DESCUBRIMIENTO Y CONQUISTA:

Del nombre de los españoles


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Alfonso Klauer

La guerra por las minas de plata

Semanas más tarde, cuando llegaron al Perú las noticias sobre las Nuevas Leyes de Indias que había promulgado en noviembre de 1542 Carlos V, el territorio andino volvió a conmocionarse. Los conquistadores no estaban dispuestos a acatar las nuevas disposiciones, pero puede presumirse que menos aún las siguientes: 1) aquella que estipulaba la caducidad de las encomiendas a la muerte de sus titulares; 2) la que prohibía “hacer esclavo a indio alguno”, y; 3) la que obligaba a pagar un salario por la prestación de trabajo.

El “estupor y la contrariedad” fueron liderados y capitalizados por Gonzalo Pizarro, hermano y sucesor de Francisco, y poseedor de encomiendas en el Cusco y Charcas –es decir, con grandes intereses urbanos y agrícolas en aquélla, y aún más grandes intereses mineros en ésta–. Se dio pues inició a la “tercera guerra civil”.

Las reacciones hostiles contra la Corona no sólo se produjeron en el Perú. En Guatemala, por ejemplo –según informa Fernando Iwasaki– los encomenderos se sintieron “tan asombrados como si le les hubiese ordenado cortarse las cabezas”. Los hermanos Contreras –continúa informando Iwasaki– se alzaron en Nicaragua; surgieron conatos de levantamientos en Paraguay; y Martín Cortés –hijo de Hernán– dio inicio a una sublevación en México.

Hacia mayo de 1544 llegó a Lima el primer virrey del Perú, Blasco Núñez de Vela.

Encontró un ambiente de rebeldía general y de disconformidad contra la política de la Corona. A los pocos meses, en setiembre, la propia Audiencia de la ciudad acuerda desterrar al virrey que se vio precisado a huir hacia el norte, primero a Tumbes y luego a Quito.

Hacia allá dirigió sus huestes de encomenderos Gonzalo Pizarro. En Añaquito, en las proximidades de la ciudad, derrotaron a las fuerzas del virrey. Lo capturaron y decapitaron.

Conociendo los resultados, Francisco de Carbajal –un legendario conquistador que se presumía era hijo del Papa Alejandro VI, el español Rodrigo Borgia–, escribió desde Andahuaylas, a Pizarro:

Debéis declararos rey de esta tierra conquistada por vuestras armas. (...) Harto mejor son vuestros títulos que el de los reyes de España.

¿En qué cláusula de su testamento les legó Adán el Imperio de los Incas? No os intimidéis (...) Ninguno que llegó a ser rey tuvo jamás el nombre de traidor...

En julio de 1546, con las facultades de pacificador y gobernador llegó a Lima el clérigo Pedro de la Gasca, “sin más armas que su breviario”. Poco a poco fue quebrando la unidad de los encomenderos, logrando hacerse de fuerzas cada vez más considerables.

A fines de 1547 las fuerzas que comandaba el clérigo iniciaron la persecusión de Gonzalo Pizarro y los encomenderos aún rebeldes.

El encuentro se produjo en abril de 1548 en Jaquijaguana. Pizarro fue vencido, capturado y decapitado.

En 1551, casi iniciando su mandato, el segundo virrey del Perú, Antonio de Mendoza, decretó “que prohibía expresamente el trabajo forzado de los indios”, dando con ello origen a la “cuarta y última de las denominadas guerras civiles”.

Sin embargo, la pronta muerte del virrey creó un compás de espera. Éste se quebró en noviembre de 1553 con la rebelión de Francisco Hernández Girón que, desde el Cusco, decidió enfrentar a la Audiencia de Lima que gobernaba en ausencia de otra autoridad.

La presencia de las huestes de Hernández Girón a las puertas de Lima obligó a la Audiencia a derogar el decreto del fallecido virrey y “restablecer el trabajo obligatorio de los indios”.

