Del nombre de los españoles
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Alfonso Klauer
Tercera disquisición: Los pueblos bárbaros
Como nos lo recuerda Asimov, los hoy
denominados griegos, desde muy antiguo,
dicotómicamente dividieron a los pueblos en
dos grupos: de un lado, ellos, los helenos,
y del otro, todos los demás. En otros términos,
para ellos sólo había helenos y barbaroi.
Y barbaroi, por cierto, eran todos
aquellos que no hablaban el idioma de los habitantes
de la Hélade.
Barbaroi que en castellano pasó a ser
bárbaros, eran pues los extraños a los
helenos, los extranjeros. Así, en el tiempo
en que en todo el Mediterráneo predominaba
la cultura y el imperio faraónico, y la Hélade
era aún un territorio primitivo y casi desconocido,
para los helenos también eran bárbaros
los muy prestigiados y hegemónicos
egipcios. Bárbaro, pues, en sus orígenes,
era un gentilicio genérico, un sustantivo, no
un adjetivo calificativo.
Pero cuando al cabo de muchísimos siglos
los griegos alcanzaron un gran desarrollo,
y se convirtieron en el centro expansivo y
modelo de la civilización occidental, los
bárbaros ya no sólo eran considerados extranjeros,
sino, por comparación, también
incivilizados.
Así, poco a poco el término fue adquiriendo
cada vez más connotaciones peyorativas,
hasta, finalmente, denotar sólo calificaciones
despectivas. Los romanos difundieron
y generalizaron aún más el uso del
término, consolidando y agravando su adquirida
connotación peyorativa.
Hoy, llevándose al extremo las connotaciones
peyorativas del término, entre el común
de los pueblos siguiendo por ejemplo
al historiador sueco Carl Grimberg, ya no se
habla sino de hordas bárbaras.
¿Quiénes eran y de dónde llegaron hasta
España los vándalos, alanos, avaros, suevos
y visigodos? Muy extrañamente, la historiografía
tradicional es poco precisa a estos respectos,
aun cuando la historia de ésos y otros
bárbaros forma parte, ni más ni menos, que
de uno de los capítulos estelares de la historia
de Occidente: la caída del Imperio Romano.
Por de pronto, con gran liberalidad, en
muchos textos se confunde e indistintamente
se emplea, cual sinónimos, los nombres visigodo,
ostrogodo, vándalo, avaro y
alano, y, en general, godo debiendo recordarse
que, durante mucho tiempo, se denominó
godo al rico y poderoso.
La confusión historiográfica es tal que, así
como se trasponen los nombres, se trasponen
los territorios en los que se les ubica. Así,
por ejemplo, algunos autores ubican a los
visigodos donde estuvieron los avaros y a éstos
donde estuvieron los ostrogodos.
¿Por qué, tras larguísimos recorridos, los
avaros, alanos, vándalos, suevos y visigodos,
pudiéndose quedar en cientos de distintos espacios
de Europa, por igual la atravesaron íntegramente
para, cruzando los Pirineos, establecerse
finalmente en España? ¿Llegaron a
España por accidente? ¿O sería ése su destino,
preestablecido antes de partir? ¿Y por
qué habrían podido definir a España como su
destino final?
Téngase presente que para responder a
estas interrogantes habremos de recurrir a la
información que hemos proporcionado en
nuestra primera disquisición: entre otros, los
romanos habrían desterrado a remotos parajes
del imperio a los fenicioespañoles, a los
cartagineses, a los griegocatalanes, y a grupos
de diversos pueblos cantábricos gallegos,
astures, vascos del norte de la península
ibérica.
Pues bien, para las postrimerías del Imperio
Romano, Barraclough ubica a los avaros
(D en el gráfico de la página anterior)
físicamente cerca de los alanos (E),
unos y otros a orillas del Mar Negro, colindantes
con las dos más remotas y aisladas colonias
del imperio.
Agréguese a la proximidad física entre ellos
el hecho de que la similitud fonética de
ambos nombres alanos / avaros es indiscutible.
Todo ello da pie para pensar que efectivamente
ambos nombres correspondían
a un mismo pueblo que, por añadidura era también
genéricamente denominado godo.
¿Qué significa avaro? Pues no otra cosa
que tacaño y usurero, características que, por
lo general, también han estado asociados con
el rico y poderoso, es decir, con el godo.
Por lo demás, es milenaria la asociación que
se ha hecho entre avaro y fenicio. ¿Se
tratará de una simple coincidencia?
¿Y en qué fecha ubica la historiografía a
estos avaros / alanos asentados en Escitia al
noreste del Mar Negro y en las riberas del
Dniéper, es decir, en los límites del extremo
nororiental del imperio, y a tiro de piedra de
los persas? Pues en el siglo II aC ¿En qué
fecha los romanos invadieron España en su
lucha contra Cartago, y empezaron a desterrar
a los fenicios o fenicioespañoles como
los hemos denominado antes radicados en
la península? Pues también en el siglo II aC.
