Del nombre de los españoles
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Alfonso Klauer
La guerra por las minas de plata
Semanas más tarde, cuando llegaron al
Perú las noticias sobre las Nuevas Leyes de
Indias que había promulgado en noviembre
de 1542 Carlos V, el territorio andino volvió
a conmocionarse. Los conquistadores no estaban
dispuestos a acatar las nuevas disposiciones,
pero puede presumirse que menos aún
las siguientes: 1) aquella que estipulaba la
caducidad de las encomiendas a la muerte de
sus titulares; 2) la que prohibía hacer esclavo
a indio alguno, y; 3) la que obligaba a pagar
un salario por la prestación de trabajo.
El estupor y la contrariedad fueron
liderados y capitalizados por Gonzalo Pizarro,
hermano y sucesor de Francisco, y poseedor
de encomiendas en el Cusco y Charcas
es decir, con grandes intereses urbanos
y agrícolas en aquélla, y aún más grandes intereses
mineros en ésta. Se dio pues inició a
la tercera guerra civil.
Las reacciones hostiles contra la Corona
no sólo se produjeron en el Perú. En Guatemala,
por ejemplo según informa Fernando
Iwasaki los encomenderos se sintieron tan
asombrados como si le les hubiese ordenado
cortarse las cabezas. Los hermanos Contreras
continúa informando Iwasaki se alzaron
en Nicaragua; surgieron conatos de levantamientos
en Paraguay; y Martín Cortés
hijo de Hernán dio inicio a una sublevación
en México.
Hacia mayo de 1544 llegó a Lima el
primer virrey del Perú, Blasco Núñez de Vela.
Encontró un ambiente de rebeldía general
y de disconformidad contra la política de la
Corona. A los pocos meses, en setiembre, la
propia Audiencia de la ciudad acuerda desterrar
al virrey que se vio precisado a huir hacia
el norte, primero a Tumbes y luego a
Quito.
Hacia allá dirigió sus huestes de encomenderos
Gonzalo Pizarro. En Añaquito, en
las proximidades de la ciudad, derrotaron a
las fuerzas del virrey. Lo capturaron y decapitaron.
Conociendo los resultados, Francisco de
Carbajal un legendario conquistador que
se presumía era hijo del Papa Alejandro VI,
el español Rodrigo Borgia, escribió desde
Andahuaylas, a Pizarro:
Debéis declararos rey de esta tierra conquistada
por vuestras armas. (...) Harto
mejor son vuestros títulos que el de los
reyes de España.
¿En qué cláusula de su testamento les legó
Adán el Imperio de los Incas? No os
intimidéis (...) Ninguno que llegó a ser
rey tuvo jamás el nombre de traidor...
En julio de 1546, con las facultades de
pacificador y gobernador llegó a Lima el clérigo
Pedro de la Gasca, sin más armas que
su breviario. Poco a poco fue quebrando
la unidad de los encomenderos, logrando hacerse
de fuerzas cada vez más considerables.
A fines de 1547 las fuerzas que comandaba
el clérigo iniciaron la persecusión de
Gonzalo Pizarro y los encomenderos aún rebeldes.
El encuentro se produjo en abril de
1548 en Jaquijaguana. Pizarro fue vencido,
capturado y decapitado.
En 1551, casi iniciando su mandato, el segundo
virrey del Perú, Antonio de Mendoza,
decretó que prohibía expresamente el trabajo
forzado de los indios, dando con ello
origen a la cuarta y última de las denominadas
guerras civiles.
Sin embargo, la pronta muerte del virrey
creó un compás de espera. Éste se quebró en
noviembre de 1553 con la rebelión de Francisco
Hernández Girón que, desde el Cusco,
decidió enfrentar a la Audiencia de Lima que
gobernaba en ausencia de otra autoridad.
La presencia de las huestes de Hernández
Girón a las puertas de Lima obligó a la Audiencia
a derogar el decreto del fallecido virrey
y restablecer el trabajo obligatorio de
los indios.
