Descentralización: Sí o Sí

 

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Alfonso Klauer

Factores fatales

Los catalizadores –como bien se sabe– son agentes químicos que usan los especialistas para acelerar o retardar –según convenga– una determinada reacción, un desenlace esperado. Análogamente, entonces, y en el caso que nos viene ocupando, puede también admitirse que hay condiciones que afectan la velocidad de la consecución del objetivo: la descentralización.

Dentro de los factores endógenos anteriormente enumerados, hay uno –la conflictiva estructura social prevaleciente– que podemos identificar como “el gran catalizadorretardador interno”.

Ciertamente, no puede desconocerse que la gran heterogeneidad económico–político– social del país viene cumpliendo –muy a pesar de la inmensa mayoría de los peruanos– un papel retardador de la descentralización.

Y es que la heterogeneidad social –la existencia de múltiples grupos sociales, regionales, nacionales y étnicos, etc.– implica una gran diversidad de intereses y objetivos, no sólo no concurrentes, sino muchas veces divergentes. Esa divergencia objetivamente los debilita, individual y colectivamente, frente a la centralizadora fuerza hegemónica interna –los grupos dominantes–.

Lograr la unidad de las fuerzas sociales descentralizadoras, que son las únicas a partir de las cuales podría empezar a diseñarse realmente el desarrollo del país, no es cuestión de arengas, discursos ni slogans. Todos esos recursos, aun cuando son necesarios, nunca habrán de ser lo suficientemente aglutinantes.

La unidad sólo puede construirse sobre bases objetivas: intereses comunes que den paso a objetivos comunes. Y nada de ello puede lograrse a partir de palabras.

Todos los países desarrollados y descentralizados del mundo han sido construidos por sociedades homogéneas. Es clara e incuestionablemente el caso de Francia, Japón o Alemania, por ejemplo. Pero también han sido construidos por sociedades que sin ser del todo homogéneas, son predominantemente homogéneas, como en el caso de los Estados Unidos.

En todos esos casos, sin excepción, las mayorías nacionales son las que han impuesto sus intereses y objetivos que, como es razonable colegir, eran eminentemente descentralizadores.

En el Perú, en cambio, como resulta absolutamente obvio, ha sido una pequeñísima minoría –que hasta bien entrado este siglo representaba menos del 10 % de la población del país–, la que ha impuesto sus objetivos centralistas a todo el resto.

La homogeneidad social –económicopolítica–, es una condición indispensable.

Pero no tiene por qué ser necesariamente también homogeneidad cultural. Por el contrario, la heterogeneidad cultural peruana es más bien un enorme patrimonio que debemos preservar.

Mas la obtención de la homogeneidad social, independientemente de nuestra voluntad, y como lo muestra la historia, no es cuestión de años ni décadas, sino de siglos.

¿Debemos entonces esperar pacientemente que transcurran nuevos siglos, sin que entre tanto podamos hacer nada para ir alcanzando los objetivos descentralizadores? Ciertamente no.

Sobre todo, por el hecho de que tenemos a mano la posibilidad histórica de convertir esa debilidad –la heterogeneidad social– en una poderosísima fuerza descentralizadora.

Porque en efecto son potencialmente grandes fuerzas descentralistas los componentes regionalistas de la heterogeneidad social.

Los resultados de las elecciones municipales en el Perú son cada vez más claros en ese sentido. Y los de la que acaban de realizarse en 1998, no nos dejan lugar a dudas.

De los cuatro grandes países desarrollados y descentralizados que acabamos de mencionar, dos son repúblicas unitarias: Francia y Japón, aunque en este último figure nominal y paradójicamente en la cúspide del poder oficial un emperador –sin imperio (en tanto que no tiene colonias)–; y los otros dos, Estados Unidos y Alemania, son repúblicas federales.

Históricamente, las 13 Colonias fundadoras, en el caso del primero, y más de 350 pequeños estados, en el caso del segundo, dieron origen al federalismo.

Como ellos, el Perú, como pocos pueblos en la historia de la humanidad, tiene tanto o más derecho a ser una república federal que una república unitaria. Y muchísimo más derecho a ser una república federal que una republiqueta imperial.

Nuestro milenario pasado plurinacional, cuyas expresiones regionales, culturales y lingüísticas aún se mantienen vivas, son un magnífico y extraordinariamente valioso sustento para que, legítimamente, los pueblos del Perú aspiren a transformar la achacosa, subdesarrollante y centralista “república imperial” –en la que estamos muriendo todos y a pocos–, en una moderna y descentralizadora república federal.

En todo caso, la idea no es ni propia ni nueva. Por paradójico que pueda resultar, fueron los “demócratas” y “liberales” peruanos del siglo pasado –con Nicolás de Piérola y Augusto Durand a la cabeza, como nos lo recuerda Mariátegui–, quienes hicieron las primeras declaraciones en ese sentido, pronunciándose directa y explícitamente a favor del federalismo.

En esa época, a fines del siglo pasado, “hasta aparece, de repente, como por ensalmo, un partido federal” –recuerda Mariátegui –, quien agrega: “La tesis centralista resulta entonces exclusivamente sostenida por los civilistas que en 1873 [con el propio Manuel Pardo a la cabeza] se mostraron inclinados a actuar una política descentralizadora”.

¡Qué historia la de Pardo! ¡Se negó a sí mismo hasta dos veces! ¡Traicionó al Perú gravemente dos veces! No obstante, la historiografía tradicional sigue considerándolo uno de los prohombres del Perú.

Desde entonces, muy pocos se han atrevido a sostener abiertamente la tesis de la conversión del Perú en una república federal, conformada –como por ejemplo lo propone hoy valientemente Alfredo Pezo Paredes– por “naciones regionales” .

Y es que, de manera perversa y grotesca, los adalides del centralismo, confundiendo malintencionadamente federalismo con separatismo, chantajean con el sambenito de que atenta contra la unidad nacional.

Pero también es cierto que los liberales y sus ideas federalistas, en el siglo pasado, cayeron en el descrédito cuando –como una vez más nos lo recuerda Mariátegui– quedó en evidencia “que no obstante su profesión de fe federalista, sólo esgrime[n] la idea de federación con fines de propaganda”.

Y es que, a pesar de formar parte del Gabinete Ministerial, y de contar con mayoría parlamentaria –durante el gobierno de José Pardo– no mostraron “ninguna intención de reanudar la batalla federalista” .

Sin embargo, a pesar de esos antecedentes, y a pesar del chantaje, no debemos amilanarnos. Proponer nuevamente la idea de convertir al Perú en una república federal como también lo son Brasil, Argentina y México, en tanto que es, muy probablemente, la mejor solución histórica para lograr la descentralización, es entonces también fundamentalmente patriótico.

Y, al fin y al cabo, no habrá de ser una élite intelectual la que finalmente concrete el proyecto. Habrán de hacerlo los hombres y mujeres que legítimamente llevan en sus venas la herencia de las grandes naciones del Perú antiguo: tallanes, chimú, chavín, cajamarcas, chachapoyas, limas, icas, chankas, huancas, inkas, antis y kollas, entre otros.

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