¿Tenemos que admitir que se trata también
de una simple coincidencia? ¿No serían
entonces estos avaros / alanos que desde
Escitia llegaron a España los descendientes
de los fenicios que los romanos derrotaron,
conquistaron, esclavizaron y desterraron precisamente
de España?
Podría objetarse que no, argumentándose
que los avaros de Escitia eran un pueblo libre
y vecino y, en consecuencia, ajeno al imperio?
Pero serán los propios protagonistas quienes
nos aclaren las cosas. En toda familia
acomodada escribió Sinesio, romano de la
época hay un esclavo escita.... Los avaros
de Escita, pues, no eran extraños al imperio,
sino parte de los pueblos conquistados y
esclavizados por el imperio.
Pues bien, a la mayor parte de los avaros
o alanos, tras su larguísima caminata, no les
interesó tanto llegar a España, sino a un rincón
muy especial de ella.
Así, una vez en la península, la atravesaron
íntegra y terminaron refugiándose en el
extremo sur, en general, en las proximidades
de Gibraltar, el territorio que los romanos
denominaron Bética o Baética; y, en particular,
en torno a Cádiz.
Es decir, exactamente al territorio desde
donde precisamente habían sido desterrados
los fenicioespañoles. ¿Debemos admitir que
ésta es sólo una nueva, aunque ya exagerada
coincidencia, pero que contribuiría a dar mayor
verosimilitud a nuestra hipótesis?
¿No es verosímil como proponemos,
que estos avaros o alanos del Mar Negro
fueron descendientes de los fenicioespañoles
que habían sido esclavizados y desterrados
de Cádiz por los conquistadores romanos?
¿No habría sido ésa una razón absolutamente
suficiente para que, llegado el momento,
quisieran precisamente regresar a España
y dentro de ella a Cádiz, en vez de asentarse
en cualquier otro lugar de Europa?
¿Por qué a estos avaros o alanos, genéricamente
se les denominó también godos?
¿Eran acaso también ricos y poderosos? Sin
duda, así como había esclavos pobres entre
ellos, había también hombres que habían alcanzado
a ser libres, primero, y ricos y poderosos,
después.
Muchos de estos avaros o alanos por
cuyas venas corría casi impoluta la sangre fenicia
, en el transcurso de los siglos de exilio
habían conseguido hacerse ricos controlando
el comercio entre los pueblos persas y los del
extremo oriental del imperio, tanto en el Mar
Negro como remontando el Danubio.
Coincidentemente, Sinesio habla de la existencia
de escitas corruptores de la [burocracia]. ¿Quiénes sino los ricos y poderosos
podían corromper a la burocracia romana?
Los romanos que tomaron la decisión de
originalmente recluirlos tan lejos nunca supieron
que, además, esas colonias serían las
primeras en enterarse, siglos después, de la
presencia de los hunos que, en oleadas interminables,
llegaban desde el centro del Asia,
desde miles de kilómetros de distancia.
Puede presumirse que las familias ricas
de escitas avaros o alanos, para no ver reeditado
en ellos el drama de sus antepasados,
salieron en estampida de las tierras que ocupaban,
tan rápido como divisaron las primeras
y multitudinarias avanzadas de hunos.
Habiendo partido casi simultáneamente
con los visigodos (C en el Gráfico Nº 2),
aunque desde muchísimo más lejos, llegaron
a España cinco años antes que éstos, pero
casi simultáneamente con el primer contingente
de vándalos (B en el gráfico). No
obstante, la conducta de la gran y final oleada
de vándalos marcaría la real diferencia
con los avaros o alanos que sólo buscaron
salvar el pellejo.
La historiografía española afirma que,
veinte años después del arribo de los avaros
o alanos a España, fueron expulsados de ella
por los visigodos en el año 429. Vale la pena
tratar de entender esa violenta conducta de
los visigodos o, si se prefiere, tamaña animosidad.
Pero lo veremos algo más adelante.
¿Cómo y de dónde partieron a su vez los
vándalos, los más antiromanos de los bárbaros
como los califica Barraclough?
A la caída del Imperio Romano los vándalos
aparecen ubicados en torno al Danubio
central, casi en el centro mismo de Europa
(B) en el Gráfico Nº 2.
Realizaron la más larga y prolongada de
las marchas. Atravesaron íntegramente Francia
y España, cruzaron Gibraltar, transitaron
Marruecos y Argelia y se instalaron finalmente
en Cartago.
¿Cómo entender que un pueblo supuestamente
mediterráneo, distante cientos de kilómetros
del mar, abandone las fértiles riberas
del Danubio, desprecie las no menos fértiles
tierras de Italia, Francia y España y termine
instalándose en un territorio agrícolamente
pobre, a orillas del mar, al cabo de un prolongado
y penoso viaje de 6 mil kilómetros?
¿Y cómo entender ese sorpresivo calificativo
de el más antiromano de los pueblos bárbaros?
En respuesta, y en función al destino al
que arribaron, resulta inevitable que nos venga
a la mente la imagen de los 120 años que
había costado a los romanos siglos atrás
derrotar a los cartagineses, triunfo que sellaron
destruyendo completamente la gran ciudad
de Cartago.
