Del nombre de los españoles
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Alfonso Klauer
Una prosaica transacción
Demos cuenta, sin embargo, de algunas
evidencias del poder de los sacerdores y de la
institución de la que formaban parte:
1) El Segundo Concilio de Lima, celebrado
en 1567, dedicó buena parte del tiempo
a estudiar la extirpación de idolatrías;
2) Sólo en la provincia de Cajatambo en las
proximidades de Lima, en el año 1619,
durante el gobierno del virrey Francisco
de Borja, más de 22 500 nativos fueron
apresados con cargos de idolatría; de ellos,
1 618 fueron juzgados y calificados
de hechiceros; fueron azotados, puestos
en cepos o encarcelados;
3) En el Arzobispado de Lima, entre 1600 y
1679 se ventilaron 94 causas de extirpación
de idolatrías involucrando a muchos
más nativos;
4) Las condenas a muerte y ejecuciones dispuestas
por la Santa Inquisición, así como
la presencia y uso de su bien implementada
y siniestra sala de torturas, constituían
permanentemente una brutal e insoslayable
amenaza;
5) No menos amenazante era el hecho de
que entre los nativos de América estaba
difundida la idea de que según lo recuerda
el padre Gustavo Gutiérrez los frailes
subrepticiamente los amansaban para
que luego dócilmente cayeran en manos
de los conquistadores para ser llevados a cualquiera de las dos esquinas del
infierno las reducciones o los socavones
de las minas; y,
6) Era harto manifiesto que los frailes y sus
congregaciones disponían libremente de
gigantescos recursos económicos que, para
las familias de constructores, cargadores,
picapedreros, talabarteros, carpinteros,
ebanistas, herreros, escultores, pintores
y artistas, maestros u operarios, monaguillos
o legos, constituían una fuente
de trabajo segura y para algunos quizá
incluso bien remunerada, que más valía
conservar que poner en riesgo.
¿Cómo no transar frente a tantas, bien
difundidas, harto conocidas y objetivas acechanzas,
y frente a dichos potenciales beneficios?
¿No era acaso humanamente razonable
hacerlo? ¿Alguien pretende estigmatizar
y satanizar una conducta tan legítimamente
humana?
El denominado sincretismo religioso
fue pues sólo una inevitable transacción, no
una opción libre.
Mas no nos equivoquemos, no fue una
transacción entre religiones. No fue tampoco
el resultado de una negociación entre los
dioses paganos y el Dios cristiano. Y
tampoco entre hombres y una institución abstracta
como la Iglesia y los desconocidos
santos y mártires de que ella hablaba.
No. Fue una transacción entre hombres
de carne y hueso: entre los campesinos pobres,
sin trabajo, sin tierras, vejados, golpeados,
y con un futuro cada vez más crítico y
cada vez más incierto; y los sacerdotes, misioneros,
frailes o curas que tenían al frente,
con los cuales alternaban permanente y sistemáticamente,
y que sutilmente esgrimían
las poderosas armas de chantaje que hemos
enumerado.
Mal puede creerse, entonces, que los nativos
le tenían miedo a la Cruz como insinúa
Flores Galindo; o a San Miguel que
había decapitado a un dragón ¿podemos
imaginar cómo a su vez los nativos imaginaban
a un dragón, o al apostol Santiago, el
matamoros? ¿Y podemos imaginar cómo
los nativos imaginaban a los moros y a un
matamoros?
Resulta verdaderamente inaudito cómo,
premunidos de un conjunto de desarrollos
científicos tan modernos, los científicos sociales
de la última mitad del siglo XX, hayan
obviado que, a diferencia de la ideología y
religión de Occidente, las ideologías y religiones
andinas giraban en torno a objetos
muy concretos, perfectamente definibles, visibles,
casi tangibles y absolutamente conocidos
como el Sol y la Luna, o perfectamente
tangibles como la tierra, el jaguar y el maíz,
por ejemplo; y no en base a abstracciones.