No obstante, el ejército de la Audiencia
persiguió a Hernández Girón. Se enfrentaron
en tres ocasiones. En Villacurí, a 200 kilómetros
al sur de Lima; en Chuquinga, en
mayo de 1554; y finalmente en Pucará, en
octubre del mismo año.
Sólo en el último y definitivo enfrentamiento
lograron vencer las fuerzas de la Audiencia.
Hernández Girón fue ajusticiado en
diciembre de 1554. Había concluido así la
cuarta de las guerras civiles.
Hasta aquí pues como también se presenta
en el cuadro sinóptico de la página siguiente
, una síntesis historiográfica en la
que, salvo la disputa del Cusco y la oposición
de los conquistadores encomenderos a acatar
la caducidad de sus encomiendas, y a acatar
la prohibición de los trabajos obligatorios
de los indios, es poco lo que puede entenderse.
Trataremos pues de hacer breve la revisión
de esos mismos acontecimientos.
En primer lugar, obsérvese que, salvo el
viaje de Gonzalo Pizarro hasta Quito persiguiendo
hasta ajusticiar al primer virrey, Blasco
Núñez de Vela, todos los demás acontecimientos
tienen como escenario el sur del
Perú, como en el caso de Villacurí (Ica), pero
sobre todo el sur cordillerano, sea que se hable
del Cusco, Salinas, Charcas, Jaquijaguana,
Chuquinga o Pucará.
Y es que eran, recuérdese, los primeros
años de la conquista. Aquéllos en los que se
buscaba el oro a flor de tierra, las piezas de
oro trabajadas durante milenios que una vez
encontradas eran fundidas, y que habían permitido
a los principales conquistadores convertirse
en hombres muy acaudalados.
El sur cordillerano era la principal fuente
de riqueza fácil. En ella estaban asentados los
primeros, ya muy ricos y más fuertes de los
conquistadores. De modo tal que cuando se
replegaban, o buscaban combatir, preferían
hacerlo en ése, su territorio.
En segundo lugar, corresponde preguntarnos,
¿cuándo se supo de la presencia y gran
riqueza de plata en el Perú? ¿Acaso en 1545,
cuando se descubre la mina de Potosí? No, el
conocimiento de la gran riqueza argentífera
del territorio andino se remonta por lo menos
a diciembre de 1531, cuando en su definitivo
viaje de conquista Pizarro desembarcó
en las costas de Tumbes.
Recuérdese el ya referido mensaje que recibió
Pizarro de manos de niños tallanes, y
que antes de morir había dejado Alonso de
Molina: hay aquí más oro y plata, que hierro
en Viscaya.
Es decir, es por lo menos, reiteramos,
tan antiguo como la llegada misma de los
conquistadores al territorio. Pero razonablemente
puede pensarse que incluso supieron de
ella antes, durante los primeros viajes exploratorios
por la costa (1526-28), en uno de los
cuales precisa y osadamente decidió quedarse
Alonso de Molina, y en el que además se capturó
a comerciantes y niños tallanes, Felipe y
Martín incluidos.
Pero quizá lo supieron antes aún, cuando
después de descubrir el océano Pacífico, en
1513, en las costas de Panamá y Colombia,
capturaban a comerciantes tallanes, chimú y
chinchas que usualmente navegaban por esas
aguas.
Pero cierto y documentado está que, once
meses después de ocupar Tumbes, los conquistadores
verificaron en Cajamarca, en noviembre
de 1532, cuán rico en plata era el territorio
de los Andes.
¿No recordamos acaso que en el rescate
de Atahualpa se reunió joyas y utensilios de
plata que fundidas dieron 51 610 marcos de
dicho metal, equivalentes a 28 millones de
dólares de hoy?
Y para meses más tarde, en la toma del
Cusco, ¿no recordemos que el historiador Del
Busto relatando la algarabía de los soldados
españoles al dar inicio al saqueo de la capital
imperial, nos dijo que uno de ellos cargaba
con un ídolo de argentífero metal.
