EL NIÑO-LA NIÑA. EL FENOMENO ACÉANO-ATMOSFERICO DEL PACIFICO SUR, UN RETO PARA LA CIENCIA Y LA HISTORIA

 

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Alfonso Klauer

Los secretos del Spondylus

¿Pero algo alcanzaron a comprender acaso los antiguos habitantes de las costas ecuatoriales sudamericanas, en Ecuador y Perú? Tal parece que sí, y en torno a la afamada concha Spondylus giraría precisamente la cuestión.

No obstante, casi toda la historiografía tradicional ha atribuido la sistemática presencia del Spondylus en el territorio andino, incluso en una época tan remota como durante la vigencia del Imperio Chavín, a razones que se ha su puesto tendrían un carácter exclusivamente religioso.

Así, hoy, científicos como Díaz & Ortlieb textualmente expresan “la presencia de ejemplares de esta especie en sitios arqueológicos refleja el valor cultural de estas conchas...”. El historiador ecuatoriano Jorge Marcos, sin embargo, postuló ya en 1979  una tesis sumamente distinta y por demás sugerente, observando el trabajo de los antiguos y tradicionales pescadores submarinos del golfo de Guayaquil, que se sumergen sin otro auxilio que el de sus pulmones. Marcos “descubrió” –como mostramos en Los abismos del cóndor– que sólo alcanzan a extraer piezas de Spondylus cuando la temperatura superficial del mar se manifiesta anormalmente alta. Ésa, pues, la constatación objetiva y sustancial. Y dedujo que, en razón de las mayores temperaturas a que da origen el fenómeno “El Niño”, el Spondylus migra desde las partes más bajas del océano hacia capas que están al acceso de los buceadores. Seguramente los especialistas observarán –u objetarán– que, en todo caso, se trataría, más bien, de una migración horizontal, desde las siempre más cálidas costas panameñas, colombianas e incluso del norte de Ecuador. Esto es, de una migración desde el área marítima que los especialistas reconocen como la “provincia panameña”, hacia la denominada “zona de transición de Paita”, dentro de la que se ubica el golfo de Guayaquil.

Lo sustancial sin embargo sigue en pie: el Spondylus sólo está al alcance de la mano durante el anormal calentamiento del océano (que, recordamos, genera las condiciones para mayores lluvias tanto en el área inmediata como en la vertiente occidental de la cordillera de los Andes). No obstante, la principal conclusión de Marcos fue que los especialistas hidro–meteorólogos de la antigüedad, incluso de Chavín, habrían también advertido esa importantísima relación.

Así, con el Spondylus en la mano, o en ausencia de él, estaban en condiciones de advertir, con meses de anticipación, si habría lluvias o sequía, sobre todo en los valles de la costa y de la cordillera sobre los que habían adquirido hegemonía. ¿Podrá algún día probarse esta hipótesis histórico–científica? ¿O vamos a seguir creyendo que los antiguos peruanos simplemente rezaban al Spondylus clamando lluvias? El fenómeno se advierte en setiembre. Como muestra el Gráfico N° 19 (en la página siguiente), la temperatura superficial del mar resulta, por sí sola –sin mediar sofisticadas boyas electrónicas y menos cos- tosísimos satélites artificiales–, una importantísima advertencia temprana sea de lluvias o de sequías. Hasta podría decirse el fenómeno se advierte en setiembre. Del gráfico se deduce que el 71% de los años la TSM (en Chicama) “advierte” certeramente, en setiembre, cuál será la correspondiente en el mes de febrero que se avecina, o, si se prefiere, en el verano siguiente. Ya sea porque cuando es baja, más baja de lo “normal”, tempranamente advierte de un verano frío y con pocas lluvias; o porque cuando es alta, más alta que lo “normal”, anticipa uno caliente y con lluvias. E incluso de las probables gradaciones que habrán de presentarse. En octubre y noviembre son incluso más certeros los anuncios. Y resultan, no obstante, “advertencias todavía tempranas”. ¿No habrían dominado también los antiguos peruanos ese simple y empírico método de anticipación hidro–meteorológica, que “sólo” falla en tres de diez casos? ¿No era suficiente termómetro la piel de los navegantes de los caballitos de totora de los moches en Trujillo, o la de los navegantes tallanes de Piura y Tumbes? ¿Y no bastaban sus observaciones en torno a las poblaciones de aves, tanto de las playas como de las islas cercanas que frecuentemente visitaban? ¿Y la pesca de especies que sólo aparecían cuando se incrementaba la calidez de las aguas? En fin, quizá la arqueología pueda finalmente acoger o desechar la hipótesis.

Entre tanto, quedan en pie preguntas acuciantes: ¿qué ocurrió en los últimos siglos para que se hiciera caso omiso de tan valiosa “advertencia temprana”? ¿Y que ocurrió desde 1925 cuando con modernos termómetros se fue midiendo la TSM en Chicama y luego en Paita y otros puntos del litoral?

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