¿No resulta verosímil que los romanos
hubiesen obligado a los sobrevivientes de
Cartago a desplazarse hasta el Danubio, en la
creencia ciertamente errónea, de que así
borraban del mapa y de la historia al pueblo
cartaginés? ¿Y que más tarde los descendientes
de quienes fueron desterrados a la
margen derecha del Danubio decidieran escapar
del yugo imperial cruzando todos o
muchos de ellos a la otra orilla del caudaloso
río, donde los ubica Barraclough?
En todo caso, muchos no la cruzaron y siguieron
formando parte de los pueblos sojuzgados
por el imperio. La mejor evidencia es
que algunos de ellos, habiendo alcanzado la
libertad quizá en mérito a hazañas militares
, tuvieron descendientes que fueron romanizándose
cada vez más y escalando en
la jerarquía social del imperio.
Quizá el más encumbrado de todos ellos
llegó a ser Estilicón, uno de los más célebres
generales de las postrimerías del imperio,
que siendo precisamente de origen vándalo,
llegó a casarse nada menos que con una sobrina
del emperador romano Teodosio.
Ninguno de sus avatares, ni los siglos de
distancia, pudieron borrar de la mente de los
vándalos que aquí suponemos herederos de
los feniciocartagineses la historia de sus
antepasados, es decir su propia historia, que
había pasado de boca en boca, generación
tras generación.
Así, la memoria de Aníbal les resultaba
imperecedera; el recuerdo de sus glorias marítimas
los jalaba hacia el océano en el que
habían protagonizado sus hazañas. A su turno,
el recuerdo de la destrucción de Cartago
convertía a Roma en el más anhelado objetivo
de su venganza.
El hecho comprobado es que los vándalos
mediterráneos del Danubio, tras su marcha
por Europa, sorprendentemente se emplazaron
en la no mediterránea sino costera y
marítima Cartago.
Así, los historiadores han presentado
transformados, casi de la noche a la mañana,
a expertos agricultores y ganaderos en expertos
navegantes. Aunque insólita y extraordinaria,
esa tremenda metamorfosis no ha asombrado
ni llamado a sospecha a los historiadores.
Así, sin inmutarse, Grimberg nos presenta
para el año 455 dC a sólo veinte años de
haber llegado a Cartago una flota vándala
surcando la desembocadura del Tíber en camino
al saqueo de Roma.
La ciudad sufrió un saqueo aún más horroroso
que el que soportara con los visigodos
45 años antes. Durante dos semanas se
desmandaron las insaciables hordas por la
ciudad y se llevaron todo cuanto tenía algún
valor. Y concluye Grimberg: la nueva Cartago
vengaba a la antigua.
Pero no. En realidad sostenemos, fueron
los herederos de la vieja Cartago los que
la vengaron, con procedimientos que dicho
sea de paso no fueron más bárbaros que los
que habían empleado los cultos romanos
cuando arrasaron Cartago.
¿No es verosímil que efectivamente en
mérito a su inolvidable afán de revancha, los
herederos de los cartagineses desterrados se
ensañaran tanto contra Roma, dando con su
nombre origen a la palabra vandalismo?
De otro lado, ¿no es digna de sospecha la
coincidencia de que los vándalos que presumimos
herederos de los feniciocartagineses
, y los avaros o alanos que a su vez presumimos
herederos de los fenicioespañoles
, llegaran simultáneamente a sus respectivos
destinos?
Bien puede suponerse que su común extirpe
fenicia hubiera sido la que motivara una
buena y fluida comunicación entre ellos, facilitada por el Mar Negro y el Danubio como
claramente puede apreciarse en el gráfico
ya presentado.
Debe por último recordarse que los fenicio
españoles, en Cádiz, como los feniciocartagineses,
en Málaga y Cartagena, compartieron
en España un mismo territorio: Andalucía.
¿No resulta sorprendente que, al retornar
siglos después, su nombre (vándalos) como
lo afirma el propio y erudito Grimberg,
parece hallarse en la etilomogía de la voz
Andalucía (Vandalucía)....
¿No resulta absolutamente sugerente que
llegaran precisamente con el nombre del territorio
al que arribaron? ¿No habría sido
más lógico que llegaran con el nombre del territorio
de donde venían? ¿Puede todo ello
tratarse, también, sólo de simples casualidades?
Deja por el contrario de ser una simple
casualidad si asumimos que llegaron a
Andalucía (Vandalucía) los herederos de
muchos de los que habían sido precisamente
desterrados de Andalucía.
Los visigodos. por su parte, provenían,
según se ha visto C en el Gráfico Nº 2,
de la ribera norte o margen izquierda del Danubio.
Y, conforme lo sostiene la historiografía
tradicional, en una marcha de miles de
kilómetros, atravesaron gran parte del territorio
de Europa para establecerse y fundar un
reino en España.
