DESCUBRIMIENTO Y CONQUISTA:

Del nombre de los españoles


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Alfonso Klauer

Los reyes católicos en la historia

El descubrimiento de América y la historia de la conquista tuvieron su punto de partida en el reinado de Isabel, reina de Castilla, y Fernando, rey de Aragón, los Reyes Católicos.

¿Cómo llegó Isabel al trono de Castilla? El trono que iba a dejar Enrique IV era disputado entre Isabel, su hermana de padre, y Juana, hija de Enrique.

Ante la noticia de la muerte de Enrique IV, acaecida en diciembre de 1474, Isabel tuvo una reacción “rápida y fulminante”: ordenó que se izaran sus pendones reales autoproclamándose reina de Castilla. Isabel, pues, practicó la “política de los hechos consumados”–que tantas veces se repetiría en la historia–.

De acuerdo a los cánones de la Iglesia Católica, Isabel y Fernando que, por bula y gracia del Papa Alejandro VI han pasado a la historia como “los Reyes Católicos” , no podían casarse por ser primos. Pero querían y necesitaban casarse para afianzar su poder en el norte y centro de España. El Papa Paulo II, sin embargo, se negó a conceder la autorización matrimonial.

Fue entonces que el arzobispo Carrillo –sin escrúpulos de ninguna índole– fraguó una bula papal, fechándola como si hubiera sido firmada en 1464 por Paulo II. Fue al amparo de esa vulgar falsificación y fraude que Isabel y Fernando se casaron en 1469.

“El matrimonio –pues– se había consagrado con una estafa con complicidad del arzobispo de Toledo”.

Mas era necesario lavar la cara y, en lo posible, no dejar huella. Así, cuando ascendió al papado el pro aragonés Sixto IV, el vice canciller de éste, el español Rodrigo Borgia –al que seriamente se le atribuye la paternidad de hasta seis hijos, y que poco después sería Papa con el nombre de Alejandro VI– se encargó de gestionar la dispensa matrimonial oficial del Vaticano, que, como Oblata e nobis, firmó en 1471 Sixto IV.

El mismo Sixto IV se encargaría de violentar una vez más las normas de derecho canónico, al otorgar, en 1476, una dispensa matrimonial similar para permitir el matrimonio del rey Alfonso V de Portugal con su sobrina Juana –la misma Juana que le había disputado el trono a Isabel–.

Mas dos años después, cuando Alfonso V cayó en desgracia a los ojos Isabel la Católica y, por consiguiente también a los ojos de Sixto IV, éste no tuvo reparos en revocar la dispensa canónica que él mismo había firmado. Descasó a los casados.

Y hubo quien, entonces, propuso que Juana se case con su recién nacido primo, el príncipe Juan, hijo de los Reyes Católicos.

Pero “Isabel no estaba dispuesta a dar a Juana el reconocimiento de ninguna sombra de legitimidad y, menos aún, derechos sobre el trono que algún día dejaría vacante: la encerró entonces en un convento. Isabel, pues, era católica y apostólica de armas tomar.

Los Reyes Católicos concretaron, al cabo de 560 años de dominación árabe en el sur de España, la expulsión final de las huestes de Boabdil, el último rey moro de Granada. Las épicas jornadas, con largas décadas de duración, se habían iniciado bastante tiempo antes de que asumieran y fusionaran sus tronos Isabel y Fernando.

La guerra contra los moros tuvo un costo elevadísimo. Las estimaciones de Ladero Quesada cifran en 2 mil millones de maravedíes el costo total de la guerra que, en su etapa final, lideraron los Reyes Católicos.

¿Qué representan hoy 2 mil millones de maravedíes? Se sabe, como anota Engel, que un ducado equivalía a 425 maravedíes, y se estima, como también indica Engel, que un ducado equivalía a media libra francesa (que contenía 5,80 gr. de oro, y que por consiguiente valía más que eso).

Es decir, la guerra costó, cuando menos, el equivalente de 475 500 onzas de oro, que, a valor actual, equivalen a casi 176 millones de dólares.

Mas ésa es una cifra en la que los cinco siglos transcurridos distorsionan gravemente las magnitudes. Así, para superar esa distorsión, podemos proceder de otra manera: para el período de 505 años transcurridos hasta la fecha, y con una tasa de actualización de 1 % anual, esa guerra habría costado hoy 304 315 millones de maravedíes; es decir, 72 352 000 onzas de oro, o casi 25 000 millones de dólares.

Esta cifra sí nos da una idea, en parámetros actuales y por lo menos en orden de magnitud, del tremendo esfuerzo económico que costó la guerra de liberación contra los moros.

