DESCUBRIMIENTO Y CONQUISTA:

Del nombre de los españoles


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Alfonso Klauer

Economía y lingüística

El segundo virrey del Perú, Andrés Hurtado de Mendoza, había dado, en ese sentido, una señal muy clara. En efecto –conforme consigna Hemming–, dispuso que podían acceder a ser alcaldes los nativos que, entre otros, reunieran los siguientes requisitos: ser de noble cuna, cristianos, meritorios, capaces, justos, virtuosos, limpios, de buena apariencia y conocedores del idioma castellano.

Así –en palabras de Flores Galindo– no les “quedaba otra posibilidad que asimilarse [a la cultura de] los nuevos amos...”.

O, en el caso específico del idioma, recurrir a los intermediarios que, como Huamán Poma de Ayala, en Ayacucho, se desempeñaban como traductores. La mayoría de éstos, a su turno, pronto descubrieron que el bilingüismo les otorgaba, frente a los suyos, un poder del que no dudaron en sacar partido.

Pero los nativos simultáneamente percibieron que su idioma era motivo de estigmatización y desprecio por parte de los conquistadores que, salvo Pizarro frente a Atahualpa, nunca estuvieron dispuestos a perder su tiempo con intérpretes.

En ese contexto de violencia lingüística y en general cultural, los nativos supieron que aprendiendo el idioma del conquistador aumentaban significativamente sus posibilidades de supervivencia y, sobre todo, y aunque fuera en lo más mínimo, de ascenso social.

Pero no todos los nativos peruanos se asimilaron o terminaron asimilándose a la cultura hegemónica. Este es un hecho absolutamente verificable y contundente en el que, sin embargo, muchos estudiosos –incluyendo al propio Flores Galindo– no han sido suficientemente enfáticos y claros.

¿No es un sólido argumento el hecho de que, a pesar de la inevitablemente creciente castellanización del Perú, en 1980 todavía había más de un millón de adultos hablando exclusivamente su idioma ancestral, principalmente quechua y aymara? No obstante –y como veremos–, habiendo tenido permanentemente la ocasión de castellanizarse, se resistieron, se negaron a hacerlo.

Por lo demás, corroborándose una hipótesis anterior, no es ninguna casualidad que las áreas más castellanizadas fueran precisamente aquéllas más distantes de lo que habían sido los centros de la minería metálica –en Huancavelica, Carabaya, Oruro y Potosí.

En la costa norte se dieron entonces dos condiciones que “facilitaron” enormemente la asimilación cultural y, como parte de ella, la castellanización de la población.

En primer lugar, por cierto, una presencia numérica proporcionalmente más alta de conquistadores y “criollos” que en la cordillera sur.

Y, en segundo término, con una población nativa gravemente disminuida, la población infantil era proporcionalmente muy alta. Y para los niños, como bien se sabe, acceder a nuevos idiomas siempre resulta mucho más fácil que en general para los adultos. En el sur en cambio, si bien se dio la segunda condición, e incluso en términos más agudos, prácticamente no se dio la primera.

Las cifras demográfias presentadas (en la página 155) son “muy recientes” (1983), y, en gran medida, muestran el proceso cultural y demográfico experimentado en la sociedad peruana después de la Colonia.

De allí que, para efectos de “dramatizar” la idea desarrollada, hemos dejado de presentar en el mapa los territorios que, como Huaraz, Huancayo y Cerro de Pasco, se nos presentan hoy como excepciones a la regla, dado que el significativo incremento de la castellanización en esas ciudades es de este siglo.

Es evidente –y coherente con sus propósitos – que la conducta de los conquistadores españoles, en relación con el territorio al que habían llegado, fuera altamente discriminatoria respecto del área cordillerana.

Cuando decidían establecerse, largamente prefirieron hacerlo en la Costa. El área minera cordillerana era sólo un lugar de asentamiento precario, provisional, mientras se levantaba la fortuna esperada.

De allí que, iglesias aparte –sobre las que nos extenderemos más adelante–, los más grandes gastos en infraestructura urbana los materializaron en la costa, donde residían.

Y en particular en Lima, donde largamente se gastó más que en cualquier otra ciudad del virreinato. Y más incluso que en todo el resto de las demás juntas.

No pues, como a simple vista podría creerse, porque en la Costa y en Lima fueran más necesarios que en el resto del territorio andino –como sutil e implícitamente insinúan los textos de Historia del Perú, cuando, por ejemplo, hacen el recuento de las obras ejecutadas por los virreyes: el empedrado de tal ciudad, los balcones de tal otra, los puentes sobre éste o aquél río, el paseo tal o el parque cual, la fortaleza de aquí, la plaza de armas de más allá, etc.–.

En todos esos recuentos, invariablemente, deja de explicitarse que, salvo iglesias, conventos y plazas “de armas”, todos o casi todos los demás tipos de obras urbanas se hicieron en Lima o en la Costa. Los textos tradicionales, como si el asunto no tuviera que ver realmente con la historia, no ponen en tela de juicio el “dato”, simplemente lo transcriben y desarrollan como si, frente a él, no hubiera habido otra alternativa.

Sépase que si en el territorio del Perú se hubiera gastado e invertido con los criterios con que se procedió a lo largo de su historia en los que hoy son países desarrollados, se hubiera gastado e invertido tanto en la Costa, como en los Andes y en la Amazonía. Y sépase también que si se hubiera actuado como se hizo en los países desarrollados, se habrían hecho más carreteras e irrigaciones que iglesias y conventos, es decir, se hubiera invertido más y gastado menos.

Nada de ello sin embargo ocurrió en el Perú del virreinato. Aquí se gastó muchísimo más de lo que se invirtió. Bien podría ser que la relación haya sido de 9 a 1. Y lo que a su vez se invirtió se hizo predominantemente en la Costa. Quizá a su vez también en relación 9 a 1. De lo que resulta que entre el área cordillerana y la inmensa Amazonía, esto es, en el 70 % del territorio del país, no se ha invertido sino 0.1 de cada 100 que se gastó en la Costa, pero en particular en Lima.

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