Cómo dudar que frente a esas evidencias,
los conquistadores inquirían constantemente
por el origen de la misma. Pronto sin embargo
se vería satisfecha su impaciencia, porque
sin duda los nativos, unos con más certeza
que otros, sistemáticamente señalaban al sur
como la fuente de la riqueza argentífera.
Así, con la información recibida, y una
vez tomado y dominado el Cusco, el conquistador
Pizarro ordenó a un grupo de sus hombres
que salieran hacia el sur a indagar por
el Gran Lago Sagrado dice Del Busto, y
agrega: el capitán Diego de Agüero (...) y Pero
Martín (...), como Don Quijote y Sancho
en busca del Lago Encantado, partieron...
y fueron en busca del milenario territorio de
los kollas, pero además de la plata agregamos
nosotros.
Casi inmediatamente después, nuestro
historiador recogerá una larga cita, de casi
dos páginas, del cronista Pedro Pizarro, en la
que se exponen las impresiones que los expedicionarios
habían tenido de la zona recién
explorada. Cuando la cita está terminando,
en la penúltima línea, puede leerse: En esta
tierra había muchos plateros....
El cronista por cierto no se refiere a asnos
o burros, que nunca los hubo en los Andes
sino desde cuando los trajeron los conquistadores.
El cronista, pues, se refiere a orfebres,
a artesanos que trabajaban en plata.
Esto que narramos ha dicho antes Del Busto
sucedió en la primera mitad de diciembre
del año 1533, esto es, un mes después de la
toma del Cusco.
Pues bien, Almagro, de común acuerdo
con Pizarro, a fines de junio de 1535, partió
en expedición hacia Chile. Salió del Cusco,
pasó por el lago Titicaca, por los pueblos de
Paria, Tupiza, Jujuy, atravesó la cordillera y
llegó a Copiapó, ya en Chile. La travesía por
la cordillera fue infernal. A unos se les congeló
la nariz, a otros los dedos de la mano.
Hubo conquistador que [por el frío] perdió
los dedos de los pies.
Casi dos años después estuvo de regreso,
pero por el camino de la costa. Pasó por Arica,
Tacna y Moquegua y subió hacia Arequipa.
En ésta, Almagro, débil como un niño
según nos apunta meticulosamente el historiador
Del Busto fue presionado por sus
hombres para capturar el Cusco dado que no
se resignaron a la frustración que había sido
Chile. ¿Debemos colegir de esto que todo
el viaje fue frustrante? No. Sin duda, no.
De ida a Chile pasaron también por donde
antes habían estado, en 1533, Agüero y Martín,
los enviados de Pizarro. Si estos vieron
plateros kollas, ¿por qué no habrían de verlos
también Almagro y sus hombres? Pero
más aún, obsérvese un mapa de la frontera de
Bolivia y Argentina y se verá que, para llegar
desde el lago Titicaca a Tupiza y Jujuy, resulta
prácticamente inevitable cruzar Oruro y
pasar muy cerca de Potosí.
Es decir, de ida a Chile, Almagro y sus
hombres necesariamente tuvieron que ver aun
más plateros kollas que los que vieron los
emisarios de Pizarro. Y en el retorno al Perú
por la costa, y hasta llegar a Arequipa, atravesaron
por territorios ancestralmente ocupados
y colonizados por los mismos kollas. Es
decir, también debieron ver en ellos a más
plateros kollas, o a hombres y mujeres ataviados
con objetos de plata.
La historiografía tradicional muchas veces
deja la sensación de que los conquistadores
como Armstrong y Collins, llegaban a
territorios despoblados. Y que en ellos marchaban
y deambulaban sin rumbo, extraviándose
constantemente. Y, finalmente, que lo
que encontraban era fruto del azar. No, no había
tal desconcierto ni tal azar.
Como en la inmensa mayoría de las expediciones
de ese género, Almagro viajó con traductores:
Felipillo, el tallán perverso como
registra Del Busto, fue precisamente
uno de ellos en el viaje a Chile. Felipe, el tallán,
fue descuartizado en el viaje, en el valle
de Aconcagua, al atribuirle Almagro una traición.
