Del nombre de los españoles
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Alfonso Klauer
La primera escuela para nativos y la industria en las colonias
Para entonces sólo habían dos posibilidades: los obrajes o talleres
artesanoindustriales fundamentalmente textiles y la agricultura.
Y desarrollar e incrementar la eficiencia
en uno y otro sector requerían, necesaria
e ineludiblemente, elevar el nivel educativo
de la población nativa que habría de
trabajar en ellos, fuera como operarios o
como capataces.
No obstante, entre la instalación de los
primeros obrajes en América hacia 1530, y
la inauguración de las primeras escuelas para
nativos, no se dio una relación directa.
Porque en efecto, mientras que en México
el virrey Antonio de Mendoza, así como
dio inicio a los obrajes, inauguró la primera
escuela; no ocurrió lo mismo en el Perú,
donde el virrey Toledo, reglamentando los
obrajes en 1577 no inauguró sin embargo
ninguna escuela. Esa relación sin embargo
y como veremos, aparecerá nítidamente
más tarde, en lo que bien podría considerarse
un segundo período de desarrollo de los obrajes.
Recién pues en 1617 se funda tardíamente
en el Virreinato del Perú la primera escuela
para nativos. Pero no en la zona surcordillerana,
a pesar de que era allí, y sólo
allí, en torno a las minas, donde estaban reunidas
las mayores concentraciones de nativos,
aunque por cierto de manera compulsiva.
Mas para morir en los socavones no se
requería ningún nivel educativo.
Así, a la luz de los intereses imperiales de
corto plazo, que eran los que prevalecían,
cualquier esfuerzo educacional en las minas
habría sido inútil y, en consecuencia, ineficiente.
Y el imperio siempre estimó muy en
alto sus criterios de eficiencia.
Es decir, la primera escuela, dados los
prosaicos y pragmáticos propósitos imperiales
que objetivamente habrían determinado
su inauguración, tenía que estar entonces allí
donde efectivamente, en aquellas circunstancias,
se le requería. Y donde efectivamente,
siempre en aquellas circunstancias, resultaba
más eficiente: en la costa.
Y, para empezar, necesariamente era más
lógico hacerlo en el valle de Lima. Y, dentro
de él, necesariamente en la propia ciudad.
Prevalecía pues además, a toda costa, y siempre
en función de los intereses imperiales, un
centralismo a ultranza.
Pero una vez más habrían de asomar criterios
excluyentes e incluso muy disimulada
y discriminatoriamente racistas. Porque, en
efecto, fue sólo escuela para caciques. Esto
es, sólo para los nativos más importantes, sólo
para aquellos intrínsecamente más poderosos
e influyentes entre sus connacionales.
Por lo demás como conjeturamos a la
luz de la experiencia histórica, muy probablemente
los caciques de los valles costeños
eran además, en su gran mayoría, el fruto de
un violento mestizaje étnico. Y, en consecuencia,
bilingües, castellano parlantes. No
hay datos al respecto, pero puede presumirse
que muy difícilmente habría sido alumno algún
cacique monolingüe quechua, aymara o
muchik.
Siendo que fue la primera escuela de ese
género, y muy probablemente durante mucho
tiempo la única, todo lo que a ella se refiera
resulta altamente indiciario de la verdadera
política educacional del imperio en el Perú.
De allí que, como pasaremos a ver, se justifica
el análisis detenido que haremos a continuación.
Pues bien, en los 63 años de funcionamiento
que se tiene registrados, la escuela
de caciques de Lima sólo admitió a 396
estudiantes nativos en total según puso a la
luz Alberto Flores Galindo. A diferencia de
ella, la escuela de caciques de México
como refiere M. L. Laviana, en algún
momento llegó a tener más de mil indígenas
como alumnos internos.
A pesar de su escacez, los pocos datos
disponibles sugieren que incluso a este respecto
los enfuerzos educacionales en México
fueron más intensos y decididos que en el
Perú. Porque todo parece indicar que la
escuela de Lima nunca llegó a tener una
población escolar de 50 estudiantes, esto es,
menos del 5 % de la que llegó a darse en
México. Y, como bien se sabe, esa no era precisamente
la proporción entre las poblaciones
totales de ambos territorios.
La gigantesca diferencia en esfuerzo educacional,
en favor de México, pone una vez
más a la luz como ya vimos en el caso de los
tributos que pagaban los campesinos, que la
aristocracia imperial tuvo allá mayor y mejor
empeño que en el territorio andino.
En el Perú se admitió un ridículo promedio
general de 6 (seis) alumnos por año. Pero,
contra todo lo que podría imaginarse y esperarse,
con extraña y sospechosísima tendencia
decreciente como con claridad lo
muestra el gráfico.
