Del nombre de los españoles
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Alfonso Klauer
¿Dios y el oro de América?
Veremos sin embargo cómo, además de
razones evangélicas, razones más mundanas
pueden haber contribuido también a ese enorme
despliegue descentralizador de la Iglesia
Católica.
Por de pronto, es difícil prescindir de la
consideración de que, en presencia de tantas
congregaciones, no se suscitara en ellas el
celo y vehemente deseo de controlar una diócesis,
su propia diócesis, tanto por el enorme
poder que ello representaba, cuanto por la
riqueza que reportaba.
En efecto, desde 1519 en que se estableció
la Inquisición en América, y durante los
siguientes cincuenta años, los poderes inquisitoriales
correspondieron a los obispos o
a provinciales de las órdenes religiosas.
Mas a través de sus provinciales las órdenes
religiosas controlaron también gigantescos
recursos económicos. Veamos.
Diversas bulas papales garantizaron a la
Iglesia el control sobre los diezmos eclesiásticos,
esto es, la décima parte de la producción
agrícola y ganadera, que los fieles
debía pagar para sostener el culto.
No se conoce cifras del valor de la producción
agropecuaria en el Virreinato del Perú.
Para México, en cambio, como ya hemos
visto, Humboldt estimó que, por lo menos en
el siglo XVIII, podía calcularse en 23 millones
de pesos el valor de la producción agropecuaria
anual de la época.
Los diezmos, entonces, estaban, para la
época, en el orden de 2,3 millones de pesos
por año. Esto es, como si hoy la Iglesia en
México recibiera una subvención sólo para
gastos de culto: hostias, vino, flores, velas,
vestimenta sacerdotal y otros elementos de la
parafernalia correspondiente, 1 400 millones
de dólares por año.
Asumiendo que a este respecto, entre la
Iglesia en México y la Iglesia en el Perú,
había también la relación 7 a 1 que anteriormente
vimos para las economías de ambos
virreinatos, la Iglesia en el Perú, entonces,
recibía siempre sólo para culto el equivalente
actual de 200 millones de dólares que
ciertamente hoy apreciaría mucho Juan Luis
Cipriani, el Arzobispado de Lima.
¿Resultará muy grotesco multiplicar la
suma por un mínimo de 250 años de período
Colonial? Da ciertamente una cifra extraordinaria.
Asumamos entonces que la Iglesia sólo
fue capaz de captar el 50% de los diezmos
que legalmente le correspondían y, además,
que el promedio en ese período fue a su vez
el 50% de lo que se habría captado en el siglo
XVIII.
La resultante, si bien es la cuarta parte de
la que daría sin estos ajustes, no deja de ser
sorprendente. Mas habremos de castigarla en
un tercio como veremos, porque la Iglesia
mal podía pagarse a sí misma los diezmos
correspondientes al tercio de la producción
que controlaba. Así, la Iglesia habría consumido,
durante la Colonia, el equivalente de
70 000 millones de dólares, sólo en gastos de
culto.
Porque deberá tenerse presente que un
presupuesto aparte asignaba la Corona, a través
de los virreyes, para costear los salarios
del clero y para la edificación y equipamiento
de catedrales e iglesias que, como veremos,
alcanzó también cifras extraordinarias.
Además de esos privilegios, la Corona,
disponiendo de las mejores tierras de las comunidades
campesinas, cedió gratuitamente
muchas de ellas a la Iglesia. Así como reconoce
Laviana, además del enorme patrimonio en templos que acumuló la Iglesia,
ésta se convirtió en el primer terrateniente
de las Indias, estimándose que el sector eclesiástico
poseyó casi la tercera parte de las
tierras cultivables.
Sólo los jesuitas, en el momento que
Carlos III ordenó su expulsión de América,
en 1759, eran propietarios en el Perú de las
haciendas Bocanegra y Villa (ambas en Lima),
San Jacinto (una enorme hacienda azucarera
en la costa, cerca a Lima), Vilcahuaura,
Mollemolle, San José de la Pampa y Morococha. Por lo demás, los jesuitas también
fueron los mayores propietarios de esclavos.
¿No es un extraordinario reto de investigación
estimar el valor actual de aquél valiosísimo
tercio de las mejores tierras cultivables
de América Meridional? ¿Puede seguirse
soslayando sólo con frases imprecisas
un dato de tan gigantesca cuantía e importancia
económica, social y política?
En verdad, como expresa M. L. Laviana,
si la burocracia fue uno de los pilares del
Imperio español, el otro fue la Iglesia.
Laviana, sin embargo, se equivoca cuando
cree que la irrupción de la Iglesia como poder
económico [fue un fenómeno que no obedeció]
a ninguna política planificada.
Podemos convenir en que quizá no hubo
lineamientos escritos que precisaran los objetivos
y metas al respecto. Quizá sea difícil
encontrar las pruebas concluyentes de que
hubo tal política explícita y documentada.
Creemos, no obstante, que si se asumiera como
propósito encontrarlas, y en torno a ella
se buceara en los Archivos de Indias, quizá
nos encontraríamos con más de una sorpresa.