Pero Almagro llevó además como rehenes
y guías a Villac Umu, uno de los sacerdotes
más importantes del Cusco imperial, y
a Paullu Inca, hermano del último Inka. Éstos,
amenazados de muerte y torturas, no tenían
otra alternativa que conducir a los expedicionarios
a los pueblos y lugares de mayor
importancia y por caminos conocidos y seguros.
Por lo demás, la zona de Charcas, a la que
pertenecían Oruro y Potosí, ¿fue acaso un
descubrimiento de los conquistadores? No,
formaba parte del bagaje de conocimientos
de toda la élite cusqueña. Era uno de los primeros
territorios que había sido conquistado
por los inkas.
Garcilaso, relatando las conquistas inkas
de los territorios al sur del Cusco nos dice
que el emperador Wiracocha amplió el territorio
imperial hasta la última provincia de
los Charcas [a] más de doscientas leguas [del
Cusco].
En definitiva, a nuestro juicio, los conquistadores
no sólo se disputaban el Cusco,
sino también los territorios al sur de él, y no
precisamente las tierras agrícolamente pobres
del altiplano lacustre, sino ésas otras,
más al sur del lago, en las que unos y otros
habían visto plateros.
El célebre historiador peruano Raúl Porras
Barrenechea, indica que el propio Francisco
Pizarro, en una de sus últimas cartas,
había escrito:
Si me quitan las Charcas y Arequipa que
es lo mejor de esta gobernación yo quedo
gobernador de arenales.
Es decir, ya antes de morir asesinado en
1541, Pizarro tenía perfecta conciencia del
valor minero de Charcas.
Y no por su intuición geográficacomo
erróneamente comenta el mismo Porras, sino
porque ocho años atrás como está dicho
, había sido ya puesto al tanto de una riqueza
potencial que, a partir de entonces, sin
duda había logrado confirmar del todo.
Obsérvese que en las cuentas de Pizarro
las ricas tierras agrícolas de la costa norte del
Perú no contaban un ápice. Ello prueba dos
cosas: 1) que la elogiada intuición geográfica
era más bien mala, y; 2) Francisco Pizarro se
muestra como el prototipo de lo que podríamos
llamar los conquistadores metalíferos,
aquellos que habían venido a hacer fortuna a
partir de la rapiña minera, y para diferenciarlo
de aquellos que venían o también venían
a afincarse trabajando tierras agrícolas.
Entre éstos estuvieron quienes, por ejemplo
según refiere Riva Agüero, lograron
convertir al valle de Trujillo en el mejor y
más fértil que tienen todos los llanos, según
apreció un portugués en 1605.
El portugués dicho sea de paso, casi no
tenía cómo saber del enorme yerro que había
cometido. Porque, en efecto, ese emporio agrícola había costado milenios de esfuerzo a
los pueblos de la nación chimú.
A la muerte de Francisco, y como su heredero,
ya en 1542 Gonzalo Pizarro estaba en
condición de encomendero de Charcas y, consecuentemente,
era el hombre más rico del
Perú. Y, como su hermano, tampoco estaría
dispuesto a quedarse sólo con arenales.
¿No contribuye eso a explicar porqué con
tanta animosidad persiguió hasta Quito y asesinó
al primer virrey del Perú, que había llegado
a aplicar las Nuevas Leyes de Indias, y
sobre todo aquéllas que más lo afectaban: la
prohibición de esclavizar y la obligación de
pagar salarios?
A estos respectos, téngase presente cuatro
datos importantes:
1) A esa fecha, 1542, los nativos del Perú y
Bolivia no usaban y no sabían ni querían
usar monedas. Para ellos pues, trabajar a
cambio de un salario no tenía sentido. Así,
se negaban a ir voluntariamente a trabajar
en las minas.
2) Tras una década o más de propagación
sin el más mínimo control, las desconocidas
enfermedades traídas por los españoles
ya venían minando seriamente a la población
nativa. Así, la permanencia de los
cada vez más escasos brazos en sus tierras
agrícolas resultaba apremiante e insustituible.