En el camino, expresamente, se tomaron
el no pequeño esfuerzo de desviarse 500 kilómetros
de ida y otros tantos de vuelta, para
saquear Roma en el año 410 dC.
Su actuación en la capital del imperio
sacudió al mundo civilizado como anota
Barraclough. Saquearon [Roma] durante
tres días y tres noches dice esta vez Grimberg
, y agrega que salieron de ella cargando
un inmenso botín y un número incontable
de prisioneros, entre ellos a la hermana del
emperador 66. Cumplido su objetivo, pudiendo
quedarse en Roma, la despreciaron, reiniciando
el largo viaje a pie que finalmente los
llevó hasta España. ¿Por qué ellos también a
España?
Dice la historiografía tradicional que como
los vándalos los visigodos abandonaron
sus tierras en el 370 de nuestra era, presionados
por otros bárbaros que venían del este
huyendo de las huestes de Atila.
Y también se nos dice que, ocho años
más tarde, en el 378 dC, doblaron las campanas
que anunciaban la muerte del imperio,
[las legiones romanas habían sido] aniquiladas
por el ataque de la caballería visigoda.
¿Resiste el más mínimo análisis que un
pueblo que huye despavorido fuera capaz de
aniquilar a las legiones romanas? ¿Por qué
los estrategas romanos concentraron su atención
en estos prófugos si el gran enemigo,
como se nos ha dicho, eran los temibles y numerosísimos
hunos?
¿Podemos aceptar que los visigodos fueran
tan necios de enfrentar a las legiones romanas
cuando les pisaban los talones los temidos
hunos? ¿Es que no era más sensato
desperdigarse por los campos y esconderse
en los bosques y lagunas inaccesibles como
lo habían hecho los pueblos de las Galias
durante la cacería de Julio César?
¿No era también más razonable cambiar
de rumbo para dar paso a que los romanos se
enfrenten directamente y se eliminen con los
hunos? Y por último, como más tarde lo harían
los ostrogodos, ¿no era más sensato aliarse
con los romanos para juntos enfrentar
con mayores posibilidades de éxito a los hunos,
el enemigo común?
Las cosas se nos complican aún más si
retomando la imagen del Gráfico Nº 2, observamos
la ubicación de Adrianópolis, allí
donde los visigodos, a pesar de estar supuestamente
huyendo en estampida, destrozaron
a las legiones romanas. ¿Resiste algún análisis
imaginar que Adrianópolis al sureste de
su punto de partida estuviera en el camino
de su marcha de huida? ¿No es evidente
más bien que llegar a Adrianópolis constituía
un evidente desvío que la historiografía tradicional
no tiene cómo explicar?
Pero además, si el triunfo sobre las legiones
romanas fue allí, e hipotéticamente sólo
como resultado de un increíble golpe de suerte,
qué sentido tendría que, huyendo de los
hunos, se hubieran desviado por segunda vez,
en esta nueva ocasión para saquear Roma?
¿Eran tan necios de arriesgarse a que la
mancha de hunos les tapone la salida hacia el
continente y los arroje irremediablemente a
que se ahoguen en el Mediterráneo? Pues
bien, serán otros datos y otras interrogantes
las que nos saquen del atolladero.
Veamos. ¿Por qué pudiéndose quedar en
Italia la abandonaron? ¿Por qué pudiendo además
quedarse en Francia siguieron adelante?
¿Qué los llevó también hasta España?
Y por último, ¿por qué, como sí hicieron los
vándalos, no cruzaron también Gribaltar y
siguieron adelante?
¿Será que, como hemos supuesto para los
avaros o alanos y para los vándalos, los
visigodos tenían también un objetivo preciso
y sólo uno, y que éste era precisamente llegar
a España y sólo a ella?
El origen de su larga marcha nos da la
pauta para la respuesta. Y es que el origen
de los visigodos C en el Gráfico Nº 2 fue
la Dacia romana, esto es, ni más ni menos
que Rumanía actual.
Rumanía, como se sabe, es el único pueblo
del este de Europa con lengua de origen
latino. La historiografía tradicional atribuye
esa característica a la colonización romana,
desde la conquista de esos territorios y pueblos
durante el imperio de Trajano, en el siglo
II dC.
Pero si la colonización romana fuera la
razón del origen latino del idioma rumano,
tanto o más deberían tener esa característica
los idiomas de Suiza, Bélgica, de los germanos
del oeste del Rin, de los austriacos, eslovenos
y croatas, todos los cuales estuvieron
hasta físicamente, más cerca de la influencia
romana que los rumanos, e, incluso, durante
un período más prolongado que éstos.
Tal parece, pues, que necesitamos una razón
más coherente y convincente que ésa.
¿A dónde fueron a parar los derrotados,
conquistados y esclavizados griegocatalanes
que habían desterrado los romanos durante
la conquista de las ricas y pobladas tierras
del noreste de España (véase Gráfico Nº
1, pág. 8)?
