Del nombre de los españoles
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Alfonso Klauer
Racismo de ayer y hoy
En el Perú, como se sabe, está muy arraigado el
racismo en todas sus expresiones que impusieron los
conquistadores españoles. Pero también, como hemos
tratado de demostrar en libros anteriores, está presente
el racismo que hoy denominaríamos interétnico que
existió desde tiempos inmemoriales en los Andes,
pero que se reeditó y recreó a raíz de la masiva presencia
de africanos, primero, y de asiáticos más tarde.
Hoy sin embargo, y a todas luces, el racismo impuesto
por los conquistadores es el predominante. A
él, y dentro de la escala social impuesta por él, se
subordinan todas las demás manifestaciones de racismo
en el Perú.
Es verdad que también hay racismo en muchos
otros países y por ello se le combate. El nuestro, en
particular, es un racismo cínico y soterrado. Subterráneo
y eficaz en palabras de Flores Galindo.
Que no sólo no es combatido como correspondería y
menos aún por el Estado, que debería asumirlo como
política prioritaria, sino que incluso es subrepticiamente
convalidado por las propias instituciones del
Estado, y descarada y reiteradamente puesto de manifiesto
en programas de radio y de la televisión peruana,
por ejemplo.
En un extremo, aunque se cuidan muy bien de
decirlo entre amigos, están los que a raíz de que el
Perú se convirtió en el primer productor mundial de
harina de pescado todavía hoy piensan que, en el
equivalente de lo que hicieron los colonos e inteligentes
norteamericanos y su ejército, hay que hacer
harina de cholo para deshacerse de indios y
cholos, es decir, de los herederos de las milenarias
naciones de los Andes. De estos neonazis peruanos
quedan cada vez menos, pero quedan. Resultan los
últimos rezagos de la república aristocrática.
La república aristocrática era aquella en la que
según refieren los historiadores peruanos Manuel Burga
y Alberto Flores Galindo, los que recién llegaban
a Lima, desde algún remoto poblado o alguna ciudad
de los Andes, eran inmediatamente reconocidos y
mirados con curiosidad o desdén; eran observados como
gente bastante extraña y desconocida, no como
ciudadanos o compatriotas .
La frase de Burga y Flores Galindo resulta equívoca,
además de tímida y complaciente. Curiosidad
y desdén no son sinónimos. Con curiosidad
eran mirados los inmigrantes o los turistas franceses,
ingleses o alemanes: gentes por cierto extrañas, desconocidas,
que en efecto no eran ciudadanos del Perú
ni compatriotas de los peruanos.
La palabra desdén significa indiferencia despreciativa,
sinónimo de desprecio. En la república
aristocrática, pues, y para decirlo entonces sin
ambages, los hombres de los Andes eran mirados y
tratados con desprecio.
Ello lo vivió en carne propia, por ejemplo y entre
muchos otros cuando en 1919 llegó a Lima, el que
más tarde sería reconocido como el gran escritor José
María Arguedas.
Siguiendo el ejemplo de la aristocracia colonial,
así actuaban los aristócratas limeños de principios de
este siglo, para quienes Iquitos en la Amazonía
peruana quedaba física, cultural y psicológicamente
más distante de [Lima] que París, Londres o New
York.
Eso siguió ocurriendo en el Perú, abierta y descaradamente,
hasta la revolución del general Velasco,
en 1968. De esa fecha en adelante el desprecio tuvo
que adquirir modalidades sutiles, pero no por ello menos
nefastas.
Aún hoy, como registra el intelectual ecuatoriano
Pedro Buenahora, en muchos aspectos de la vida
cotidiana (...) los miembros de las nacionalidades
oprimidas son objeto de las más humillantes vejaciones,
de la más infame discriminación.
Ciega y torpemente como indica Buenahora
muchos políticos y muchas personas niegan la existencia
de desigualdades de derecho en la vida real,
porque la igualdad está garantizada por la Constitución. El papel aguanta todo. Grotescamente la
Constitución ha recogido la confusión intelectual de
los padres de la patria que a su vez confundían la
realidad con sus deseos, o, lo que en el caso de muchos
es tanto peor, con los cínicos sentimientos que
exteriorizan de la boca para fuera.
En consonancia con lo que ayer ocurría entre
Lima, Iquitos y New York, para las clases medias y
altas del Perú de hoy, podemos también decir que
Huaraz o Puno quedan física, cultural y sicológicamente
más distantes de Lima que Miami, Cancún o
Biarritz.