Con esas cifras, es probable que el colegio
de Lima terminara desapareciendo como
también había ocurrido, en 1560, con el de
México, que fue clausurado a sólo 24 años de
haberse fundado. Y es obvio, por la enorme
población escolar que ha referido la propia
historiadora española, que no fue precisamente
por falta de estudiantes.
Dice M. L. Laviana desbarrando aquí
penosamente, en un error de percepción y de
análisis grave, a pesar de sus sinceros y evidentes
sus intentos de objetividad que el
Colegio Santa Cruz de Tlatelolco de México
fracasó. No, no fracasó. Se le hizo fracasar,
que es muy distinto.
Asumiendo, con largueza, que se hubiera
hispanizado a cinco mil o diez mil nativos,
¿no quedaban aún millones por hispanizar?
¿No llegaron acaso a la Independencia millones
de nativos sin hispanizar?
Y a esos nativos hispanizados, con sólo
educación primaria ¿ya no les correspondía
el derecho de seguir estudiando, secundaria e
incluso universidad, como a los hijos de la
élite virreinal, y en los centros de estudios
que dirigían las órdenes religiosas?
La gráfica muestra que en el Perú, superado
el boom de las dos primeras décadas en
que el número de estudiantes admitidos creció
a un ritmo de 17% anual, si se hubiera
continuado creciendo, cuando menos a un
ritmo de 5 % anual, habrían podido ser educados
1 780 caciques más de los que fueron
admitidos.
Porque, de haberse mantenido la tasa inicial
y había mercado suficiente para ello
, se habrían educado entonces 3 140 caciques
y no sólo 396. Y todavía varios cientos
más si la escuela se hubiera fundado, como
en México, también a los 16 años de iniciada
la conquista, en tal caso en 1548 que por eso
en dicha fecha hemos iniciado el gráfico.
En la práctica, pues, las escuelas de caciques,
tanto en México como en el Perú,
apenas si cumplieron el 10 % o menos de lo
que bien hubieran podido hacer. ¿Puede alguien
enorgullecerse y reivindicar como memorable
un resultado tan ínfimo, tan deliberadamente
paupérrimo? No, los resultados
también deben medirse en relación con lo
que se pudo lograr y, más todavía, cuando
como es obvio en este caso fue muchísimo
lo que conciente e intencionalmente dejó de
obtenerse.
Definitiva y rotundamente no fue por falta
de recursos económicos que el poder imperial
decidió clausurar los colegios de caciques.
Porque al propio tiempo se fue construyendo
iglesias mil y catedrales cada una
más espectacular y costosa que la otra. Pero
también palacios, parques y alamedas. Y
grandes fortalezas.
No, dinero había, y a raudales. Lo que no
había era buena voluntad, y, menos, sincera
intención de educar. Eso, objetivamente, no
formaba parte del conjunto de prioridades del
poder imperial. Y, aún cuando en los hechos
lo dejó muy en claro, cínica y grotescamente
los textos de Historia siguen diciendo exactamente
lo contrario.
No disponemos de información sobre el
contexto específico dentro del cual se clausuró
tan temprana y precipitadamente el colegio
de caciques de México. En el caso del Virreinato
del Perú, en cambio, las cosas aparecen
más nítidas.
Las cifras de alumnos admitidos cayeron
bruscamente a partir de 1664 en que sólo ingresaron
12 (uno o dos) alumnos por año.
Como muestra el nuevo gráfico, puede
claramente distinguirse tres grandes etapas
en la población escolar de la escuela de caciques.
El primero va desde su fundación hasta
1630. En general se aprecia una tendencia
declinante. Y el promedio de ingresos es de
apenas 7,15 estudiantes / año; con una población
escolar promedio de 21 estudiantes.
Para estos y los siguientes cálculos, en
ausencia de información sobre el tiempo de
estudios, estamos asumiendo que fue sólo de
3 años. Si fue más o menos, cambiarían las
cifras absolutas más no las tendencias.
El segundo período, que llega hasta 1663,
salvo un bache extraño, muestra cierta estabilidad,
con un promedio que, aunque siempre
bajísimo, fue esta vez de 8,45 nuevos estudiantes
por año; 18 % mayor que el anterior.
Sin embargo, la población escolar pasó a
ser de 33 alumnos en promedio; es decir, con
un significativo incremento de 33 %.
En el tercero y último, previo al cierre,
sólo ingresa un promedio de algo más de un
estudiante / año. Teniéndose en 12 de los últimos
15 años una inaudita población escolar
total de 5 (cinco) o menos alumnos. Quizá
haya sido el único colegio del planeta con
más profesores que alumnos.
¿Se dieron en esas distintas circunstancias
razones que contribuyan a explicar esos
tres diferenciados períodos en la política educativa?
¿Había algo que le daba coherencia
a tantas idas y venidas, que aparentemente
eran incensatas? Sí, la política económica,
que, para todos los efectos, era realmente
la que prevalecía sobre las demás. Veámoslo.