No es difícil imaginarlos por ejemplo, e
hipotéticamente, siendo trasladados por oleadas,
durante las primeras décadas de expansión
imperial, a la Bulgaria de hoy, al sur
o margen derecha del Danubio. Tampoco es
difícil imaginar que, duros e indóciles como
habían sido con sus conquistadores romanos,
muchos de ellos atravesaron el Danubio para
establecerse en el territorio rumano, fuera del
alcance del yugo imperial.
Allí la masiva presencia griegocatalana
fue contribuyendo paulatinamente a dar carácter
latino al idioma del pueblo nativo.
Debe sin embargo tenerse en cuenta otro aspecto
importante.
Las características de la resistencia peninsular
contra los romanos nos permiten imaginar a cientos de los más cultos, prósperos
y experimentados griegocatalanes siendo
expulsados de sus tierras y llevados a esos
pobres, poco poblados y poco desarrollados
territorios de Bulgaria, de donde huyeron
hacia los no menos pobres y poco poblados
de la vecina Rumanía.
Así, su influencia de todo orden en el territorio
al que llegaron debió ser relativamente
grande, asombrando con sus conocimientos
a los nativos rumanos. Ello, sin duda, les
concedió gran ascendiente. Y esto, a su turno,
facilitó la dispersión en ese territorio del
idioma que traían.
Cientos y miles de descendientes de esos
griegocatalanes habrían ido naciendo, creciendo
y multiplicándose en Rumanía, pero
conservando en la mente el orgullo y amor
por su patria de origen y su profunda identificación
como griegocatalanes.
Si grupos enteros de población griegocatalana
habían sido expulsados de su tierra,
no debió ser insignificante respecto de la
población nativa el número de sus descendientes
asentados en Rumanía hacia el siglo II
dC al cabo de cuatro siglos de estancia,
cuando Trajano emprendió la conquista de ese
territorio y su incorporación al imperio.
Rumanía la Dacia romana fue una de
las últimas conquistas imperiales. ¿Por qué la
emprendió Trajano y no alguno de sus predecesores?
¿Sería acaso porque Trajano fue el
primer hombre que llegó a ser emperador
romano habiendo nacido precisamente en
España y, sin duda, habiendo aprendido de
niño el idioma de los peninsulares?
Ello, sin embargo y en esto de algún modo
coincidimos con Américo Castro no le
otorgaba a Trajano el carácter de español.
Trajano, como Séneca, era, simple y llanamente,
un romano nacido en España.
No obstante, es verosímil que Trajano hubiese
considerado que la avanzada de población
peninsular que de hecho estaba instalada
en la Dacia facilitaría enormemente la
conquista de ese territorio. Y que el idioma
común entre él y esa avanzada facilitaba también
las cosas. Y no debería extrañarnos que,
por iniciativa del propio Trajano, la conquista
de la Dacia hubiera reportado grandes beneficios
a más de uno de los refugiados griegocatalanes
allí asentados.
Y hay un aspecto complementario en el
que generalmente poco se repara, pero que es
de enorme importancia. Después de los enfrentamientos
de resistencia en la península
ibérica y luego de las represalias de los romanos,
no debemos estar muy lejos de la verdad
si estimamos que, en su gran mayoría,
esa población exiliada de griegocatalanes
estuvo conformada mayoritariamente por
mujeres, niños y ancianos. Esa población
trasplantada, a la que nos resistimos a imaginar
autoextinguiéndose, sólo pudo pervivir
mezclando su sangre con la de los nativos
rumanos.
Así, en el siglo III dC, es decir, poco
antes del inicio de la gran marcha de retorno,
ya se habían cumplido cinco siglos de estancia
y mestizaje cultural y étnico en las riberas
del Danubio. Habían pues transcurrido
venticinco generaciones.
Todos los descendientes de los primeros
exiliados, sin excepción, habían nacido allí.
Todos, sin excepción, eran tataranietos de
hombres que, a su vez, eran tataranietos de
quienes también habían nacido allí. Todos,
sin la más mínima duda, tenían en sus venas
sangre de la península ibérica y sangre del
Danubio.
¿Con qué gentilicio entonces se identificaban?
Es decir, ¿cómo se designaban a sí
mismos los descendientes de los desterrados
originales? ¿Cómo llamaban éstos a su vez a
los nativos propiamente dichos? ¿Cómo denominaban
los nativos a los migrantes? Y, finalmente,
¿cómo denominaban los nativos y
los migrantes a sus descendientes mestizos?
En un instante retomaremos la idea, porque
su importancia es mayúscula.
Entre tanto, ¿qué caractarísticas tuvo la
conquista romana de la orilla norte del Danubio
en la Dacia? No hemos encontrado
información pertinente, mas en el contexto
que venimos desarrollando, no sería de extrañar
que la conquista romana de Rumanía
hubiera tenido, más que militares, ribetes
políticoadministrativos.
En todo caso como anota el historiador
español Rafael Altamira, los visigodos vivieron
mucho tiempo en contacto pacífico
con los romanos. Habría pues dado buenos
resultados la estrategia de Trajano. En
razón de todo ello, la animosidad de los nativos
contra los romanos quizá ni siquiera
existió o, en su defecto, quizá fue menor que
la de otros pueblos conquistados.