No obstante, el ejército de la Audiencia persiguió a Hernández Girón. Se enfrentaron en tres ocasiones. En Villacurí, a 200 kilómetros al sur de Lima; en Chuquinga, en mayo de 1554; y finalmente en Pucará, en octubre del mismo año.

Sólo en el último y definitivo enfrentamiento lograron vencer las fuerzas de la Audiencia.

Hernández Girón fue ajusticiado en diciembre de 1554. Había concluido así la “cuarta de las guerras civiles”.

Hasta aquí pues –como también se presenta en el cuadro sinóptico de la página siguiente –, una síntesis historiográfica en la que, salvo la disputa del Cusco y la oposición de los conquistadores encomenderos a acatar la caducidad de sus encomiendas, y a acatar la “prohibición de los trabajos obligatorios de los indios”, es poco lo que puede entenderse.

Trataremos pues de hacer breve la revisión de esos mismos acontecimientos.

En primer lugar, obsérvese que, salvo el viaje de Gonzalo Pizarro hasta Quito –persiguiendo hasta ajusticiar al primer virrey, Blasco Núñez de Vela–, todos los demás acontecimientos tienen como escenario el sur del Perú, como en el caso de Villacurí (Ica), pero sobre todo el sur cordillerano, sea que se hable del Cusco, Salinas, Charcas, Jaquijaguana, Chuquinga o Pucará.

Y es que eran, recuérdese, los primeros años de la conquista. Aquéllos en los que se buscaba el oro a flor de tierra, las piezas de oro trabajadas durante milenios que una vez encontradas eran fundidas, y que habían permitido a los principales conquistadores convertirse en hombres muy acaudalados.

El sur cordillerano era la principal fuente de riqueza fácil. En ella estaban asentados los primeros, ya muy ricos y más fuertes de los conquistadores. De modo tal que cuando se replegaban, o buscaban combatir, preferían hacerlo en ése, “su territorio”.

En segundo lugar, corresponde preguntarnos, ¿cuándo se supo de la presencia y gran riqueza de plata en el Perú? ¿Acaso en 1545, cuando se descubre la mina de Potosí? No, el conocimiento de la gran riqueza argentífera del territorio andino se remonta –por lo menos – a diciembre de 1531, cuando en su definitivo viaje de conquista Pizarro desembarcó en las costas de Tumbes.

Recuérdese el ya referido mensaje que recibió Pizarro de manos de niños tallanes, y que antes de morir había dejado Alonso de Molina: “hay aquí más oro y plata, que hierro en Viscaya”.

Es decir, es –por lo menos, reiteramos–, tan antiguo como la llegada misma de los conquistadores al territorio. Pero razonablemente puede pensarse que incluso supieron de ella antes, durante los primeros viajes exploratorios por la costa (1526-28), en uno de los cuales precisa y osadamente decidió quedarse Alonso de Molina, y en el que además se capturó a comerciantes y niños tallanes, Felipe y Martín incluidos.

Pero quizá lo supieron antes aún, cuando –después de descubrir el océano Pacífico, en 1513–, en las costas de Panamá y Colombia, capturaban a comerciantes tallanes, chimú y chinchas que usualmente navegaban por esas aguas.

Pero cierto y documentado está que, once meses después de ocupar Tumbes, los conquistadores verificaron en Cajamarca, en noviembre de 1532, cuán rico en plata era el territorio de los Andes.

¿No recordamos acaso que en el rescate de Atahualpa se reunió joyas y utensilios de plata que fundidas dieron 51 610 marcos de dicho metal, equivalentes a 28 millones de dólares de hoy?

Y para meses más tarde, en la toma del Cusco, ¿no recordemos que el historiador Del Busto –relatando la algarabía de los soldados españoles al dar inicio al saqueo de la capital imperial–, nos dijo que uno de ellos cargaba con un ídolo de argentífero metal.