No puede sin embargo negarse que es coherente
suponer que los poderosos, riquísimos,
inescrupulosos y ambiciosos jerarcas de
la iglesia española de entonces quisieran prolongar
su poder en América y, evidentemente,
usufructuar también de los beneficios que
generaban las colonias. Era pues suficiente
que hubiera un proyecto implícito. Los resultados
iban a ser los mismos.
¿Por qué no habrían de querer usufructuar
también de los beneficios gigantescos de
la conquista? ¿Acaso estamos hablando de la
Iglesia del Papa bueno de hoy y de la madre
Teresa de Calcuta? No, estamos hablando de
una Iglesia que atravesaba por uno de los períodos
más oscuros y sórdidos de su historia.
Sí, de la Iglesia que reprimió a Ignacio de
Loyola; de la Iglesia de la siniestra Santa
Inquisición; de la que quemó en la hoguera a
cientos de personas acusándolas arbitrariamente
de herejes; de la iglesia que estuvo a
punto de quemar a Erasmo de Rotherdam,
pero que quemó sí a varios de sus discípulos;
de la iglesia que suscitó en la propia España
exigencias de reforma (que ante la inacciónterminaron
dando forma a sectas o grupos
como el catarismo, el iluminismo, etc.); de la
iglesia contra cuya corrupción se rebeló Lutero
en Alemania; en fin, de la iglesia que,
como dijo Madariaga en aquel tiempo, se
había tornado...
...mórbida y sombría (...), [y que] le daba
mucha importancia a las manifestaciones
exteriores...
Esa Iglesia sí se propuso, a la sombra del
poder de la Corona, y en alianza estratégica
con ella, convertirse en un gran poder político
y económico en América. Está dicho que
por sus frutos los conoceréis, esto es, que por
sus frutos conoceréis sus objetivos. Quizá
nunca se alcanzaron más y mejor esos objetivos
implícitos que cuando varios de los obispos
y arzobispos, como se ha visto anteriormente,
llegaron a ser virreyes, tanto en
México como en el Perú.
La Iglesia, reflejo fiel del tipo de sociedad
que el imperio impuso en América, reprodujo
al interior de sí misma todas las características
de la sociedad del Viejo Mundo.
Los obispos como nos lo recuerda el
sacerdote jesuita Jeffrey Klaiber eran generalmente
peninsulares. Y, a pesar de
algunos intentos (...), relativamente pocos
[mestizos] fueron admitidos para recibir las
órdenes sagradas (...), los mestizos encontraron
serios obstáculos, tales como la falta
de limpieza de sangre, pera ascender la escala
en la carrera eclesiástica (...).
Y aparte de algunas excepciones muy
raras, los indios fueron simplemente excluidos
del sacerdocio. El racismo, pues, y
como no podía ser de otra manera, estuvo
muy presente al interior de la Iglesia Católica,
tanto en el Perú y México, como en el
resto de las colonias españolas. Y su carácter
elitista y discriminatorio se puso de manifiesto
también en la vocación principal de las
órdenes religiosas femeninas: la educación
de las hijas de la élite criolla.
Aparte del papel nefasto de la Inquisición,
harto y bastante estudiado y difundido,
la Iglesia, durante largas décadas del siglo
XVII, realizó como se ha mencionado
sucesivas campañas de extirpación de idolatrías,
en un intento vano de destruir todas
las manifestaciones religiosas del mundo andino.
Algunos sacerdotes, y en particular uno
cuyo nombre no merece siquiera ser recordado,
fueron especial y vehementemente crueles
es tales campañas. Sólo él, inombrable,
se jactaba de haber quemado con sus manos
más de treinta mil ídolos y tres mil momias
durante su actividad misionera.
El objetivo final, sin embargo, era inviable;
debieron saberlo antes de empezar el
crimen. Porque para lograr la extirpación eliminación
total, sin dejar rastro habría sido
necesario, invariablemente, eliminar también
íntegramente a la población andina. De otra
manera era imposible: mientras hubiese un
nativo, sólo uno, subsistiría la idolatría.
Y en el extremo del genocidio absoluto,
dado que los extirpadores obligaban a los
propios nativos a destruir sus templos, no
habría habido brazos para arrasar esas innumerables
construcciones religiosas erigidas
durante miles de años en el territorio de los
Andes.
No obstante, analizando estos episodios,
algunos historiadores incurren en insólitas apreciaciones.
Así, Franklin Pease concluye
que, como las autoridades virreinales y eclesiásticas
no pudieron arrasar con todas las
edificaciones religiosas andinas huacas o
waq´a, entonces, colocaron cruces sobre
ellos, propiciando un sincretismo.
¿Propiciando y sugiriendo, o imponiéndolo prepotentemente? ¿Y qué imponían
clavando violentamente una cruz sobre los templos andinos? ¿Acaso un sincretismo
real y de fondo o, como resulta más lógico entender, sólo uno de forma y
apariencia?