Pero además debe considerarse –si en las estimaciones de Ladero Quesada no ha sido incluida– la magnitud de la destrucción material ocasionada por la guerra, que, sin duda, debió elevarse a una cifra tan grande o representativa como esa.

Estas cifras, en gran medida, sí nos permiten entender las serias dificultades económicas con que debió encontrarse la Corona de España durante el transcurso de la guerra y a la finalización de la misma. Por eso es que Isabel y Fernando se vieron obligados a demandar contribuciones extraordinarias a sus súbditos.

Así, con la colaboración incondicional del Vaticano, Isabel la Católica procedió entonces a vender “indulgencias”, concesiones estas que permitían a los hombres comprar, aquí en la Tierra, un lugar seguro en el Cielo.

Ante el clamor de Isabel, el Papado se vio obligado a conceder y renovar esas autorizaciones de venta de indulgencias en 1482, 85, 87, 90 y 92.

Pero, no siendo suficiente, Isabel impuso discriminatorias contribuciones extraordinarias que tuvieron que pagar los musulmanes españoles y los judíos españoles. Pero además se vendió, como esclavos, a 4 300 personas capturadas durante la toma de Málaga, con lo que se obtuvo 56 millones de maravedíes, o, si se prefiere, 1 000 millones de dólares de hoy (¡233 mil dólares por cada esclavo!).

¿Quiénes podían pagar esas cifras tan extraordinarias? Pues el obispo de Toledo, por ejemplo, destinando una parte de los ahorros que había acumulado en la década anterior, bien pudo comprar 50 esclavos o más, porque –como veremos más adelante, sus ingresos eran realmente extraordinarios–.

¿El “valor actual” de cada esclavo asoma como excesivo? Quizá, pero no es así si se estima que la “vida útil” de cada uno de ellos era, muy probablemente, 20 años; en cuyo caso la “inversión” anual adelantada era de 11 650 dólares, coherentemente equivalentes, por ejemplo, al ingreso anual actual de un jornalero sudamericano en los campos del sur de los Estados Unidos.

Pero siendo todo ello todavía insuficiente, Isabel y Fernando obligaron a los más ricos a concederle préstamos a la Corona, pero sin intereses. Ésto, que a ojos de hoy en día parecería una incalificable arbitrariedad, visto correctamente no era tan inicuo. Porque, al fin y al cabo, aunque sin intereses, a los ricos había que devolverles los préstamos.

La Corona, sin embargo, y en cambio, nunca devolvió un centavo a ninguno de los campesinos pobres, ni a ninguno de los árabes españoles y judíos españoles que fueron obligados a hacer aportes extraordinarios.

Se estima que la España de entonces tenía una población de hasta 4 millones de pobladores. En 1482, según el “censo de Quintanilla”, la composición social de la población de la península era la siguiente: campesinos, 80%; asalariados, 12%; eclesiásticos, 2%; burguesía incipiente, 2%; aristocracia, 2%.

La inmensa mayoría, pues, eran campesinos y trabajadores pobres sobre quienes, no obstante, recaía fuertemente el peso del sistema tributario.

En el otro extremo, la aristocracia rica (menos del 0.5% de la población) era propietaria del 96% de la tierra.

De allí que la península fuera escenario de constantes alzamientos de protesta. En tiempo de los Reyes Católicos, quizá las más graves fueron las rebeliones que protagonizaron los gallegos y los campesinos catalanes en las últimas décadas del siglo XV, y que por cierto fueron reprimidas con gran violencia.

La Iglesia Católica, más que ningún otro sector de la sociedad, se encargó de justificar el poder monárquico y, a partir, de él, su conducta –muchas veces violentísima– frente a sus súbditos.

Con harta insistencia se difundió la tesis de que...

el rey ejercía un poder delegado por Dios, dirigido a la adecuación de la realidad humana a la ley divina....

Un obispo español de la época, en su Suma de la Política, sostenía que...

los crímenes del rey tenían que ser tolerados; el príncipe es como la cabeza en el cuerpo (...), la cabeza endereza, rige y gobierna a todos los otros miembros (...), el rey es la parte más alta y excelente en todo el reino... .

Los jerarcas de la Iglesia Católica, fieles defensores ideológicos de la Corona de España –los mejores panegiristas de la España de ayer–, vieron muy bien recompensados sus esfuerzos y sus desvelos en favor del poder monárquico. En efecto –con el enorme respaldo de la Santa Inquisición–, “habían constituido grandes fortunas y dominaban posiciones que les daban poder político”.

Sólo el arzobispo de Toledo cobraba una renta anual equivalente a 12.5 millones de dólares de hoy. Ese poder, por ejemplo, permitió a la iglesia española alentar la persecución contra los judíos y contra los moros, amotinando al pueblo contra ellos. Al judío español, para efecto de despojarlo de sus propiedades, se le consideró un extranjero.