Cómo dudar que frente a esas evidencias, los conquistadores inquirían constantemente por el origen de la misma. Pronto sin embargo se vería satisfecha su impaciencia, porque sin duda los nativos, unos con más certeza que otros, sistemáticamente señalaban al sur como la fuente de la riqueza argentífera.

Así, con la información recibida, y una vez tomado y dominado el Cusco, el conquistador Pizarro ordenó a un grupo de sus hombres que salieran hacia el sur “a indagar por el Gran Lago Sagrado” –dice Del Busto–, y agrega: “el capitán Diego de Agüero (...) y Pero Martín (...), como Don Quijote y Sancho en busca del Lago Encantado, partieron...” y fueron en busca del milenario territorio de los kollas, pero además de la plata –agregamos nosotros–.

Casi inmediatamente después, nuestro historiador recogerá una larga cita, de casi dos páginas, del cronista Pedro Pizarro, en la que se exponen las impresiones que los expedicionarios habían tenido de la zona recién explorada. Cuando la cita está terminando, en la penúltima línea, puede leerse: “En esta tierra había muchos plateros...”.

El cronista por cierto no se refiere a asnos o burros, que nunca los hubo en los Andes sino desde cuando los trajeron los conquistadores.

El cronista, pues, se refiere a orfebres, a artesanos que trabajaban en plata.

“Esto que narramos –ha dicho antes Del Busto – sucedió en la primera mitad de diciembre del año 1533”, esto es, un mes después de la toma del Cusco.

Pues bien, Almagro, de común acuerdo con Pizarro, a fines de junio de 1535, partió en expedición hacia Chile. Salió del Cusco, pasó por el lago Titicaca, por los pueblos de Paria, Tupiza, Jujuy, atravesó la cordillera y llegó a Copiapó, ya en Chile. La travesía por la cordillera fue infernal. “A unos se les congeló la nariz, a otros los dedos de la mano.

Hubo conquistador que [por el frío] perdió los dedos de los pies”.

Casi dos años después estuvo de regreso, pero por el camino de la costa. Pasó por Arica, Tacna y Moquegua y subió hacia Arequipa.

En ésta, Almagro, “débil como un niño” –según nos apunta meticulosamente el historiador Del Busto– fue presionado por sus hombres para capturar el Cusco dado que no se “resignaron a la frustración que había sido Chile”. ¿Debemos colegir de esto que todo el viaje fue frustrante? No. Sin duda, no.

De ida a Chile pasaron también por donde antes habían estado, en 1533, Agüero y Martín, los enviados de Pizarro. Si estos vieron “plateros” kollas, ¿por qué no habrían de verlos también Almagro y sus hombres? Pero más aún, obsérvese un mapa de la frontera de Bolivia y Argentina y se verá que, para llegar desde el lago Titicaca a Tupiza y Jujuy, resulta prácticamente inevitable cruzar Oruro y pasar muy cerca de Potosí.

Es decir, de ida a Chile, Almagro y sus hombres necesariamente tuvieron que ver aun más “plateros” kollas que los que vieron los emisarios de Pizarro. Y en el retorno al Perú por la costa, y hasta llegar a Arequipa, atravesaron por territorios ancestralmente ocupados y colonizados por los mismos kollas. Es decir, también debieron ver en ellos a más “plateros” kollas, o a hombres y mujeres ataviados con objetos de plata.

La historiografía tradicional muchas veces deja la sensación de que los conquistadores –como Armstrong y Collins–, llegaban a territorios despoblados. Y que en ellos marchaban y deambulaban sin rumbo, extraviándose constantemente. Y, finalmente, que lo que encontraban era fruto del azar. No, no había tal desconcierto ni tal azar.

Como en la inmensa mayoría de las expediciones de ese género, Almagro viajó con traductores: “Felipillo, el tallán perverso” –como registra Del Busto–, fue precisamente uno de ellos en el viaje a Chile. Felipe, el tallán, fue descuartizado en el viaje, en el valle de Aconcagua, al atribuirle Almagro una traición.

