta los primeros cincuenta años de este siglo, en los que actuaron voraz y desembozadamente, sin control alguno, y con la complacencia y hasta complicidad de muchos gobiernos del Norte, las primeras empresas transnacionales que pusieron sus pies en esta parte del planeta.

No, nadie tiene el derecho a olvidar esa deuda. Y nadie tiene el derecho de hacernos “perro muerto”. Menos aún los mismos que en cada ocasión en que nosotros incurrimos en irresponsable cesación unilateral de pagos nos lo recuerdan y enrrostran.

Pero tampoco, y menos entre nosotros, nadie tiene la atribución de condonar a nadie, por sí y ante sí, esa Deuda Histórica Externa, y, menos todavía, a aquellos pueblos que habiendo usufructuado ayer de nuestras riquezas, están hoy en condición de empezar a pagarla, de una o mil maneras.

En ese contexto, la muy meritoria y encomiable iniciativa que ha tomado la Iglesia Católica en el mundo, para reclamar la condonación de la deuda externa de los países subdesarrollados no es, sin embargo, lo histórica y razonablemente más adecuado.

Con ello, la Iglesia Católica, sin seguramente pretenderlo, terminaría liquidando nuestro derecho legítimo e inalienable a reclamar a los países del Norte el pago de la Deuda Histórica Externa, que es, proporcionalmente, muchísimo más grande que la Deuda Externa que aún mantenemos con ellos.

Cuidado, inadvertidamente, y aunque cargada de muy buena fe, ésa puede resultar una trampa mortal. Y la Iglesia Católica es la menos indicada para incurrir en tamaño error.

No. Ni queremos ni pedimos condonaciones de ninguna índole. Tenemos obligación de pagar, hasta el último centavo, todo lo que debemos. Y, como corresponde, tenemos derecho a cobrar, hasta el último centavo, todo lo que nos deben.Así de simple. Ni más ni menos.

Algún día, pues, y ojalá pronto, quizá incluso con la mediación de todas las grandes iglesias del mundo, estaremos sentados en torno a una mesa para saldar cuentas, definir las verdaderas deudas y acreencias de cada pueblo, y diseñar políticas nuevas y fértiles de genuina convivencia y cooperación económica y financiera entre el Norte y el Sur.

En todo caso, y es de esperar que más temprano que tarde también, los pueblos del Norte alcancen a comprender cabalmente que la brutal magnitud de nuestro subdesarrollo actual, tiene estrechísima relación con el saqueo y la expoliación de que fueron víctimas nuestros pueblos en ese pasado no tan remoto del que hablamos.

Y así comprenderán también cabalmente que la cancelación de la enorme Deuda Histórica Externa que tienen, habrá de jugar un rol importantísimo en cambiar el estado actual de las cosas, dándose así inicio al despegue hacia el Desarrollo de los pueblos del Sur, de modo tal que puedan satisfacer las urgencias de sus pobladores y, en particular, la de fuentes de trabajo dignas con las que solventar sus necesidades.

Entre tanto, y mientras se llegue a tomar conciencia lúcida de esa necesidad, muy probablemente prevalecerán los criterios más recalcitrantes de los menos democráticos intereses del Norte. Es decir, y durante algún tiempo, muy probablemente seguirá imperando la “ley de la Selva” en la que, en este caso, unos seguirán considerándose los únicos acreedores, y seguirán considerando a los otros como los únicos deudores.

Esa injusta y antidemocrática prepotencia, si sigue prevaleciendo y manteniéndose, habrá de pagarse muy caro. En efecto, los riesgos de seguir incurriendo en ella son altísimos.

¿O no somos concientes de que el gravísimo desbalance de riquezas entre el Norte y el Sur es lo que explica que millones de hombres del Sur tengan permanentemente puesta la mirada en el Norte, como su “única alternativa” de conseguir un trabajo digno y bien remunerado, en un ambiente bello y ordenado, en el que hay garantía para el cuidado de la salud y educación de sus hijos, y perspectivas seguras para éstos? El riesgo del Norte debe ser sin embargo visto y medido en su verdadera dimensión.

Es en verdad, muy en serio, el de que con el tiempo, y en un plazo no precisamente muy lejano, ocurra en todas las ciudades y pueblos del Norte lo que hoy viene ocurriendo en el Perú con Lima, por ejemplo, donde ya nueve de cada diez habitantes son migrantes o hijos y nietos de éstos. La prepotencia, pues, bien puede dar lugar a la “calcutización íntegra del Norte”

¿Es acaso eso lo que se quiere? ¿Y se piensa acaso que la prepotencia habrá de ser precisamente el arma para impedirlo? En fin, lo cierto y seguro que muestra el análisis es que el Norte inexorablemente deberá pagar una cuantiosa factura histórica : ya sea sea reconociendo y pagando su Deuda Histórica Externa, o, en su defecto, y mal que le pese, soportando su propia y dramática “calcutización”.

En fin, sólo nos resta decir que cada uno, Norte y Sur, haga responsablemente lo que le corresponde. Y, claro está, que cada uno asuma también la responsabilidad de sus opciones.

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