Descentralización: Sí o Sí

 

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Alfonso Klauer

Factores fatales

Entre los enumerados no están todos los factores que definen la correlación de fuerzas que actúa en y sobre un país para poder o no llevar adelante su Proyecto Nacional. Cuentan también los que habremos de denominar –por provisionalmente otorgarles una denominación– “factores fatales”.

Recogeremos sólo dos de la historia peruana: la expropiación de las salitreras de Tarapacá, que dio origen a la guerra con Chile; y la “consolidación de la deuda interna”. No sólo por su trascendencia, sino porque directamente han tenido que ver con el centralismo, frustrando la descentralización.

Los conflictos sin duda merman las potencialidades internas de un país. De entre los que ha debido enfrentar el Perú a lo largo de su historia, ninguno ha tenido repercusiones tan graves y negativamente trascendentes como la guerra con Chile, que, entre otras consecuencias, terminó por liquidar el primer gran esfuerzo de descentralización de nuestra historia: el de explotación del salitre en Tarapacá, en el extremo sur del Perú de entonces.

Por sus implicancias, pasadas, presentes y futuras, bien vale la pena hacer nuevamente un poco de historia, aunque en este caso tenga el desagradable olor del guano. Veamos.

En 1838 y 1839, las exportaciones peruanas de oro y plata representaban el 81 y 80 %, respectivamente, de las exportaciones totales del país. Las cosas cambiaron radicalmente a partir de 1841, cuando se realizó el primer embarque peruano de guano hacia Inglaterra. Para 1850, habían sido ya embarcadas a ese país 340 mil toneladas de guano peruano.

Al poco tiempo el guano pasó a representar el 60 % del valor de las exportaciones Descentralización: Sí o Sí • Alfonso Klauer 32 peruanas. Del muy próspero negocio, entre varios otros aristócratas, participó y se benefició don Manuel Pardo.

Entre tanto, el oro y la plata, juntos, habían quedado en el segundo lugar, representando escasamente el 33 % de nuestras exportaciones.

En la década de 1863–73 se exportó a Inglaterra 4 549 000 toneladas y a Estados Unidos 268 000 toneladas de ese valiosísimo fertilizante natural.

Proporcionalmente, pocos negocios como el del guano han tenido en la historia de la humanidad una significación económica tan grande, quizá sólo comparable, antes, con la explotación de la plata de América, y hoy, con el petróleo, el narcotráfico o la venta internacional de armamentos (lícita e ilícita).

Pues bien, durante el mayor auge exportador, y desde 1866, Manuel Pardo se desempeñó nada menos que como Ministro de Hacienda, mostrando una “profunda” y “convencida” vocación liberal.

El Partido Civilista que él había formado y lideraba, se constituyó en soporte ideológico y “expresión política de los guaneros”, presentándose ante el resto del país como “un ejército de la democracia”.

Pocos años después, al asumir el cargo de Presidente de la República, en 1872, juró orientar su gobierno a la luz de las más prístinas ideas liberales de la época, proclamándose enemigo declarado de las estatizaciones y del engrandecimiento del aparato estatal. Solemnemente propugnó, entre otras cosas, la educación de las masas, el equilibrio fiscal y la descentralización.

Entre tanto, como no podía ser de otra manera, mantenía sus estrechos vínculos e intereses con quienes en Lima manejaban el negocio del guano.

Bruscamente, sin embargo, a partir de 1873, el negocio del guano entró en una gravísima crisis. Y con ella la economía del presidente Pardo y sus amigos. Mucho se ha dicho que esa crisis fue el resultado de la sobreexplotación a que había estado sometido el valioso recurso natural.

No extrañaría, sin embargo, que a esa causa se sumara el fenómeno natural que hoy conocemos como “El Niño”, que aleja mar adentro los cardúmenes de anchoveta de los que se alimentan las aves guaneras, disminuyendo así sensiblemente la población de éstas y, por consiguiente, la producción del estiércol.

El hecho demostrable es que las ventas de guano bajaron en el período 1870–1875 a menos de la mitad de lo que habían sido hasta dos décadas antes. Colapsaba pues el negocio del guano.

Entre tanto, rivalizando con los intereses de Pardo y sus aliados, en el extremo sur del Perú, a más de dos mil kilómetros de Lima, simultáneamente con la caída del guano venía floreciendo de manera vertiginosa el negocio del salitre.

Por su escasa significación económica en las primeras décadas de ese siglo, por la distancia en que se encontraban los centros de producción salitrera, y las terribles “incomodidades” a que daba lugar el sequísimo y tórrido desierto tarapaqueño, Pardo y sus aliados habían dejado el negocio del salitre en manos que no eran las suyas: en manos de empresas chilenas e inglesas, y en manos de provincianos empresarios peruanos.

Todos éstos, que en 1870 habían vendido por valor de 1 471 000 libras esterlinas, ha- bían pasado a vender, en sólo tres años, más del doble: 3 132 000 libras esterlinas en exportaciones de salitre.

