Del nombre de los españoles
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Alfonso Klauer
Universidades y colegios: sólo para la élite hegemónica
La universidades se fundaron también por
iniciativa de las órdenes religiosas. En 1538
se constituyó la primera de América, en
Santo Domingo, cuando se autorizó que el
colegio de la isla pasara a ser centro de estudios
superiores.
En 1551 fueron simultáneamente fundadas
la de ciudad de México y la de San Marcos,
en Lima; en una elocuente demostración
de cuán bien se cumplían las disposiciones
del poder hegemónico cuando éste quería
que algo se hiciera tanto en uno como en otro
virreinato y que a todas luces contrasta con
lo que sucedió en el caso de las escuelas de
caciques, ¿verdad?. Posteriormente se fundaron
otras universidades hasta completar
trentidos.
Practicamente cada ciudad importante
contó con una o más de una nos recuerda
M. L. Laviana.
¿Política universitaria?
¿Cómo entender sin embargo que Potosí,
que durante casi 200 años fue incluso más
importante que Lima en términos de población
española, no tuviera ni siquiera una universidad?
¿No resulta de veras sospechoso
que debiendo corresponderle hasta cuatro
porque ésa fue durante largo tiempo la proporción
entre las poblaciones españolas de
Potosí y Lima no tuviera ninguna?
¿No resulta extraño que entre la fundación
de la universidad de San Marcos y la
primera universidad de Potosí transcurrieran
ni más ni menos que 341 años?
Resulta pues obvio que a las congregaciones
religiosas no les interesó nada la formación
académica de los aventureros ambiciosos
que llegaban a explotar las minas del Altiplano.
Y, sin duda, a éstos les resultó todavía
menos importante recibir formación
académica alguna.
Así, en Potosí funcionaron cuantos casinos
y prostíbulos hizo falta. Y docenas de
costosísimas iglesias barrocas. Pero durante
341 años ni la Corona ni la Iglesia Católica
estimaron necesaria una universidad en torno
a la gigantesca mina de plata.
Cuán coherentes se nos muestran las conductas
del poder hegemónico y de las congregaciones
religiosas, en relación con las
expectativas reales de los distintos tipos de
españoles que se habían afincado en los distintos
espacios de las colonias.
¿Y cuál era el centro de interés en las universidades?
La mayoría de las universidades
sólo impartían clases de teología y derecho. En 1793, por ejemplo, la Universidad
de México tenia 12 profesores de medicina,
172 de derecho y 124 de teología.
Es decir, menos del 4% de los esfuerzos
académicos estaban dedicados a combatir las
enfermedades de una población que a esa fecha,
en ese virreinato, casi llegaba ya a los 12
millones de habitantes. ¿Podía ser ello suficiente?
No, si caemos en la ingenuidad de
pensar que los médicos que formaban las universidades
estaban destinados a atender a
toda la población. Sí, e incluso a medias, si
aceptamos que su único interés era atender
las necesidades de salud de la población española
y criolla allá afincada.
El interés de las universidades y del sistema
educativo imperial era, pues, como resulta
absolutamente evidente, la enseñanza
del derecho a los laicos, y la formación teológica
de los sacerdotes.
Es decir, y como resultaba coherente con
los objetivos imperiales, el mayor interés era
reforzar el sistema de dominación, en el que
los tribunales, tanto civiles como de la Inquisición,
jugaban un rol decisivo. Toda fraseología
adicional resulta sinceramente un
engaño o un autoengaño, dependiendo de
quien la formule.
Algunas ciudades, como Quito, por ejemplo
aún cuando muy probablemente no
tenía ni 10 mil habitantes, vieron florecer,
hasta tres universidades, siendo que su población
era apenas la mitad que la de Potosí.
¿Tiene alguna explicación tanta vehemencia?
M. L. Laviana nos da una ayuda
muy importante: cada universidad era dirigida
por una orden religiosa. Y en Quito,
como nos lo recuerda el cronista Cieza de
León, habían precisamente tres monasterios
en 1550: el de los dominicos, el de los mercedarios
y el de los franciscanos.
Es decir, como habíamos asumido para el
caso de la construcción de las iglesias en el
sur del Perú, hay más de un serio indicio de
la tremenda competencia en la que estaban
sumidas entre sí las órdenes religiosas.
En el recuento que recientemente hemos
presentado de los monasterios construidos
antes de 1550 en el Perú, esas tres congregaciones
estaban presentes en todas y cada una
de las ciudades no mineras más importantes
a esa fecha: Cusco, Lima, Trujillo.
Mas no para contribuir generosamente a
elevar los niveles educativos en general, como
a simple vista podría ser tentador formular.
Sino para contribuir a elevar los niveles
educativos de la élite, que no es lo mismo. Se
trataba sin duda de una siembra en la que se
depositaban grandes expectativas de cosecha
política y económica.
Los catedráticos religiosos, en el mejor
estilo de la metrópoli, tenían fundadas seguridades
de que los agradecidos alumnos retornarían
a su alma mater, con generosos presupuestos
y otras dádivas, cuando estuvieran
en puestos de primer orden en la administración
virreinal. Y sin duda así ocurrió.
Entre tanto, en Lima, cuando en 1620 el
colegio para caciques estaba en su tercer
año de funcionamiento, y acababa de admitir
a 9 estudiantes nativos, con lo que su población
escolar apenas superaba 45 alumnos;
ya la cárcel de la ciudad estaba poblada de 40
presidiarios. O mejor decimos nosotros,
había 40 nativos presos en ella. ¿Alguien podría
ponerlo en duda?
Y, en 1680, al primer arzobispo que asumió
el cargo de virrey del Perú, Melchor de
Liñán y Cisneros, le correspondió el triste privilegio
de cerrar el colegio, porque no tenía
alumnos; pero al mismo tiempo, probablemente,
ordenó ampliar la cárcel de la ciudad.
Casi con seguridad, por el contrario, el
arzobispovirrey ocupó buena parte de su
tiempo en visitas eclesiásticas a muchos de
los 159 grupos de catecismo regentados por
111 clérigos y 78 religiosos que había en
la Ciudad de los Reyes.
Es decir, había niños indios para el catecismo,
pero no había niños indios para la
escuela. Las incongruencias, pues, son ostensibles.
Peor aún, son vergonzantes.