Del nombre de los españoles
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Alfonso Klauer
El precio económico del genocidio en el Perú
En tal virtud, el costo que ha tenido que
pagar el Perú por el genocidio de la conquista
ha sido extraordinariamente grande. No sólo
en términos del inmensurable valor de las
vidas humanas que se perdió. Sino además en
términos económicos. Veamos porqué y
cuánto.
Asumamos, en primer lugar, que con un
crecimiento poblacional como el que muestra
nuestra curva hipotética hubiésemos sido
además capaces de alcanzar el mismo ingreso
por habitante que tenemos hoy (1 700 dólares).
En todo caso, la experiencia de Colombia
nos muestra que tenemos perfecto derecho
a esa presunción.
Asumamos, en segundo lugar, que, en
promedio, el país hubiera invertido anualmente
el equivalente del 15 % de su producto
bruto interno. El asombroso resultado es
que, simplemente por la pérdida de población,
a valores actuales, el Perú ha sido
impedido de invertir en su territorio 1 803
000 millones de dólares.
Esta cifra es, muy probablemente, la diferencia
de riqueza infraestructural con la que
Colombia supera al Perú: en carreteras, infraestructura
urbana, telecomunicaciones, etc.
Pero si, en la hipótesis más alta, la población
peruana fuera hoy de 100 millones de
habitantes, el monto de la inversión que se
nos frustró realizar en nuestro territorio alcanza
la todavía más asombrosa cifra de 3
500 000 millones de dólares de hoy.
Cualquiera de esas cifras, o la que pueda
resultar de cálculos demográficos y económicos
más finos, debería denominarse lucro
cesante histórico. Éste, no obstante, tiene
concomitantemente cifras adicionales que es
muy importante tener también en consideración.
En primer lugar, mientras que el PBI actual
es del orden de 40 000 millones de dólares,
con una población de 43 millones de
habitantes sería del orden de 74 000 millones
de dólares.
De ello se desprende que si la capacidad
anual de inversión hoy es de 6 000 millones
de dólares, con 43 millones de habitantes habría
sido de 11 100 millones de dólares.
Y si el presupuesto actual del Estado Peruano
es también del orden de casi 10 000
millones de dólares, con 43 millones de habitantes
sería casi de 19 000 millones de dólares.
Pero hay todavía más concecuencias
lamentables.
En efecto, invariablemente, a pesar de la
política centralista del virreinato y de la república
aristocrática, con 40, 60 o 100 millones
de habitantes, el país estaría significativamente
más descentralizado que hoy, como
ocurre en el caso de Colombia.
Ello habría implicado una ocupación muchísimo
más completa del territorio. Tendríamos
áreas fronterizas casi plenamente ocupadas
y explotadas que hoy lucen penosamente
inhabitadas y sin explotación económica
.
Tendríamos, aunque no nos lo hubiésemos
propuesto, fronteras vivas, dinámicas,
protegidas y militarmente seguras. Esta conclusión
nos permite llegar a otras consecuencias
económicas no menos importantes que
las anteriores.
En efecto, asumanos en 25 % el promedio
histórico de la fracción que del presupuesto
del Estado se ha destinado a gastos militares
aunque puede haber sido mucho más.
Ello permite estimar que, en órdenes de
magnitud, de 1820 para acá, en el territorio
del Perú se ha gastado en el rubro de defensa
a valores actuales una cifra tan considerable
como 215 000 millones de dólares.
Pues bien, un crecimiento demográfico
que nos hubiese permitido alcanzar una población
de 43 millones de personas, con
fronteras vivas, habría permitido destinar a
gastos de defensa, por ejemplo, sólo la mitad
del porcentaje histórico estimado, es decir,
sólo el 12,5 % del presupuesto estatal.
No obstante, dado el mayor presupuesto
general con el que se habría contado, ello habría
significado destinar a esos mismos gastos
118 000 millones de dólares más de lo
que se ha gastado. Así, con más población,
con fronteras vivas, con más gasto en defensa,
¿habría habido guerra con Chile?, ¿la
habríamos perdido tan estrepitosamente como
ocurrió? ¿habríamos tenido tan largos y
costoros problemas de límites con Ecuador?
Objetivamente, pues, el genocidio de la
conquista ha representado un daño de gigantescas
proporciones al pueblo peruano. ¿Puede
sinceramente seguirse obviando este dato
de la realidad, tan a la ligera e irresponsablemente
como hasta ahora?
¿Hay acaso justificación para que en los textos de
Historia del Perú, se dedique más páginas al color de
los huacos preinkaicos que a un asunto tan gravitante
como éste? ¿O a que se destine más espacio a las grandilocuentes
cuando no fantasiosas biografías de algunos
Inkas y de algunos presidentes, que al genocidio
que tan inmenso daño ha hecho al pueblo peruano
de ayer y de hoy? Por último, ¿hay acaso derecho
para que en los libros de Historia, se dedique más
espacio a ilustraciones de Calígula o de la reina Isabel
la Católica, que a asuntos tan relevantes como éste?
¿Qué importancia tiene descubrir la patética verdad
del genocidio, y sus escalofriantes consecuencias
económicas? ¿Qué razones nos asisten para insistir en
el asunto, y para persistir intransigentemente hasta que
eso se incluya y con el peso que le corresponde en
los textos escolares, y se estudie y asimile?
Una sola razón es suficiente: que los peruanos de
hoy y de mañana tengamos la conciencia y absoluta
certeza de que el país está como está no porque somos
ociosos o porque somos indios, o porque en
el lenguaje y la lógica de C. A. Montaner hemos
elegido la guerra, como erróneamente se cree y divulga.
Sino, fundamentalmente, por causas históricas
en las que los nativos de ayer y las grandes mayorías
de hoy no tienen absolutamente ninguna responsabilidad.
Con tomar clara y lúcida conciencia de ello sería
suficiente. Perderíamos mucho de los complejos de inferioridad
que nos abruman. Tendríamos la autoestima
que hoy nos es esquiva. Tendríamos más fuerza interior
para emprender un genuino y auténtico proyecto
nacional.
Aquilataríamos también que hoy mismo, en las
relaciones entre el Perú y el extranjero, están aún presentes
relaciones asimétricas y nefastas que constituyen
una pesadísima rémora para nuestro desarrollo.
Pero también percibiríamos que, dentro del propio
país, secularmente, durante ya largos 500 años, se vienen
reproduciendo esas relaciones asimétricas y nefastas:
a) entre una minoría del país que tiene el poder
real (económico, político y social), y las grandes mayorías
en perjuicio de éstas; b) entre la ciudad y el
campo en perjuicio de éste; c) entre el aparato estatal
y la sociedad, que aquél debería representar pero
que sistemática e históricamente le viene dando la
espalda y traicionando.
Es decir, creemos, la lúcida conciencia de las verdaderas
causas de nuestro atraso y nuestro subdesarrollo,
generaría en cascada aunque no necesariamente
en lo inmediato, y ni siquiera en el corto plazo
una serie de factores positivos y coadyuvantes del
desarrollo. Esa sola razón, pues, es suficiente.