3) En su inmensa mayoría, los trabajadores
nativos sobrevivientes eran agricultores que,
puestos a elegir, se negaban a trabajar en
las minas. Y;
4) Las minas de Charcas Oruro y Potosí
quedaban en territorios absolutamente hostiles
para los españoles, a 4 000 msnm.,
en los que, a lo sumo, podían fungir de
administradores.
Esto es, y en la perspectiva de los conquistadores,
o a la fuerza se obligaba a los
nativos a abandonar sus campos y trabajar
en las minas, o la gigantesca riqueza
permanecería inexplotada en las entrañas
de la tierra, tanto para desilución de ellos
como, a la postre del poder imperial en
España.
En ese contexto, pero además desprovistos
totalmente de escrúpulos y llenos más
bien de insaciables ambiciones, Gonzalo Pizarro
y los otros encomenderos que como él
tenían el monopolio de las minas, se precipitaron
a defender a capa y espada su derecho
a usar a los nativos en trabajos forzados
en sus encomiendas, esto es, en sus fabulosas
minas de plata.
¿Y qué ocurrió en el Perú entre 1552 y
1556, en que gobernó la Audiencia de Lima
en ausencia de virrey y en ausencia de pacificador
imperial, y, por ejemplo, hasta 1560
en que gobierna el virrey Andrés Hurtado de
Mendoza?
La rebelión de Hernández Girón contra la
autoridad colegiada nos indica que ésta, de
alguna manera, se estaba haciendo eco de la
disposición del fallecido virrey Antonio de
Mendoza de, aplicando las Nuevas Leyes de
Indias, prohibir los trabajos forzados a los
nativos. Partió pues del Cusco, desde donde,
a la muerte de pizarristas y almagristas, presumiblemente
controlaba todo el sur, incluido
por cierto Charcas.
Logró en Lima que la Audiencia diera marcha
atrás. Aparentemente, entonces, allí debieron
terminar los problemas. ¿Por qué, no
obstante, y a pesar de perder dos batallas, las
fuerzas leales a la Audiencia persiguieron hasta
dar caza a Hernández Girón y ajusticiarlo?
Asoman al respecto dos hipótesis complementarias
entre sí. Los intereses de los
conquistadores asentados en Lima y en general
en la costa, en primer lugar, muy probablemente,
eran por sobre todo agrícolas.
En tal virtud, y con fuerza de trabajo sí
disponible para ello, les resultaba indiferente
la prohibición de aplicar trabajos forzados a
los nativos.
Pero, en segundo lugar, dado que las encomiendas
eran en principio a perpetuidad,
pero, de acuerdo a las Nuevas Leyes de Indias,
hasta la muerte de los titulares, la única
forma entonces de apoderarse de dichas encomiendas
era pues liquidando a los titulares.
Y nada hay que nos muestre a los miembros
de la Audiencia escrupulosos como para no
intentarlo.
En relación a lo que ocurrió en el Perú
tras la muerte de Hernández Girón, o como
nos parece más adecuado, tras el triunfo de
los encomenderos agrícolas costeños sobre
los encomenderos mineros del sur cordillerano,
hay un enorme vacío en la historiografía
tradicional.
Hay, no obstante, cuatro importantes indicios
para llenarlo. Uno tiene que ver directamente
con la vida del mestizo Garcilaso de la
Vega. Nació, como está dicho, en 1539. No
pudo entonces ser de la partida, en 1533, acompañando
a los expedicionarios enviados
por Pizarro a conocer la zona del lago Titicaca.
Pero tampoco en 1535 acompañando a
Diego de Almagro en el viaje a Chile.
A los 21 años, en 1560, nueve años antes
de que arribe al Perú el virrey Toledo, Garcilaso
se embarcó para España. ¿Pudo en el
interín, ya joven, acompañar a su padre o a
otros conquistadores a la tierra de la plata?