Ahora sí, relacionando las ideas de ambos
párrafos, ya no resulta muy difícil entender
que el gentilicio de ambos pueblos el migrante
y el anfitrión nativo terminara siendo
virtualmente el mismo. Recordemos sin embargo
el contenido de un párrafo anterior:
muchos pueblos terminan denominándose tal
y como otros los llaman.
Pues bien, durante cuatro siglos, antes de
la conquista de la Dacia, el nombre que más
se repetía en Europa era romanos. Así, no
es difícil imaginar que los nativos de la Dacia
identificaran con ese nombre a los desterrados
griegocatalanes que habían llegado como
inmigrantes e invasores: sin duda los
veían como romanos.
Y tampoco es difícil imaginar que cuando
esos migrantes adquirieron gran prestigio, y
al cabo de muchas generaciones de tener hijos
mestizos, terminaran por esta vía, sin pretenderlo,
endosando su nombre a los nativos
que, casi sin remedio, lo asumieron como
propio. Así, los invasores los herederos
de los griegocatalanes, los invadidos
los nativos de la Dacia, y sus hijos
mestizos, quedaron convertidos en romanos.
En todo caso, y a este respecto, en relación
con las palabras Roma y romanos,
los lingüistas tiene mucho que decir respecto
del origen de las palabras Románia como
oficialmente y en su propia lengua se llama
hoy ese país y rumanos su gentilicio en
castellano. Sin embargo, parece evidente
que la palabra romano habría dado origen
al vocablo rumano.
Pues bien, nuestra hipótesis básica de esta
parte es, entonces, que los denominados visigodos
eran los descendientes mestizos de los
griegocatalanes del norte de España, que
habiendo sido desterrados por los romanos a
Bulgaria, mayoritariamente fugaron y se asentaron
en Rumania.
Y como ya se vio en el caso de los vándalos
y Andalucía, ¿no resulta sorprendente
también el hecho de que el nombre de los
visigodos parece derivarse de Gotland o
Gotalaunia, que pertenecen precisa y coincidentemente
a la etimología de Cataluña como
una vez más refiere el historiador sueco
Carl Grimberg.
Resulta pues altamente plausible la hipótesis
de que los visigodos que llegaron a
Cataluña eran efectivamente los herederos de
los griegocatalanes que fueron desterrados
de Cataluña y terminaron en Rumanía.
Sólo nos falta revisar pues el caso de los
suevos. Antes de iniciar su larga marcha hacia la península, Grimberg los ubica en el
norte de Europa, esto es, al este del Rin, en
las proximidades de las fronteras del imperio
A en el Gráfico Nº 2.
En el año 409 dC los suevos llegaron al
norte de España, es decir, a la zona cantábrica.
Y de los grupos desterrados de España al
inicio de la conquista romana, coincidentemente,
sólo nos resta hablar de los gallegos,
astures y vascos, es decir, de los pueblos de
origen cantábrico. ¿Se tratará también de
otra simple casualidad?
En ausencia de mayor información, y esta
vez sin embargo por descarte, nuestra hipótesis
es entonces que los suevos no habrían sido
pues sino los descendientes de los gallegos,
astures y vascos trasladados por los romanos
a las frías llanuras de la margen izquierda
del bajo Rin, cerca de su desembocadura
en el Mar del Norte.
Desde allí, coexistiendo con los nativos
belgas, muchos habrían huido del poder imperial
refugiándose con la mayor parte de los
pueblos germanos al otro lado del bajo Rin.
Así, a la caída del Imperio Romano, encontraron
la anhelada ocasión de regresar a las
más hospitalarias tierras de sus antepasados.
Pues bien, cada vez parece más claro que,
por un grave error de generalización, muchos
historiadores siguen considerando germanos
sin que lo fueran a muchos de los
pueblos que contribuyeron a la caída del Imperio
Romano.
Así, se dice que los visigodos, y en general
todos los godos, eran germanos. Grimberg incluso afirma que los vándalos estaban
emparentados racial e idiomáticamente con
los godos, esto es, que también eran germanos.
Más aún, afirma que Genserico, el
rey vándalo de la nueva Cartago que dirigió
el saqueo de Roma, era rey germánico.
¿Cómo puede sostenerse que había emparentamiento
racial e idiomático entre los
auténticos germanos (del noreste del Rin y
norte de Europa) y pueblos tan distintos como
los vándalos, los visigodos y los avaros,
que durante más de cinco siglos vivieron mutuamente
aislados y muy alejados unos de otros?
Puede sostenerse, en cambio, que había
emparentamiento étnicofenotípico e idiomático
entre los avaros, vándalos, visigodos
y suevos, a pesar de las enormes distancias
que los separaron durante el destierro, por el
hecho de que todos ellos habrían tenido un origen
común: la península ibérica, de donde
precisamente habrían sido desarraigados sus
antepasados.