Pero Almagro llevó además como rehenes y guías a Villac Umu, uno de los sacerdotes más importantes del Cusco imperial, y a Paullu Inca, hermano del último Inka. Éstos, amenazados de muerte y torturas, no tenían otra alternativa que conducir a los expedicionarios a los pueblos y lugares de mayor importancia y por caminos conocidos y seguros.

Por lo demás, la zona de Charcas, a la que pertenecían Oruro y Potosí, ¿fue acaso un descubrimiento de los conquistadores? No, formaba parte del bagaje de conocimientos de toda la élite cusqueña. Era uno de los primeros territorios que había sido conquistado por los inkas.

Garcilaso, relatando las conquistas inkas de los territorios al sur del Cusco nos dice que el emperador Wiracocha amplió el territorio imperial “hasta la última provincia de los Charcas [a] más de doscientas leguas [del Cusco]”.

En definitiva, a nuestro juicio, los conquistadores no sólo se disputaban el Cusco, sino también los territorios al sur de él, y no precisamente las tierras agrícolamente pobres del altiplano lacustre, sino “ésas otras”, más al sur del lago, en las que unos y otros habían visto “plateros”.

El célebre historiador peruano Raúl Porras Barrenechea, indica que el propio Francisco Pizarro, en una de sus últimas cartas, había escrito: Si me quitan las Charcas y Arequipa que es lo mejor de esta gobernación yo quedo gobernador de arenales.

Es decir, ya antes de morir asesinado en 1541, Pizarro tenía perfecta conciencia del valor minero de Charcas.

Y no “por su intuición geográfica”–como erróneamente comenta el mismo Porras–, sino porque ocho años atrás –como está dicho –, había sido ya puesto al tanto de una riqueza potencial que, a partir de entonces, sin duda había logrado confirmar del todo.

Obsérvese que en las cuentas de Pizarro las ricas tierras agrícolas de la costa norte del Perú no contaban un ápice. Ello prueba dos cosas: 1) que la elogiada intuición geográfica era más bien mala, y; 2) Francisco Pizarro se muestra como el prototipo de lo que podríamos llamar los conquistadores “metalíferos”, aquellos que habían venido a hacer fortuna a partir de la rapiña minera, y para diferenciarlo de aquellos que venían –o también venían – a afincarse trabajando tierras agrícolas.

Entre éstos estuvieron quienes, por ejemplo –según refiere Riva Agüero–, lograron convertir al valle de Trujillo en “el mejor y más fértil que tienen todos los llanos”, según apreció un portugués en 1605.

El portugués –dicho sea de paso–, casi no tenía cómo saber del enorme yerro que había cometido. Porque, en efecto, ese emporio agrícola había costado milenios de esfuerzo a los pueblos de la nación chimú.

A la muerte de Francisco, y como su heredero, ya en 1542 Gonzalo Pizarro estaba en condición de encomendero de Charcas y, consecuentemente, era el hombre más rico del Perú. Y, como su hermano, tampoco estaría dispuesto a quedarse “sólo con arenales”.

¿No contribuye eso a explicar porqué con tanta animosidad persiguió hasta Quito y asesinó al primer virrey del Perú, que había llegado a aplicar las Nuevas Leyes de Indias, y sobre todo aquéllas que más lo afectaban: la prohibición de esclavizar y la obligación de pagar salarios? A estos respectos, téngase presente cuatro datos importantes: 1) A esa fecha, 1542, los nativos del Perú y Bolivia no usaban y no sabían ni querían usar monedas. Para ellos pues, trabajar a cambio de un salario no tenía sentido. Así, se negaban a ir voluntariamente a trabajar en las minas.