En todo caso, José de la Riva Agüero, uno de
los más prestigiados historiadores modernos
del Perú, afirma que sí. Garcilaso dice Riva
Agüero no sólo conocía el Cuzco y su
comarca (...), sino también el Collao el altiplano
lacustre y todas las Charcas, en especial
Porco, Tupiza (...) y probablemente Potosí.
Es decir, el o los viajes que Garcilaso habría
realizado a la zona minera debieron hacerse
precisamente en el oscuro período que
media entre 1552 y 1560, cuando él tenía entre
13 y 21 años de edad. Y, si como propone
Riva Agüero, ello efectivamente ocurrió, casi
podemos tener la certeza de que todos esos
desplazamientos, antes que motivaciones turísticas,
estaban relacionados con la producción
de plata.
En segundo término, será el propio cronista
Cieza de León el que, para una fecha
tan temprana como 1550, haga mención precisamente
a la extracción minera tanto en
Charcas como en Chile.
El tercer dato es más bien certero y sumamente
ilustrativo. En efecto según el cronista
Jiménez de la Espada, cuando gobernaba
el virrey Antonio de Mendoza (1551
52), su hijo Francisco...
hizo un recorrido de Lima a Charcas,
elaborando mapas, planos y figuras topográficas...
¿Por qué el joven topógrafo se plantó en
Charcas y no siguió, por ejemplo, hasta Jujuy?
¿O por qué no se dirigió al norte a elaborar
mapas y planos de los valles agrícolas?
Esta vez, sin embargo, y como está claro, se
trataba de un esfuerzo quizá el primero
genuinamente profesional y técnico.
¿Era sólo por inquietud profesional? ¿Respondía
el tremendo esfuerzo a exigencias de
su padre, el virrey? ¿O se trataba quizá de
responder a urgencias de la Corona? Como
fuera, estamos en presencia de una prueba
contundente del enorme interés que, a diferencia
del inmenso resto del territorio, suscitaban casi monopólicamente las minas de
plata ya en explotación.
Obsérvese que entre 1551 (en que se estudia
topográficamente el área minera) y la llegada
al Perú del virrey Toledo median todavía
18 años. Pues bien, en 1562, ocho años
antes del arribo de Toledo, el virrey Diego de
Zúñiga y Velasco, conde de Nieva, ordenó al
licenciado y cronista Polo de Ondegardo...
recorrer los Andes entre [Ayacucho] y Potosí,
visitando fundamentalmente los centros
mineros...
A este respecto, pues, un cuarto y complementario
dato es también muy preciso y
certero. En efecto, si nos retrotraemos al Gráfico
Nº 28 (pág. 178), en él se muestra que, a
pesar de estar aún viva la resistencia inka, se
produjo en Potosí, y aunque gravemente declinante,
una importante cantidad de plata entre
1550 y 1568, antes de la llegada del virrey
Toledo.
Habiendo sido derrotado y ajusticiado Hernández
Girón en 1554, ¿quién tuvo en sus
manos a partir de allí la explotación de las
ricas minas de Potosí?
Ahora sí, sin la más mínima duda, nos
atrevemos a afirmar que los encomenderos
costeños que lo derrotaron, administradores
de por medio, se habían lanzado pues a explotar
el territorio de los plateros que por
primera vez habían sido avistados en 1533. Y
que, guerras y crímenes de por medio, habían
heredado de Gonzalo Pizarro y Francisco
Hernández Girón.
Asoma pues absolutamente obvio que las
mal denominadas guerras civiles no fueron
tanto por las lealtades de unos con Almagro y
otros con Pizarro; o de unos con Gonzalo Pizarro
y Hernández Girón, y otros con la Audiencia
de Lima y la Corona en Madrid. No,
fueron cruentas pero prosaicas disputas por
enormes riquezas mineras.
Del mismo modo queda claro que en la
llamada cuarta guerra civil, no estuvo en
juego la convicción de la Audiencia y los encomenderos
agrícolas de que se apliquen las
Nuevas Leyes de Indias que prohibían los
trabajos forzados de los nativos, que no fue
sino un vulgar pretexto, sino su ambición de
arrebatar a los encomenderos del surcordillerano
las riquísimas minas de las que eran
posesionarios. Y se las arrebataron.