En el otro extremo, como secuela de quinientos
años de desenfadado desprecio, de racismo occidental
y cristiano protagonizado primero por los conquistadores
españoles, luego por la aristocracia y la oligarquía
europeizantes, y finalmente hasta por los criollos
pobres pero blancos, en el otro extremo, decimos,
está la inmensa mayoría de peruanos que inconcientemente
en la mayoría de los casos quieren dejar de
ser cholos porque creen que el Perú está como está
porque somos ociosos lo que logra decirse, con
vergüenza en unos casos y hasta con convicción en
otros, y porque somos cholos lo que generalmente
más bien no se dice, pero se tiene en mente.
El poblador peruano que pertenece a las mayorías
del país, es decir, el descendiente de las viejas naciones
andinas chimú, chanka, inka, kolla, etc., sabe
que, tanto los nativos andinos como los mestizos de
sangre andina a los que despectivamente se denomina
aún hoy cholos, ocupan en frase de Nugent
el lugar más ínfimo de los reconocimientos sociales
y públicos, entre otras razones porque hablan
quechua o aymara, o porque sus padres hablan esos
idiomas.
En la práctica, entonces, recogiendo una idea de
Imelda VegaCenteno, los hombres de los Andes, como
en estampida, corren hacia la escuela, pero no
tanto para alfabetizarse, como para castellanizarse.
VegaCenteno, también ella con académica precaución,
alcanza a decir: esta estampida puede ser también
una fuga respecto a lo quechua y a lo aymara,
etc., egregamos, fuga de lo andino, rechazo de la
herencia señorial. No decimos, no es que puede
ser porque eventualmente entonces podría no ser.
No, la estampida hacia la castellanización es una
fuga del quechua, del aymara, y de lo andino. Y nadie
puede negar que quienes protagonizan esa estampida
hacia el castellano, desde el campo hacia las ciudades
de provincias, y desde éstas hacia Lima, tienen poderosas,
muy comprensibles y legítimas razones para
hacerlo: aspiran a tener en su poder las mismas armas
el idioma incluido con las que cuenta el sector dominante
del país. Y tienen absoluto y legítimo derecho
a ello.
Entre tanto, el quechua, el aymara y todos o casi
todos los idiomas restantes del Perú, corren gravemente
el riesgo de desaparecer, porque los sectores
dominantes del país no han querido como en cambio
sí se quiso en Paraguay o en Cataluña, por ejemplo,
hacer del nuestro un país bilingüe o multilingüe, a lo
que teníamos perfecto derecho. Pero en fin, regresemos
al tema que por ahora nos ocupa.
Así, pues, en este complejo cuadro de racismo, un
gran número de peruanos, y quizá también muchos
extranjeros, deben haber pensado que ha resultado
mejor que seamos sólo 23 millones y no 40, 60 o más
millones, como bien pudo ocurrir si no se daba el
genocidio de la conquista.
Olvidan que una de las mayores riquezas de un
pueblo es su población, en términos cuantitativos. Sí,
en efecto, en términos cuantitativos y no es que estemos
olvidando lo cualitativo, que ya lo veremos más
adelante.
La India de Gandhi, que los especialistas reconocen
como una potencia mundial en más de un aspecto
incluyendo el nuclear, pero que entre nosotros asoma
siempre como un país muy pobre, es 3 veces más
rica en producción anual que el Perú (luego de hacerse
los ajustes por diferencia de extensión territorial). Esa
diferencia de riqueza se explica fundamentalmente en
términos de riqueza poblacional: tiene 920 millones
de habitantes.
Irán, por su parte, con un territorio ligeramente
más grande que el peruano, es, en términos de producción
anual, también 3 veces más rico que el Perú. ¿Cómo
se explica la diferencia? Pues también por su población:
Irán tiene casi 60 millones de habitantes.
Finalmente, y para no ir muy lejos de las fronteras
del Perú, Colombia, por ejemplo, es hoy también un
país significativamente más rico que el Perú. El valor
anual de su producción es casi 1,5 veces la del Perú.
Ambos países, sin embargo, tienen prácticamente la
misma extensión territorial, y casi el mismo ingreso
promedio por habitante.
Una vez más la diferencia de riqueza tiene como
explicación la cantidad de población: Colombia tiene
33 millones de habitantes, 10 millones de habitantes
más que el Perú. Eso, en el lenguaje de hoy, significa
un mercado más amplio, tanto para las industrias locales
como para los negocios de importación. Las cifras,
y creemos que el argumento también, son pues
irrecusables.