DESCUBRIMIENTO Y CONQUISTA:

Del nombre de los españoles


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Alfonso Klauer

Economía, religión e idioma

¿Cuán concentrada o desconcentradamente se fueron asentando los conquistadores en las colonias? Los territorios conquistados eran inmensos en comparación con la metrópoli.

El territorio original del virreinato de México era 5 veces el de España, y el del virreinato del Perú 17 veces más grande que la España peninsular.

Sólo lo que después serían México y Perú eran casi 4 y 2,5 veces, respectivamente, el tamaño de la sede imperial. No había pues alternativa.

Controlarlos y saquearlos con un mínimo de eficiencia exigía la máxima dispersión en esos territorios.

De allí que –según Mörner– al llegar el siglo XIX, la ciudad de México, albergando a 180 mil habitantes, concentraba el 3 % de la población total del virreinato. Y Lima, con aproximadamente 60 000, concentraba casi el 5 % de la población del Perú.

Según esas cifras, el virreinato de México habría tenido en ese fecha, entonces, 6 millones de habitantes y el Perú 1,2 millones de habitantes.

Estas cifras, sin embargo, son también harto discutibles. Con las curvas de crecimiento, tanto de la población mexicana como de la peruana –Gráfico N° 12, pág. 81, en el Tomo I–, se puede estimar, por el contrario, que hacia 1800, la población de México estaba en el orden de 15 millones de habitantes, y la del Perú era de aproximadamente 2,5 millones de personas.

Si la población de las capitales era la que nos ha presentado Magnus Mörner, las respectivas ciudades concentraban, entonces, sólo el 1,2 y el 2,4 % del total correspondiente de cada uno de los territorios. Lima, comprensiblemente, y en coherencia con la hostilidad del resto del territorio, era dos veces más densamente poblada que la ciudad de México.

De esa fecha a hoy, las cifras han cambiado muchísimo.

Lima actualmente concentra el 29 % y la ciudad de México el 16 % de la población de sus respectivos países.

Sin embargo, el hecho de que las cifras nos muestren que México y Lima concentraban porcentajes tan bajos de población, ¿significa realmente que se estuviera en presencia de un afán descentralizador genuino? De ningún modo, por lo menos en el caso del Perú.

El porcentaje más alto de la población estaba constituido por nativos que, como hemos visto, estaban básicamente concentrados en dos territorios extremos. Unos, en el norte, trabajando exclusivamente las tierras de los conquistadores, las mejores de los ricos valles costeños. Y los otros, en el sur, circunscritos dentro de las “reducciones” de los valles interandinos trabajando también las tierras de los conquistadores; o concentrados en las minas de mercurio y plata. En otros términos, la inmensa mayor parte del territorio estaba absolutamente deshabitada.

¿Y cuán dispersa se encontraba la población de conquistadores y sus descendientes los “criollos”? Nunca hemos visto las cifras correspondientes.

Mas del esquema general expuesto hasta aquí, podemos asumir que el 90 % de ellos estaba concentrado en la costa y, específicamente, en seis localidades: cinco pueblos de la época, Tumbes, Piura, Lambayeque, Trujillo e Ica; y una ciudad, Lima.

El resto de la población de conquistadores y “criollos” estaba concentrado en tres medianos poblados de la época, en los tres mejores valles cordilleranos: Huancayo, Cajamarca y Arequipa.

La increíble profusión de iglesias coloniales en Huancavelica, Ayacucho, Abancay, Cusco y Puno, no debe llamarnos a engaño.

Porque en efecto podría erróneamente deducirse que fueron el resultado de la presencia de una gran población de conquistadores y “criollos” en esas ciudades.

Si así hubiese ocurrido, necesaria e inexorablemente la difusión del castellano habría sido allí realmente significativa –como de hecho ocurrió en el norte del país, hasta el extremo que se desplazó y erradicó totalmente el idioma muchik–; y la profusión de nombres y apellidos españoles hubiese sido también alta.

El hecho incontrovertible de que en el surcordillerano no se generalizó el castellano ni la presencia de nombres y apellidos españoles, es una prueba palmaria de que allí la presencia de conquistadores residentes fue mínima, y sin ninguna correspondencia con el número de iglesias.

Así, para la inaudita cantidad de iglesias en esos pueblos debe buscarse otra explicación.

Y no es otra que la significativa presencia de sacerdotes españoles.

Pero éstos, contra lo que podría esperarse, muy sorprendente –y sospechosamente– no contribuyeron en lo más mínimo a la castellanización del preponderantemente minero territorio surcordillerano.

A diferencia de los conquistadores, los sacerdotes católicos, en lugar de difundir el castellano, rápida y eficientemente aprendieron el quechua y el aymara, cumpliendo en estos idiomas y no el aquél su presunta tarea evangelizadora. ¿Fue –podemos preguntarnos – por un escrupuloso respeto etnológico? No –como se verá–, nuestra hipótesis es más prosaica y cruda.

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