Buena cantidad de plata llegó entonces a
España durante el gobierno de los virreyes
que antecedieron a Toledo. La Corona, sin
embargo, pronto apreció que, en vez de crecer
la producción, ésta disminuía, en tanto
que las urgencias económicas del imperio
crecían.
Sin la menor duda, el virrey, la Audiencia
de Lima, los encomenderos mineros y los administradores
de las minas, se las ingeniaron
para hacer llegar a la Corte del recién coronado
Felipe II (1556), las verdaderas razones
de la caída de la producción de plata. Haciéndole
llegar asimismo sus sugerencias de cómo
hacer crecer nuevamente esa producción,
quebrando la barrera más importante: la resistencia
inka.
En la metrópoli imperial, entre tanto, debatían
con ardor quienes exigían la lealtad y
consecuencia de la Corona hacia sus restrictivas
y humanistas Nuevas Leyes de Indias
que estaban por cumplir quince años de bien
promulgadas y mal cumplidas, y quienes avalaban
un pragmático hacerse de la vista
gorda. Lánguida, pero cargada de gran cinismo
la Corona titubeaba.
Mas habrían de ser los turcos desde el
este del Mediterráneo quienes, arreciando los
ataques que habían iniciado durante la gestión de Carlos V, impulsarían a Felipe II a
definirse por extrujar a las colonias de América
a como diera lugar.
En efecto, 45 000 turcos otomanos, en mayo
de 1565 invadieron la isla de Malta. Felipe
II, reivindicando actuar en nombre de la
cristiandad, ordenó a sus fuerzas imperiales
europeas acudir en su ayuda, consiguiendo
que la costosa flota española la recuperara.
Mas no pudo evitar que desde el año siguiente
el Imperio Otomano empezara a preparar
la invasión a Chipre.
Hacia 1568 el decidido y agresivo expansionismo
turcootomano no sólo amenazaba
a la Europa Cristiana y la hegemonía de España,
sino que permitía anticipar que serían
elevadísimos los costos militares de, cuando
menos, su neutralización. Era previsible un
descomunal despliegue de fuerzas, y se requería
mucho dinero para solventar el gran
esfuerzo bélico.
Había pues llegado para el poder imperial
español la hora de tirar por la borda sus
propias y restrictivas Nuevas Leyes de Indias.
Yrepetimos había llegado la hora del
virrey Toledo.
En ese contexto, nos resulta claro que la
famosa Junta Magna que antecedió al viaje
de Toledo al Perú, se habría concentrado en
tres temas:
1) la reducción de los indios, para facilitar
su despacho hacia las minas de mercurio
de Huancavelica y de plata en Potosí;
2) la autorización para que, encadenados si
fuera preciso, los indios fueran llevados
a explotar las minas, y;
3) la superviviente y pagana resistencia inka
que en aquellas circunstancias resultaba
aliada implícita de los también herejes
turco-otomanos, tenía que ser liquidada
a cualquier precio. No sólo porque se interponía
físicamente entre Huancavelica
y Charcas; y económicamente entre la América
colonial y la metrópoli española;
sino porque ahora, teológicamente, se interponía
entre Dios y el Diablo.
Así, también entonces resultan claras las
razones por las que las secretas deliberaciones
de esa Junta Magna como afirma Hemming
, nunca fueron publicadas.
No podían ser publicadas. Habrían puesto
al descubierto que, de verdad, no eran sino
tibias y melindrosas las disposiciones protectoras
a las que se había dado más publicidad
en su promulgación que empeño para
su acatamiento.
Pues bien, asumiéndose como hemos hecho
, que tras la derrota y muerte de Gonzalo
Pizarro y Hernández Girón, los encomenderos
costeños terminaron apropiándose de las
minas de Huancavelica y Charcas, ¿se entiende
ahora por qué le resultó tan fácil al virrey
Toledo conseguir que con la firma del
arzobispo Loayza, otros ocho eclesiásticos
eminentes y seis magistrados, se concluyera,
por unanimidad, que las minas eran de interés
público y, por lo tanto, la coerción podía
ser tolerada sin escrúpulos de conciencia?