2) Tras una década –o más– de propagación sin el más mínimo control, las desconocidas enfermedades traídas por los españoles ya venían minando seriamente a la población nativa. Así, la permanencia de los cada vez más escasos brazos en sus tierras agrícolas resultaba apremiante e insustituible.

3) En su inmensa mayoría, los trabajadores nativos sobrevivientes eran agricultores que, puestos a elegir, se negaban a trabajar en las minas. Y; 4) Las minas de Charcas –Oruro y Potosí– quedaban en territorios absolutamente hostiles para los españoles, a 4 000 msnm., en los que, a lo sumo, podían fungir de administradores.

Esto es, y en la perspectiva de los conquistadores, o a la fuerza se obligaba a los nativos a abandonar sus campos y trabajar en las minas, o la gigantesca riqueza permanecería inexplotada en las entrañas de la tierra, tanto para desilución de ellos como, a la postre del poder imperial en España.

En ese contexto, pero además desprovistos totalmente de escrúpulos y llenos más bien de insaciables ambiciones, Gonzalo Pizarro y los otros encomenderos que como él tenían el monopolio de las minas, se precipitaron a defender a capa y espada “su” derecho a usar a los nativos en trabajos forzados en “sus” encomiendas, esto es, en “sus” fabulosas minas de plata.

¿Y qué ocurrió en el Perú entre 1552 y 1556, en que gobernó la Audiencia de Lima en ausencia de virrey y en ausencia de pacificador imperial, y, por ejemplo, hasta 1560 en que gobierna el virrey Andrés Hurtado de Mendoza?

La rebelión de Hernández Girón contra la autoridad colegiada nos indica que ésta, de alguna manera, se estaba haciendo eco de la disposición del fallecido virrey Antonio de Mendoza de, aplicando las “Nuevas Leyes de Indias”, prohibir los trabajos forzados a los nativos. Partió pues del Cusco, desde donde, a la muerte de pizarristas y almagristas, presumiblemente controlaba todo el sur, incluido por cierto Charcas.

Logró en Lima que la Audiencia diera marcha atrás. Aparentemente, entonces, allí debieron terminar los problemas. ¿Por qué, no obstante, y a pesar de perder dos batallas, las fuerzas leales a la Audiencia persiguieron hasta dar caza a Hernández Girón y ajusticiarlo? Asoman al respecto dos hipótesis complementarias entre sí. Los intereses de los conquistadores asentados en Lima y en general en la costa, en primer lugar, muy probablemente, eran por sobre todo agrícolas.

En tal virtud, y con fuerza de trabajo sí disponible para ello, les resultaba indiferente la prohibición de aplicar trabajos forzados a los nativos.

Pero, en segundo lugar, dado que las “encomiendas” eran en principio a perpetuidad, pero, de acuerdo a las Nuevas Leyes de Indias, hasta la muerte de los titulares, la única forma entonces de apoderarse de dichas “encomiendas” era pues liquidando a los titulares.

Y nada hay que nos muestre a los miembros de la Audiencia escrupulosos como para no intentarlo.

En relación a lo que ocurrió en el Perú tras la muerte de Hernández Girón, o –como nos parece más adecuado–, tras el triunfo de los encomenderos agrícolas costeños sobre los encomenderos mineros del sur cordillerano, hay un enorme vacío en la historiografía tradicional.

Hay, no obstante, cuatro importantes indicios para llenarlo. Uno tiene que ver directamente con la vida del mestizo Garcilaso de la Vega. Nació, como está dicho, en 1539. No pudo entonces ser de la partida, en 1533, acompañando a los expedicionarios enviados por Pizarro a conocer la zona del lago Titicaca.

Pero tampoco en 1535 acompañando a Diego de Almagro en el viaje a Chile.