Sin embargo, lo que el país perdía por menores ventas de guano lo recuperaba con mayores ventas de salitre. El país, pues, no se perjudicaba del todo con la crisis del guano.

Pero Pardo y sus aliados perdían en Lima lo que sus competidores ganaban en Tarapacá.

Pardo y el resto de los fariseicos liberales como él no pudieron pues –como anota el historiador Ernesto Yepes –“soportar más el peso de sus doctrinas”.

Sus doctrinas liberales habían terminado por convertirse en los peores enemigos de sus bolsillos. Pero las razones del monedero han sido siempre más poderosas que las razones de la mente.

Así, Pardo, echando por tierra todas sus proclamas liberales, sin escrúpulos de ninguna índole, en “acto heroico” –como erróneamente lo califica Basadre–, “tomó la decisión de expropiar las salitreras de Tarapacá”.

Es decir, Pardo y la aristocracia dominante, controlando el aparato estatal, pasaron a controlar también el floreciente negocio del salitre, un negocio que se les había estado escapando de las manos.

Mas como no podía ser de otra manera –porque toda acción genera una reacción en sentido contrario–, la expropiación “desató una controversia nacional enconada, principalmente entre los salitreros y comerciantes del sur y entre las grandes empresas extranjeras que vieron afectados sus intereses económicos”. ¡Cómo no, si el perjuicio les resultaba enorme! Lo que sobrevino es ya más bien una historia conocida: se desató la guerra, se perdió la guerra, y se perdió Tarapacá y Arica. Así quedó total y absolutamente liquidada la primera y única gran empresa de descentralización del país.

Y todo, objetiva y evidentemente, porque el “liberal” presidente Pardo colocó sus propios intereses –los intereses centralistas del grupo social al que pertenecía–, por encima de los legítimos y descentralistas intereses del país.

De la pestilente “historia del guano” debe extraerse otra enseñanza importantísima, que por cierto también forma parte de la historia de la frustración del descentralismo.

En efecto, como se ha dicho, el negocio del guano fue de magnitudes excepcionales.

De magnitudes que los peruanos de hoy no tenemos conciencia lúcida, porque los textos de Historia no son suficientemente enfáticos ni suficientemente claros.

Baste para demostrarlo una sola evidencia: mientras que nada de lo que ocurre en la economía peruana de hoy haría temblar la bolsa de ningún gran país del mundo, los asuntos del guano hicieron temblar en su tiempo la Bolsa de París: en efecto –como lo recuerda el historiador Carlos Palacios Moreyra–, el lunes 15 de noviembre de 1875 se creó un verdadero “pánico en la Bolsa de París. Es que el negocio del guano y todas sus repercusiones eran gigantescas.

¿Qué ganó el Perú con tamaña riqueza? Poco, muy poco. Veamos por qué. Con los ingresos del guano, el presidente Ramón Castilla montó parte de la enorme popularidad que hasta hoy conserva en la mente de los peruanos.

En Lima por lo menos –como afirma el historiador peruano Ernesto Yepes– en el mejor estilo demagógico y populista, Castilla acomodó a parte de la juventud criolla y aristocrática a expensas del presupuesto de la república . No es ésa, sin embargo, la más grande de las perlas con las que la historiografía tradicional ha disimulado bien al popularísimo presidente Castilla.

Por su tremenda importancia, debe recordarse el caso del pago de la “deuda” que el Estado contrajo con “todos” aquellos que de una u otra manera habían contribuido con las campañas militares de San Martín y Bolívar.

A ello se le dio el nunca bien explicado nombre de “Consolidación de la deuda interna”.

No conocemos a ningún estudiante secundario peruano que sepa que la “Consolidación de la deuda interna” fue lo que fue, y, menos aún, que representó, muy probablemente, una de las mayores estafas de la historia peruana y, quizá, de la humanidad.

Basadre demuestra que en esa ocasión, y expresamente para la ocasión, se montaron empresas cuyo único propósito era fraguar documentos originales: aquí se incrementaron uno, dos o cinco ceros, según la menor o mayor inescrupulosidad de los tenedores; allá se cambiaron fechas; y, cuando convenía, se alteraron los lugares de origen de los documentos.

Así, quien aportó un caballo, terminó cobrando el valor de diez, cien o miles de animales. Y quien contribuyó con cientos de quintales de azúcar al recién desembarcado ejército de San Martín, terminó cobrando casi tanto como el valor de la producción nacional de azúcar. Nadie puso en duda las inverosímiles cifras.

Frente a todo ello y mucho más, Castilla, en 1849, en su mensaje al Congreso de la República al concluir su primer mandado, declaró: “la ley de consolidación es un principio fecundador que ha brindado innumerables beneficios; es una ley de consuelos y sólidas esperanzas para una multitud de familias; una tabla de salvación en el naufragio de tantas fortunas: un nuevo elemento de bienestar y orden”.