¿Acaso necesitaba Toledo actas firmadas
por el rey para demostrarles a los encomenderos
residentes en Lima que, por fin, sus
intereses explícitos e inmediatos eran exactamente
los mismos que los intereses implícitos
y también perentorios de Felipe II, acosado
por los turco-otomanos y urgido por el
Papa Pio V?
Hemming y otros historiadores se engañan
pues cuando creen que Toledo tranquilizó
su conciencia consiguiendo ese voto
unánime. ¿No es más verosímil que Toledo,
de hecho y sin conocerlos, haya defendido en
esa famosa Junta Magna, precisamente la
opinión de los encomenderos mineros, demostrándole
más bien al rey que con sus
dubitativos remilgos se estaba perjudicando a
sí mismo y, por consiguiente, al imperio e
incluso a la cristiandad europea ante el avance
turcootomano?
Corresponde, no obstante, una última observación.
En aquella Magna y trascendental
Junta se realizó en España, habría de corresponder
a un eclesiástico jugar un papel protagónico,
muy probablemente a instancias del
Vaticano, que con enorme preocupación asistía
al expansionismo turcootomano.
En efecto, fue en la casa del hombre más
poderoso de España, el cardenal Diego de
Espinoza, donde se realizó la cita secreta.
¡Cómo iban a haber actas de aquellos inhumanos
y sacrilegos acuerdos!
Como se ha visto, Toledo llegó a Lima en
noviembre de 1569. Y, según puede colegirse,
sentía cargar sobre sus hombros el destino
de las colonias de América, de España, de
Europa y de la Cristiandad. Once meses después
los turcootomanos habrían de agravar
sus preocupaciones: 100 000 soldados del Imperio
Otomano capturaron Chipre.
Así, apremiado por Felipe II, Toledo aceleró
la formación de las reducciones de indios,
así como el cumplimiento de las otras
no menos apremiantes tareas recibidas.
Y mientras en Europa se daba forma a la
Santa Liga contra los herejes turcootomanos
como lo recuerda Carl Grimberg,
en el Perú el oscuro ex-burócrata y virrey se
vio precisado a tomar en sus férreas pero militarmente
inexpertas manos, y precipitadamente,
la tarea de dar caza a Manco Inca. No
cabía esperar un segundo más, y en febrero de
1571 se trasladó al Cusco.
Allí, semanas más tarde de los sucesos, se
enteró que en octubre de ese año la escuadra
de la Santa Liga había derrotado a la del Imperio
Otomano en la célebre batalla de Lepanto
(de la que saldría herido el posteriormente
aún más célebre Miguel de Cervantes
Saavedra, el manco de Lepanto).
Toledo respiró aliviado. Pero no pudo bajar
la guardia. Siguió siendo urgido. Porque
se había ganado en el Mediterráneo la primera
gran batalla, pero no se habían pagado
las deudas contraídas para financiarla.
Las minas de Charcas, pues, tenían que
producir. Y, cumpliendo la palabra empeñada,
las hizo producir para contribuir a pagar
las deudas de Felipe II, y para financiar luego
la invasión española a Holanda, y después la
construcción de la gigantesca Armada Invencible,
y mil aventuras bélicas más del poder
imperial en Madrid.
En 1575, un año y meses después de la
costosa invasión a Holanda, aún cuando la
producción de Potosí y en consecuencia el
traslado de plata a España había crecido significativamente,
Felipe II tuvo que declararse
en bancarrota. Así, los hombres que como
moscas morían en los socavones de Charcas,
morían por nada y para nada.
Retomemos sin embargo el tema que nos
traía. Como se ha visto, las últimas de las
guerras civiles las desataron los conquistadores
encomenderos contra la Corona y contra
quienes la representaban en el Perú y en el
resto de América Meridional.