“¿Qué era –sin embargo, se pregunta Engel– un español de [esos tiempos]?”. No era sino –se responde Engel– “un celtíbero mezclado con fenicio (...), con visigodo (...) y, sobre todo, con sangre [norafricana]”. A pesar de que ello era tan obvio, descaradamente, la España imperial impuso, a partir de 1540, medidas que aseguraran la “pureza de la sangre”.

Se trataba, sin embargo, de un racismo cínico y acomodaticio. Se aplicó, rabiosamente, sólo contra los judíos españoles, pobres o ricos, y rabiosamente también, contra los musulmanes españoles pobres. Porque, que se sepa, nunca se aplicó contra las personalidades de alto rango que indudablemente tenían sangre morisca o judía. En realidad, pues, por encima de las propias disposiciones, el racismo se aplicó sólo contra aquellos que no tenían poder frente a la Corona.

Pero hubo aún más lecciones a cargo de Isabel la Católica: rehenes y genocidio, por ejemplo. En efecto, en uno de los episodios de la etapa final de la guerra contra los moros, Boabdil, aquél a quien su propia mujer le enrrostró que “lloraba como mujer lo que no había sabido defender como hombre”– tuvo que entregar como rehenes, a los ejércitos de los Reyes Católicos, “a su hijo, a su hermano y a otros diez hijos de personajes principales de su entorno”.

A su turno, las matanzas indiscriminadas no estuvieron fuera de la agenda oficial.

Hernando del Pulgar, en su Crónica de los Reyes Católicos, dice así de una de ellas: Cosa maravillosa resultó a los que vieron la destrucción de [Málaga]. En pocas horas no quedó de ella alma viva. Los muertos, comidos por los perros, y los vivos llevados cautivos a tierra de los cristianos; y sus ganados, robados;....

A los que fueron llevados cautivos todavía se les obligó –como si todo lo sufrido no hubiera sido suficiente–, a rescatarse a sí mismos, a pagar por su liberación. Ocho mil de ellos, que habiéndolo perdido todo no pudieron autorrescatarse, fueron entonces convertidos en esclavos. Isabel, sin embargo, para todo esto tenía respaldo “divino”.

El propio Hernando del Pulgar afirma: hallamos en la Sagrada Escritura que, cuando Dios se indigna contra algún pueblo, los amenaza con destrucción total.

Conforme a ello, Isabel la Católica no habría sino cumplido con ejecutar un sagrado mandato divino.

En la campaña militar contra los moros, los futuros conquistadores de América aprendieron aún más. El infeliz Boabdil, por ejemplo, pagó carísima su ambición. Seducido por la prebenda que se le ofreció de un territorio para él en España, traicionó a su propio ejército y lo combatió como aliado de los Reyes Católicos.

Es decir, sin medir las consecuencias del gravísimo error, incurrió en la misma nefasta división que, seis siglos atrás, había facilitado el ingreso de sus antecesores árabes a España.

Por lo demás, los Reyes Católicos no habían hecho sino engañar a Boabdil con la falsa prebenda, mas éste, ingenua y ambiciosamente cayó en el ardid.

Así, el 2 de enero de 1492, Isabel y Fernando, de manera inaudita vestidos a la usanza morisca, se acercaron con sus ejércitos a sitiar Granada. El propio Boabdil les entregó “las llaves de la ciudad (...) mientras la cruz” y el estandarte real se alzaban en la colina de la Alhambra.

“Los ecos de la conquista de Granada fueron de una amplitud extraordinaria” –como nos lo recuerda Antoni Simón Tarrés–.

La euforia de victoria y de grandeza se apoderó de España; hubo júbilo, así como procesiones y actos litúrgicos. Y en el resto de Europa, Roma hizo grandiosas procesiones; Nápoles y Florencia se unieron también a los festejos; y en Inglaterra el rey Enrique VII hizo leer, en la iglesia de San Pablo, una proclama en la que, entre otras cosas, se decía: Este hecho acaba de ser consumado gracias a la valentía y a la devoción de Fernando e Isabel.

En El Cairo, en cambio, la pérdida de Granada fue considerada por el cronista árabe Ibn Iyas: como una de las catástrofes más terribles que hayan golpeado al Islam.

España quedó hinchada de orgullo, pero en la bancarrota. Por ésta y otras razones, había llegado, entonces, la hora de Cristóbal Colón, y claro está, la hora de la conquista de territorios que pudieran cubrir el forado de las arcas del reino, y satisfacer la increíble euforia de ambición y triunfos que vivía España.

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