Durante el segundo gobierno de Castilla, el monto de la deuda “consolidada” pasó de 5 a 19 millones de pesos, buena parte de la cual quedó reconocida pero no cancelada, por la insuficiencia de liquidez del fisco.

Frente a la incertidumbre de su cobranza ulterior, muchos de los “consolidados” “no tardaron en encontrar un artificio capaz de protegerlos de la –enventual– acción futura de [las fracciones políticas rivales]”: convirtieron los documentos de la deuda interna en deuda externa, cobrándola en el extranjero como tal y dejando “su dinero en Europa”.

En la ocasión, el racismo que décadas más tarde tanto enervaría la conciencia de hombres como Mariátegui y Gonzales Prada, asomó, una vez más en el país, en toda su dimensión.

La Consolidación de la Deuda Interna virtualmente no incluyó a ninguno de los campesinos pobres (o sus herederos) que, entregando unos pocos animales, habían entregado, en realidad, la mitad, más de la mitad o todos sus bienes.

Por el contrario, las empresas de la estafa comisionaron agentes que buscaron en el campo documentos originales, pagándolos a distintos valores, y alterándolos después en Lima para cobrar cifras de escándalo.

La discriminación y el latrocinio fueron tales, que no hubo rubor en indemnizar el valor de animales o bienes materiales, y, al mismo tiempo, prescindir de cualquier tipo de indemnización a las viudas de los miles de campesinos muertos en campaña.

Resarcirlos como cabalmente correspondía, habría representado, aunque pequeño, un impulso descentralizador efectivo. No se hizo.

Por el contrario, se fomentó el centralismo. La próspera sociedad comercial, y los pagos de la Consolidación de la Deuda Interna, dieron pie para que se formaran en el Perú, entre 1862 y 1869, las primeras empresas bancarias. Por cierto en Lima.

Y dieron pie para que la Lima aristocrática se expandiera hacia el mar, construyendo lujosas mansiones, “donde los mármoles y rejas y el confort multimillonario” llamaron la atención [del que después sería presidente de Argentina], Faustino Domingo Sarmiento”.

Don Emilio Romero, en su Historia económica del Perú, a propósito de todo ello anota: “una vida fastuosa de teatro, toros, peleas de gallos, saraos y jaranas completa el cuadro de la ciudad de Lima en la época guanera”. Lima, siempre Lima. Gasto, siempre gasto.

Detengámonos sin embargo un minuto a respondernos, ¿mientras se habían montado los primeros bancos peruanos, y amasado inmensas fortunas a costa del guano, qué había ocurrido con el resto del país y con la economía del Estado Peruano? Pues exactamente lo mismo que lo que siglos atrás había ocurrido con la España de Carlos V y Felipe II: así como allá, la fantástica riqueza del oro que llegó del Perú no alcanzó nunca para cubrir los gastos y las deudas del imperio español, acá la fabulosa riqueza del guano no alcanzó para pagar las deudas en las que habían ido incurriendo sistemáticamente los gobiernos del Perú.

En la época que Pardo era Ministro de Hacienda, la deuda externa era ya tres veces el monto del presupuesto general de la república (como hoy en día); de los ingresos del guano, el 49 % era directamente cobrado por los prestamistas –los propios guaneros– para amortizar las deudas que el Estado tenía con ellos, y; los ingresos del Estado eran 40 % menos que sus egresos.

Es decir, la aristocracia se enriquecía con el negocio del guano al tiempo que el Estado, y por consiguiente el país, o, mejor, los pueblos del Perú, seguían en la ruina.

Cuando no se trató de gastos inútiles e im productivos, sino de inversiones, se incurrió descaradamente en lo que –con bastante benevolencia– Basadre denomina el “derroche más atolondrado”, que, por cierto, siempre estuvo acompañado de corrupción. Más adelante será más drástico y certero, y dirá que todo aquello fue una “orgía”.

El norteamericano Enrique Meiggs, el más importante constructor de los ferrocarriles peruanos de entonces, asistió atónito al hecho de que la aristocracia peruana en el gobierno, con singular displicencia, destinaba, para condiciones topográficas similares, dos y hasta cuatro veces el costo por kilómetro de línea férrea que gastaba el gobierno de Chile.

Pero no podemos seguir cayendo en ingenuidad, esa displicencia no era fruto de la ineptitud, sino de la ambición: las coimas de la “orgía” debieron ser fantásticas.

El reconocimiento de estos gravísimos hechos no es de hoy. En la misma época de todos estos acontecimientos, el sector “autoritario y conservador” de la clase dominante acusaba a sus opositores de “exaltación, ligereza, impreparación, avidez de prebendas y de lujo”. Los liberales y radicales, por su parte, acusaban a los autoritarios y conservadores de “despotismo, privilegios injustos, egoísmo y ausencia de fe en el pueblo” .

 

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