A los 21 años, en 1560, nueve años antes de que arribe al Perú el virrey Toledo, Garcilaso se embarcó para España. ¿Pudo en el interín, ya joven, acompañar a su padre o a otros conquistadores a la tierra de la plata? En todo caso, José de la Riva Agüero, uno de los más prestigiados historiadores modernos del Perú, afirma que sí. Garcilaso –dice Riva Agüero– “no sólo conocía el Cuzco y su comarca (...), sino también el Collao –el altiplano lacustre– y todas las Charcas, en especial Porco, Tupiza (...) y probablemente Potosí”.

Es decir, el o los viajes que Garcilaso habría realizado a la zona minera debieron hacerse precisamente en el oscuro período que media entre 1552 y 1560, cuando él tenía entre 13 y 21 años de edad. Y, si como propone Riva Agüero, ello efectivamente ocurrió, casi podemos tener la certeza de que todos esos desplazamientos, antes que motivaciones turísticas, estaban relacionados con la producción de plata.

En segundo término, será el propio cronista Cieza de León el que, para una fecha tan temprana como 1550, haga mención precisamente “a la extracción minera tanto en Charcas como en Chile”.

El tercer dato es más bien certero y sumamente ilustrativo. En efecto –según el cronista Jiménez de la Espada–, cuando gobernaba el virrey Antonio de Mendoza (1551– 52), su hijo Francisco...

hizo un recorrido de Lima a Charcas, elaborando mapas, planos y figuras topográficas...

¿Por qué el joven topógrafo se plantó en Charcas y no siguió, por ejemplo, hasta Jujuy? ¿O por qué no se dirigió al norte a elaborar mapas y planos de los valles agrícolas? Esta vez, sin embargo, y como está claro, se trataba de un esfuerzo –quizá el primero– genuinamente profesional y técnico.

¿Era sólo por inquietud profesional? ¿Respondía el tremendo esfuerzo a exigencias de su padre, el virrey? ¿O se trataba quizá de responder a urgencias de la Corona? Como fuera, estamos en presencia de una prueba contundente del enorme interés que, a diferencia del inmenso resto del territorio, suscitaban casi monopólicamente las minas de plata ya en explotación.

Obsérvese que entre 1551 (en que se estudia topográficamente el área minera) y la llegada al Perú del virrey Toledo median todavía 18 años. Pues bien, en 1562, ocho años antes del arribo de Toledo, el virrey Diego de Zúñiga y Velasco, conde de Nieva, ordenó al licenciado y cronista Polo de Ondegardo...

recorrer los Andes entre [Ayacucho] y Potosí, visitando fundamentalmente los centros mineros...

A este respecto, pues, un cuarto y complementario dato es también muy preciso y certero. En efecto, si nos retrotraemos al Gráfico Nº 28 (pág. 178), en él se muestra que, a pesar de estar aún viva la resistencia inka, se produjo en Potosí, y aunque gravemente declinante, una importante cantidad de plata entre 1550 y 1568, antes de la llegada del virrey Toledo.

Habiendo sido derrotado y ajusticiado Hernández Girón en 1554, ¿quién tuvo en sus manos a partir de allí la explotación de las ricas minas de Potosí? Ahora sí, sin la más mínima duda, nos atrevemos a afirmar que los encomenderos costeños que lo derrotaron, administradores de por medio, se habían lanzado pues a explotar el territorio de los “plateros” que por primera vez habían sido avistados en 1533. Y que, guerras y crímenes de por medio, habían “heredado” de Gonzalo Pizarro y Francisco Hernández Girón.

Asoma pues absolutamente obvio que las mal denominadas “guerras civiles” no fueron tanto por las lealtades de unos con Almagro y otros con Pizarro; o de unos con Gonzalo Pizarro y Hernández Girón, y otros con la Audiencia de Lima y la Corona en Madrid. No, fueron cruentas pero prosaicas disputas por enormes riquezas mineras.

Del mismo modo queda claro que en la llamada “cuarta guerra civil”, no estuvo en juego la convicción de la Audiencia y los encomenderos agrícolas de que se apliquen las Nuevas Leyes de Indias que prohibían los trabajos forzados de los nativos, que no fue sino un vulgar pretexto, sino su ambición de arrebatar a los encomenderos del surcordillerano las riquísimas minas de las que eran posesionarios. Y se las arrebataron.