Basta un día a la sombra, en las alturas de
los Andes, en cualquier estación, para comprender
porqué se adoraba y amaba al Sol
Inti. Y ello también es suficiente para entender,
por ejemplo, el temor a los eclipses.
Basta un temblor para apreciar porqué la tierra
la Pachamama infundía tanto respeto.
Por lo demás, y en ausencia de los conocimientos
de hoy, es perfectamente comprensible
que se atribuyera a los caprichos y
estados de ánimo de la tierra el que las cosechas
fueran buenas o malas; y que se creyera
que la conducta de los hombres daba origen
a las furias de la madre tierra.
Y, de otro lado, si hoy es imposible imaginar
correctamente un objeto desconocido,
¿por qué habría de ser eso posible en los siglos
XV o XVII? ¿Por qué habría de evocarse
certeramente un desconocido moro y
por qué habría de infundir temor el correspondiente
y desconocido matamoros?
La tradición e historia oral del mundo andino
no registraba que la ira del Sol o la de la
madre tierra se prolongara indefinidamente y
a pesar de los sacrificios en su honor. Por el
contrario y según se creía, unas veces más
tarde u otras veces más temprano, siempre el
Sol y la madre tierra calmaban sus iras a consecuencia
de los sacrificios de perdón de sus
hijos.
Se trataba a la luz de esa ideología, de
dioses transparentes, sin rencores ni resentimientos
duraderos, y, menos aún, con venganzas
eternas.
En ese sentido, no ha sido estudiada la
tremenda y comprensible confusión ideológica
que debió producirse entre los hombres
de los Andes cuando, en presencia de cielos
despejados y de un Sol radiante, en ausencia
de temblores, en ausencia de destructivas avalanchas
de tierra y lodo, y en presencia de
buenas cosechas, es decir, ante ostensibles
manifestaciones de que los dioses estaban
contentos con ellos; paradójica y simultáneamente,
la conquista y el genocidio se les presentaban
como un terrible y destructivo azote
divino.
Los dioses pensarían los hombres y mujeres
que sobrevivían al genocidio, se habían
vuelto locos esquizofrénicos en el lenguaje
de hoy: simultáneamente daban muestras
del mayor contento y de la peor ira.
No obstante, los hombres del mundo andino
no cejaron nunca en sus intentos por
calmar las que suponían iras divinas, incluyendo
la que de ponía de manifiesto con el
tan perverso azote de la conquista.
No puede considerarse una simple casualidad
que los ritos propiciatorios más intensos
y dramáticos se desarrollaran por lo que
hasta ahora se conoce, precisamente en el
área más agredida, en la altiplanicie del Titicaca,
allí donde se encontraba la mayor cantera
humana para las cercanas minas de plata,
es decir, allí donde el látigo divino golpeaba
con mayor fuerza.
Emma Velasco sostiene que hay numerosos
indicios datos y documentos que permiten
reconocer que en 1592, 1630 y 1638
pero también en 1833 se realizaron grandes
ceremonias en las que se ejecutó el rito
de la Kapacocha, esto es, sacrificios humanos.
¿Cómo y cuándo se resolvió ese conflicto
en el que a partir de la conquista los dioses
andinos daban muestras de una esquizofrenia
que los nativos no habían visto antes? ¿Acaso
aceptándose la superioridad del dios de
los conquistadores? ¿Acaso cuando, al cabo
de casi dos siglos de iniciada la conquista, los
hombres del mundo andino descubrieron que
incluso la ideología de los conquistadores,
por boca de Santo Tomás, justificaba la rebelión
cuando el gobernante es tirano y posee
sus dominios sin título?
¿Quizá mucho antes, cuando se constató
que esos instrumentos de la ira divina, a diferencia
de los que ellos ancestralmente conocían,
eran tan mortales como ellos, aunque
más fuertes y mejor armados? ¿Quizá cuando
sus dioses, a través de sus sacerdotes, les
revelaron que los españoles no eran instrumentos
de sus iras ni de la de ningún otro
dios, sino simples mortales, venidos de un
espacio tan terrenal como los Andes?