Así, Grimberg, proponiendo la hipotesis
del emparentamiento racial e idiomático,
inadvertidamente contribuye a dar mayor verosimilitud
a nuestra hipótesis de que los
pueblos bárbaros que llegaron a España, no
fueron sino los descendientes de aquellos que
habían sido desterrados de ella.
El Gráfico Nº 3, en la página anterior,
resulta una buena representación de nuestra
hipótesis.
Si a todos los desterrados de España por
los conquistadores romanos feniciosespañoles,
feniciocartagineses, griegocatalanes
y cantábricos genéricamente podemos
denominarlos españoles, otro tanto debemos
decir de sus descendientes que, al cabo
de siglos, retornaron a la península: también
eran españoles, aún cuando habían nacido
fuera y muy lejos de la tierra de la que habían
sido expulsados sus padres.
Ellos, nacidos a orillas del Mar Negro, en
Rumanía, en el Danubio central o en Germania,
eran españoles, como Trajano y Séneca
fueron romanos, aún cuando habían nacido
en España.
Cada uno de los pueblos desterrados salió
de España con un nombre y, al cabo de siglos,
retornó a ella con otro que, como muchas
veces ha ocurrido en la historia, lo inventaron
e impusieron otros pueblos, quizá
aquellos que involuntariamente habían servido
de anfitriones.
En el interín, de boca en boca, generación
tras generación, de madres a hijos, todos sin
embargo habían mantenido viva su propia
historia, sus propios valores, sus aspiraciones,
sus metas y objetivos.
Que Roma y los historiadores romanos,
en función de sus intereses, hayan centrado
su atención en sí mismos, sin registrar la historia
y lo que ocurría cotidianamente entre
los bárbaros y lo que pasaba por la mente
de éstos, es otro problema.
Más lamentable, sin embargo, es que la
Historia moderna como si de un asunto intrascendente
se tratara haya, en la práctica,
obviado que durante el Imperio Romano pueblos
enteros fueron movilizados desde sus
territorios ancestrales y refundidos en remotos
rincones de Europa.
Y que muchos de ellos, voluntariamente,
buscaron refugio fuera del alcance de los romanos,
prefiriendo el frío, e incluso el hambre,
antes que el yugo imperial. Habiéndose
descuidado el dato de esas migraciones, y
perdido el derrotero y el destino forzado de
cada uno de esos pueblos, todos, de improviso
tanto los historiadores romanos como los
modernos, se encontraron con bárbaros
por aquí y por allá.
En ese contexto, virtualmente nadie ha
tratado de indagar si había alguna racionalidad
en el destino por el que optó cada uno de
los pueblos bárbaros.
Implícitamente se ha dado por sentado
que fue simplemente azaroso y arbitrario el
hecho de que anglos y sajones terminaran en
las islas británicas; ostrogodos y lombardos,
en Italia; avaros o alanos, en el sur de España;
vándalos, en Cartago; francos, en Francia;
suevos, en la Cantabria, y; visigodos,
fundamentalmente en el norte y centro de
España.
Pues bien, todos ellos se sumergieron
utilizando la expresión y el criterio de Toynbee, mientras pasaba la oleada romana.
No desaparecieron. No se extinguieron. Y
mantuvieron viva su historia. Y sus expectativas
de regresar allí de donde habían venido
sus padres. Para cada uno de esos grupos humanos,
la de origen era su patria. No aquella
a la que los habían trasladado o aquella
a la que los habían empujado los romanos.
¿Puede entonces seguirse diciendo que esos
pueblos eran bárbaros o extranjeros
que, llegando desde fuera, asaltaron y asolaron
al Imperio Romano? Ciertamente ello
es un absurdo: ¡eran parte del imperio! Su actuación
final no fue pues la de invasores que
agreden. Fue, más bien, la de pueblos conquistados
que se rebelaron y liberaron liquidando
al imperio que los sojuzgó.
El Imperio Romano no sucumbió pues
por la supuesta acción demencial de también
supuestas hordas salvajes que llegaron desde
el exterior. Sino como resultado de una revuelta
generalizada de los pueblos que habían
estado aplastados y sometidos por el imperio:
españoles, franceses, ingleses, belgas,
suizos, germanos, etc., pero también cartagineses,
egipcios, libios, jordanos, palestinos,
etc.
Por eso, cuando el momento resultó propicio,
hicieron todo lo necesario para regresar
a su patria. Los que emprendieron el
viaje lo lograron. Sin duda, hubo los que, al
cabo de tantas generaciones, decidieron quedarse
en el suelo del destierro al que ya consideraban
como propio.
Ciertamente habrían emprendido el viaje
de retorno aquéllos en quienes la tradición
había inculcado y mantenido la mayor animosidad
contra el imperio que violentamente
los había transplantado.
Mal podríamos prescindir de considerar
que quienes lideraron la larga marcha de retorno
eran ya hombres ricos y poderosos. Por
eso quienes los vieron pasar también los denominaron
genéricamente como godos, y
otros específicamente como visigodos pero
también como visigóticos.
