Del nombre de los españoles
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Alfonso Klauer
¿Sincretismo religioso?
La interrogante busca contribuir a hacer una importante desmitificación.
Formulémosla sin embargo de otro modo.
¿Por qué los conquistadores hablaban en
castellano y consecuentemente obligaban a
los nativos de su entorno a aprenderlo; y por
qué, a la inversa, los sacerdotes optaron por
aprender quechua y aymara, inhibiendo así
en la práctica a los pobladores de su entorno
a castellanizarse? Veámoslo detenidamente.
En el norte, tanto en la costa como en la
cordillera, los nativos chimú, tallanes y cajamarcas,
y en especial los niños alentados por
sus padres, en presencia de numerosos conquistadores
y criollos, definitivamente afincados,
tuvieron que aprender el castellano
para tener alguna posibilidad de mejorar su
situación social y económica.
Significó pues una decisión tanto pragmática
como dramática, sin alternativas e
inexorable. Mas tenemos la obligación de
poner énfasis en algo que hasta el día de hoy
viene siendo minimizado cuando no obviado
en los textos de Historia del Perú: así empezó
a perderse, para siempre, el tercer idioma más
hablado del Perú precolombino: el muchik, el
idioma de los chimú, que varios millones de
personas hablaban desde Tumbes hasta el valle
del río Santa.
Hacia 1644, aunque ya en declinación,
era todavía tan importante que fray Fernando
de la Carrera publicó su texto de Gramática
de la lengua mochica, equivalente a los
que del mismo género se habían hecho antes
para el quechua y para el aymara.
El proceso de hispanización fue tan compulsivo
en el norte peruano durante la Colonia
y la República, que los nativos ni siquiera
pudieron mantenerse bilingües.
La última persona que habló dicha lengua murió
en los primeros años de esta última década del siglo
XX. Bien puede pues decirse que la dolorosa agonía
de ese idioma se prolongó por casi quinientos años.
En todo caso, y como de ello prácticamente no
han hablado los textos masivos de Historia, debe saberse
que para un pueblo, cualquiera que sea, verse en
el trance de perder por la fuerza su idioma, es una de
las agresiones más bárbaras y crueles que existe. Ver
perderse el idioma es tan dramático, desgarrador y
traumático como ver perderse las piernas. Y no se
estime como gratuita y forzada nuestra analogía. Al
fin y al cabo, el hombre aprende a hablar exactamente
al mismo tiempo que aprende a caminar.
Pues bien, en el sur cordillerano del virreinato
del Perú, los sacerdotes, en su inmensa
mayoría, constreñidos por su parte en
el ortodoxo esquema de la catequesis antigua,
orientaron seguramente sus esfuerzos a
la población adulta y, dada su mayor presencia
numérica, a las mujeres en especial.
¿Cómo hablarles en un idioma que no hablaban,
no entendían y les resultaba sumamente
difícil aprender? Los sacerdotes, pues,
particularmente los que se afincaron en el área
surcordillerana, no tuvieron otra alternativa:
aprender y hablar en el idioma nativo,
fuera quechua o aymara.
El asunto, sin embargo, no puede ni debe
quedar allí. Porque, incluso para los adultos,
cuando algo resulta atractivo o benéfico,
la condición humana, tanto a hombres
como a mujeres, los impulsa a tratar de alcanzarlo:
acceder al nuevo idioma o acceder
a la nueva religión, por ejemplo; y al precio
que sea menester.
Durante siglos, los adultos del surcordillerano
tuvieron frente a sí a innumerables
sacerdotes españoles con los que pudieron
aprender a hablar castellano. No obstante, se
mantuvieron monolingües, quechua y aymara
parlantes. ¿Acaso porque al sur de Lima es
más difícil aprender castellano? ¿Acaso porque
los curas eran ineptos maestros de idiomas?
Así, se nos presenta como hipótesis que
los nativos peruanos, en el norte, aceptaron el
inevitable reto de aprender castellano para
informarse, protegerse o ascender socialmente,
porque en presencia de conquistadores y
criollos todo ello podía ocurrir, y de hecho
ocurría; pero los del sur, mayoritariamente,
se negaron a aprender el nuevo idioma sólo
para conocer la nueva religión, dado que, casi
en ausencia de conquistadores y criollos,
era virtualmente imposible lograr el otro objetivo:
ascender socialmente.
Y es que muy pronto en los Andes, desde
el reparto del botín de Cajamarca en el que
como se recuerda el clérigo Juan de Sosa fue
el que menos recibió, los nativos habían sabido
quiénes realmente tenían la mayor cuota
del poder: los conquistadores, no los curas.
Así, el castellano, a los del norte, les resultó
pragmáticamente útil, lo aceptaron; a
los del sur, en cambio, la religión católica, en
ausencia de efectivas posibilidades de ascenso
social y otros beneficios, les resultó pragmáticamente
inútil, la rechazaron. Si los
curas quieren algo de nosotros, que nos lo
digan en quechua habrían dicho unos, y, en
aymara habrían dicho los otros.
¿No nos resulta altamente significativo
que los pueblos de ambas y distintas culturas
hayan razonado y actuado mayoritariamente
igual? Todo parece indicar que en el surcordillerano
sólo eran bilingües aquellos que
desde niños inevitablemente estuvieron muy
cerca de los clérigos, probablemente a su servicio.
O los empresarios y comerciantes nativos a los que, como Túpac Amaru II, les
resultaba verdaderamente rentable aprender
el idioma de la cultura hegemónica.
Pues bien, fuera de Lima y del norte, los
curas, adultos todos, a pesar del costo de
tiempo y energías, y seguramente muy a pesar
de la voluntad de la inmensa mayoría de
ellos, tuvieron pues que aprender quechua
y/o aymara.
No obstante, se nos podrá quizá decir
que, en contra de lo que estamos afirmando,
el sincretismo religioso al que tantan líneas
han dedicado antropólogos, etnólogos,
etnohistoriadores y sociólogos, es una contundente
prueba del interés andino por asimilar
el catolicismo.
Diremos entonces que no, que el sincretismo
religioso andino aunque parezca
una perogrullada sólo es prueba de que hubo
sincretismo religioso. O, si se prefiere,
y para no parecer redundantes, sólo es prueba
de que hubo mestizaje cultural. Mas no de
que hubo interés en alcanzar dicho mestizaje.
Se dio en la práctica y punto. Y porque no
había otra alternativa.
Hubo sincretismo pero no porque los
vencidos se apropian de las formas que introducen
los vencedores... como sostiene Flores
Galindo. Apropiar connota vale la
pena recordarlo tomar, apoderarse de alguna
cosa; y sus sinónimos más socorridos son
usurpar, atribuirse, adjudicarse, coger, acaparar,
arrebatar, (...), hurtar y robar. Es
decir, en todos los casos, las palabras implican
acción deliberada, conciente.
Nuestra hipótesis, por el contrario, es que
en el contexto del genocidio de la conquista
la mayoría de los nativos peruanos del
sur, mayoritariamente pobres, mayoritariamente
campesinos, y mayoritariamente de
sexo femenino, contra su voluntad, se vieron
obligados a tranzar con los clérigos que,
finalmente ¿será necesario reconocerlo?,
algún poder tenían en el virreinato. Se trató,
sin duda, de una transacción implícita.