DESCUBRIMIENTO Y CONQUISTA:

Del nombre de los españoles


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Alfonso Klauer

Sacerdotes y no castellanización

Alguien entonces, y en algún idioma, tenía que comunicarse con los nativos, en particular en las extensas zonas de donde tenían que ser reclutados para las minas.

El arzobispo Toribio de Mogrovejo ya había dado la pauta: tenían que ser los sacerdotes, y en quechua, desde Huancayo hasta el Cusco; y en aymara, en todo el Altiplano, desde Puno a Potosí.

En ese contexto, y en plazos extrañamente coincidentes con las exigencias del caso, aparecieron los primeros textos de gramática quechua –por fray Domingo de Santo Tomás, en 1560–; y para el aymara –por el jesuita Ludovico Bertonio, en 1603–.

¿No es digno de estudio –y razonable sospecha – que el de la gramática mochica apareciera sólo cuarenta años más tarde, en 1644? ¿No resulta obvio que para este último idioma no había la más mínima urgencia, ni para el arzobispo Toribio de Mogrovejo, ni para Toledo ni para los conquistadores del rico norte agrícola?

¿Pero qué tenían que decirle en quechua o aymara los sacerdotes a los nativos que encadenados iban a ser llevados a las minas? ¿Y qué a los que con grilletes ya iban camino al cadalso? ¿Qué, en fin, a sus huérfanos y viudas? Pues sólo cuatro mensajes: dos en relación a ese infernal presente, y otros dos en relación a su cada vez más incierto futuro.

En cuanto al presente, en primer lugar, la explicitación de que, por acuerdo unánime de las autoridades imperiales y virreinales, el trabajo en las minas era de “interés público”, y que todos, pues, “como en el incario”, tenían que participar.

Y en segundo lugar, explicitar –seguramente con elipsis y retruécanos ininteligibles, pero además muy difíciles de traducir–, que, por acuerdo también unánime, pero esta vez de las autoridades celestiales, dado el “público interés” en las minas de plata, la coerción podía ser usada por las autoridades terrenales, tolerada por las celestiales, pero debía ser aceptada y sufrida por los nativos.

Y, de cara al futuro, el primer mensaje era, entonces: paciencia y resignación, el reino de los cielos es finalmente de los humildes; aunque, claro está, si se arrepienten a último momento, también estarán en él los corregidores, los visitadores, los capataces de las minas, las prostitutas de Potosí, incluso el propio Toledo; y todos, como hermanos, se encontrarán también con Túpac Amaru I que, según se propaló a partir de su muerte, “se infiere que está gozando de Dios Nuestro Señor”.

Resulta entonces singular y dramáticamente acertada la cita del padre Gustavo Gutiérrez cuando nos recuerda que “había opinión entre [los nativos] que los frailes no iban (...) sino para amansarlos, para que los cristianos los tomasen para matarlos”.

Y también acertada cuando inmediatamente agrega: “Esta trágica conclusión lleva incluso a que los indios pensasen que las cruces que les enseñaban a hacer en la frente y en los pechos, no significaban otra cosa sino los cordeles que les habían de echar a las gargantes para llevarlos a matar sacando el oro” –y la plata, ciertamente–.

Y también de cara al futuro, el segundo mensaje de los frailes, en quechua y en aymara, y luego de despejar –nosotros– las elipsis y retruécanos del caso, debió ser más o menos el siguiente: en definitiva, y para los que queden vivos, hombres, mujeres y niños, hay y habrá con nosotros bastante trabajo, sin grilletes y sin socavones, aquí en la superficie, construyendo una miriada de bellas, grandes y costosas iglesias. Bienvenidos a nuestro lado. Ah, y no se preocupen, les vamos a seguir hablando en su idioma.

En definitiva, en el sur cordillerano, los frailes jugaron un rol destacadísimo en el desarrollo de la economía virreinal y, simultáneamente, bloquearon el proceso de castellanización de los nativos de la zona.

Con el beneplácito de la metrópoli y de la jerarquía eclesiástica, arriaron una de las banderas históricas del colonialismo español: la castellanización.

Y en cuento a la otra cara bandera del colonialismo, la evangelización –como ya se vio–, muy pragmáticamente los sacerdotes –léase la alta jerarquía eclesiástica católica de Lima, Madrid y el Vaticano, y la Corona de España– tranzaron con el “paganismo” de los nativos del sur cordillerano. Una por otra: riqueza a manos llenas, para unos –aún al precio del genocidio–, y “sincretismo religioso”, para los otros. Y todos felices y todos contentos –debió pensar el más cretino de los conquistadores, y el más infeliz de los frailes.

Pues bien, para el desarrollo de la economía y la producción minera, los curas traducían a los nativos las exigencias de fuerza de trabajo de los mineros y las ofertas de los comerciantes “que traficaban por estas regiones [y por cierto] obtenían grandes ganancias”.

Éste, sin embargo, y en resumen, no fue el único papel de la Iglesia Católica en la historia de la Colonia. Más adelante, de modo igualmente descarnado, abordaremos otros aspectos también relevantes.

Entre tanto, revisemos ahora, y aunque sea brevemente, qué ocurrió con los propios conquistadores en las décadas que transcurrieron entre la captura de Atahualpa y la llegada del virrey Toledo.

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