Buena cantidad de plata llegó entonces a España durante el gobierno de los virreyes que antecedieron a Toledo. La Corona, sin embargo, pronto apreció que, en vez de crecer la producción, ésta disminuía, en tanto que las urgencias económicas del imperio crecían.

Sin la menor duda, el virrey, la Audiencia de Lima, los encomenderos mineros y los administradores de las minas, se las ingeniaron para hacer llegar a la Corte del recién coronado Felipe II (1556), las verdaderas razones de la caída de la producción de plata. Haciéndole llegar asimismo sus sugerencias de cómo hacer crecer nuevamente esa producción, quebrando la barrera más importante: la resistencia inka.

En la metrópoli imperial, entre tanto, debatían con ardor quienes exigían la lealtad y consecuencia de la Corona hacia sus restrictivas y humanistas “Nuevas Leyes de Indias” –que estaban por cumplir quince años de bien promulgadas y mal cumplidas–, y quienes avalaban un pragmático “hacerse de la vista gorda”. Lánguida, pero cargada de gran cinismo la Corona titubeaba.

Mas habrían de ser los turcos desde el este del Mediterráneo quienes, arreciando los ataques que habían iniciado durante la gestión de Carlos V, impulsarían a Felipe II a definirse por extrujar a las colonias de América a como diera lugar.

En efecto, 45 000 turcos otomanos, en mayo de 1565 invadieron la isla de Malta. Felipe II, reivindicando actuar en nombre de la cristiandad, ordenó a sus fuerzas imperiales europeas acudir en su ayuda, consiguiendo que la costosa flota española la recuperara.

Mas no pudo evitar que desde el año siguiente el Imperio Otomano empezara a preparar la invasión a Chipre.

Hacia 1568 el decidido y agresivo expansionismo turco–otomano no sólo amenazaba a la Europa Cristiana y la hegemonía de España, sino que permitía anticipar que serían elevadísimos los costos militares de, cuando menos, su neutralización. Era previsible un descomunal despliegue de fuerzas, y se requería mucho dinero para solventar el gran esfuerzo bélico.

Había pues llegado para el poder imperial español la hora de tirar por la borda sus propias y restrictivas “Nuevas Leyes de Indias”.

Y–repetimos– había llegado la hora del virrey Toledo.

En ese contexto, nos resulta claro que la famosa Junta Magna que antecedió al viaje de Toledo al Perú, se habría concentrado en tres temas:

1) la “reducción” de los indios, para facilitar su despacho hacia las minas de mercurio de Huancavelica y de plata en Potosí;

2) la autorización para que, encadenados si fuera preciso, los “indios” fueran llevados a explotar las minas, y;

3) la superviviente y pagana resistencia inka –que en aquellas circunstancias resultaba aliada implícita de los también herejes turco-otomanos–, tenía que ser liquidada a cualquier precio. No sólo porque se interponía físicamente entre Huancavelica y Charcas; y económicamente entre la América colonial y la metrópoli española; sino porque ahora, teológicamente, se interponía entre Dios y el Diablo.

Así, también entonces resultan claras las razones por las que las secretas deliberaciones de esa Junta Magna –como afirma Hemming –, “nunca fueron publicadas”.

No podían ser publicadas. Habrían puesto al descubierto que, de verdad, no eran sino tibias y melindrosas las disposiciones “protectoras” a las que se había dado más publicidad en su promulgación que empeño para su acatamiento.