Tratemos de comprender el comportamiento
de los visigodos que salieron desde el
Danubio con destino a España. Y prescindamos
por un instante de la idea de que fueron
empujados por la invasión de los hunos.
¿Qué señas habían recibido los visigodos
para suponer que la hora del retorno había
llegado? Ellos, según se nos ha dicho,
partieron hacia el año 370 dC.
Pues bien, en el siglo anterior (en el año
235 aC) el Imperio Persa había invadido el
extremo este del imperio y capturado Antioquía
(en Siria), saqueando la que era la tercera
ciudad en importancia del imperio, capturando
incluso al propio emperador romano:
Valeriano.
Por la cercanía física, la noticia llegó
pronto a oídos de los visigodos. En la década
siguiente, estalló la sequía de San Cipriano
(muy poco tomada en cuenta por la historiografía
tradicional), dejando una estela de
hambre y pestes en la península italiana. Huyendo
de las pestes y de la hambruna muchos
romanos importantes se trasladaron a Bizancio
(Constantinopla). También estas noticias
pronto llegaron a la Dacia o, si se prefiere, a
Rumanía.
En la década siguiente cuando nadie aún
había oído hablar de los hunos llegó a los visigodos
la importantísima noticia de que los
francos a quienes también puede aplicarse
la hipótesis que retornaron a la tierra de la
que habían sido desterrados o expulsados sus
antecesores habían invadido el imperio e
ingresado a Francia formando su propio
imperio. Ello ocurrió durante los años 259
y el 269. Sin duda todas esas auspiciosas
noticias potenciaron aún más los ímpetus nacionalistas
y revanchistas de los visigodos
más anti romanos.
Pocos años más tarde, sin poder resistir
las presiones que suscitaba la crisis del imperio,
Dioclesiano bien guarnecido en el sector
Oriental decidió dividir el imperio y ceder
la administración de Occidente a Maximiano.
Así, para las primeras décadas del siglo
siguiente, ya el centro de gravedad del
imperio se había trasladado a Oriente.
Así, Rumanía, y otros territorios del entorno
inmediato a Constantinopla, empezaron
a soportar, a partir del año 330, las cada
vez mayores exigencias de la nueva sede imperial.
Éstas, ante la gravedad de los acontecimientos,
fueron económicas y militares.
Es decir, para controlar las invasiones de
los persas y de los francos era necesario obtener
mayores ingresos que permitieran financiar
el equipamiento y avituallamiento de
los nuevos batallones imperiales que, en gran
parte, estaban constituidos por costosos mercenarios
bárbaros. El resto, sin duda, era
levado compulsivamente.
¿Es acaso difícil imaginar, en ese contexto,
que quienes más próximos estaban a la
nueva sede imperial fueron quienes más sufrieron
el rigor de los nuevos impuestos y el
rigor de las levas, es decir, el rigor del nuevo
poder que había tomado en sus manos el poderoso
Constantino el Grande?
¿Qué sino las urgencias fiscales movieron
a Constantino el Grande a robar los tesoros
de los templos paganos y a imponer contribuciones
al comercio que sus recaudadores
obtenían a fuerza de latigazos?
La cercanía física de los visigodos respecto
del nuevo poder romano era evidente. Estaban,
incluso, más cerca que los húngaros,
los croatas y los griegos, por ejemplo.
Alarico, el visigodo, rico y poderoso como
el Teodorico de sus vecinos los ostrogodos,
habría pues considerado que había llegado
la hora de alzarse contra el imperio como
lo habían hecho los francos y emprender la
larga marcha de regreso, atravesando esos
campos en los que, según estaba bien informado,
el Imperio Romano de Occidente era
cada vez más débil. Y, acompañado por los
más decididos, emprendió entonces la marcha
de retorno hacia España.
En el contexto que estamos presentando
adquiere pues más sentido que la gran batalla
de Adrianópolis (en el año 378) se diera
precisamente en territorio del aún fuerte Imperio
Romano de Oriente, que habría enviado
sus ejércitos para detenerlos.
Cuán fuertes y decididas a todo estarían
las huestes dirigidas por Alarico, que derrotaron
y humillaron a las legiones romanas. A
partir de allí, el prestigio de Alarico y de su
ejército creció significativamente.
Vencidos los romanos, no encontraron
más resistencia en su largo, lento y penoso
peregrinaje de casi 2 000 kilómetros. No obstante,
avanzaron con extraordinaria cautela.
Ventidós años después de la batalla de Adrianópolis,
desviándose 500 kilómetros de
su ruta, en el 410 dC llegaron a Roma a cumplir
la venganza que la destrucción romana
de sus ciudades en España había fermentado
durante siglos en sus corazones.
La revancha fue cruel y despiadada.
Cumplido su cometido, a marchas forzadas,
o quizá sin el más mínimo estorbo, en sólo
cuatro años cubrieron la otra mitad final de
su recorrido: invadieron su territorio ancestral
a partir del año 414.
Alarico, el mayor héroe de la larga jornada,
no obstante, no alcanzó a ver el triunfo
final: había muerto en el camino.