Pues bien, asumiéndose –como hemos hecho –, que tras la derrota y muerte de Gonzalo Pizarro y Hernández Girón, los encomenderos costeños terminaron apropiándose de las minas de Huancavelica y Charcas, ¿se entiende ahora por qué le resultó tan fácil al virrey Toledo conseguir que –con la firma del arzobispo Loayza, otros ocho eclesiásticos eminentes y seis magistrados–, se concluyera, por unanimidad, que las minas eran de interés público y, por lo tanto, la coerción podía ser tolerada sin escrúpulos de conciencia? ¿Acaso necesitaba Toledo actas firmadas por el rey para demostrarles a los encomenderos residentes en Lima que, por fin, sus intereses explícitos e inmediatos eran exactamente los mismos que los intereses implícitos y también perentorios de Felipe II, acosado por los turco-otomanos y urgido por el Papa Pio V?

Hemming –y otros historiadores– se engañan pues cuando creen que Toledo “tranquilizó su conciencia” consiguiendo ese voto unánime. ¿No es más verosímil que Toledo, de hecho y sin conocerlos, haya defendido en esa famosa Junta Magna, precisamente la opinión de los encomenderos mineros, demostrándole más bien al rey que con sus dubitativos remilgos se estaba perjudicando a sí mismo y, por consiguiente, al imperio e incluso a la cristiandad europea ante el avance turco–otomano? Corresponde, no obstante, una última observación.

En aquella Magna y trascendental Junta se realizó en España, habría de corresponder a un eclesiástico jugar un papel protagónico, muy probablemente a instancias del Vaticano, que con enorme preocupación asistía al expansionismo turco–otomano.

En efecto, fue en “la casa del hombre más poderoso de España, el cardenal Diego de Espinoza”, donde se realizó la cita secreta.

¡Cómo iban a haber actas de aquellos inhumanos y sacrilegos acuerdos! Como se ha visto, Toledo llegó a Lima en noviembre de 1569. Y, según puede colegirse, sentía cargar sobre sus hombros el destino de las colonias de América, de España, de Europa y de la Cristiandad. Once meses después los turco–otomanos habrían de agravar sus preocupaciones: 100 000 soldados del Imperio Otomano capturaron Chipre.

Así, apremiado por Felipe II, Toledo aceleró la formación de las “reducciones de indios”, así como el cumplimiento de las otras no menos apremiantes tareas recibidas.

Y mientras en Europa se daba forma a la “Santa Liga” contra los herejes turco–otomanos –como lo recuerda Carl Grimberg–, en el Perú el oscuro ex-burócrata y virrey se vio precisado a tomar en sus férreas pero militarmente inexpertas manos, y precipitadamente, la tarea de dar caza a Manco Inca. No cabía esperar un segundo más, y en febrero de 1571 se trasladó al Cusco.

Allí, semanas más tarde de los sucesos, se enteró que en octubre de ese año la escuadra de la Santa Liga había derrotado a la del Imperio Otomano en la célebre batalla de Lepanto (de la que saldría herido el posteriormente aún más célebre Miguel de Cervantes Saavedra, “el manco de Lepanto”).

Toledo respiró aliviado. Pero no pudo bajar la guardia. Siguió siendo urgido. Porque se había ganado en el Mediterráneo la primera gran batalla, pero no se habían pagado las deudas contraídas para financiarla.

Las minas de Charcas, pues, tenían que producir. Y, cumpliendo la palabra empeñada, las hizo producir para contribuir a pagar las deudas de Felipe II, y para financiar luego la invasión española a Holanda, y después la construcción de la gigantesca “Armada Invencible”, y mil aventuras bélicas más del poder imperial en Madrid.

En 1575, un año y meses después de la costosa invasión a Holanda, aún cuando la producción de Potosí y en consecuencia el traslado de plata a España había crecido significativamente, Felipe II tuvo que declararse en bancarrota. Así, los hombres que como moscas morían en los socavones de Charcas, morían por nada y para nada.

Retomemos sin embargo el tema que nos traía. Como se ha visto, las últimas de las “guerras civiles” las desataron los conquistadores encomenderos contra la Corona y contra quienes la representaban en el Perú y en el resto de América Meridional.

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