DESCUBRIMIENTO Y CONQUISTA:

Del nombre de los españoles


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Alfonso Klauer

Segunda disquisición: Los “bien acogidos”

Muchos historiadores occidentales, anímica e ideológicamente ganados por la “grandeza del imperio romano”, han incurrido en graves errores e inconsecuencias, así como en inaceptables generalizaciones. ¿Podemos, por ejemplo, imaginar a un sólo pueblo en la Tierra capaz realmente de acoger de buen grado a quienes los dominan por la fuerza? No, ese tipo de pueblo no existe ni ha existido sobre la faz del planeta.

La grave generalización –“eran bien acogidos” – ha sido a su vez el resultado de otros dos errores. En primer lugar, por el hecho de no haberse hecho distingo entre “bien acogidos” y “táctica o cínicamente bien acogidos”, que no es lo mismo.

En efecto, muchísimos pueblos, tanto durante la conquista romana como durante otras, “táctica y cínicamente acogían bien” a los conquistadores con el afán de engañarlos.

Sea para impedir la pérdida de recursos humanos y materiales; para ganar tiempo; o con la esperanza de que el conquistador sólo dejara un destacamento de conquista pequeño o no dejara ninguno.

Sin embargo, los conquistadores, a partir de “desiluciones” anteriores, recelaron siempre de los pueblos que los “acogían bien”. Ellos sí sabían que, generalmente, la “buena acogida” no pasaba de ser un intento de engaño. ¿Cómo sino entender que los romanos exigían rehenes incluso a los pueblos que enviaban embajadores de paz que ofrecían sumisión, colaboración y obediencia? Son innumerables los pasajes en que César confirma tal dato.

Por otro lado, tiene que haber habido pueblos que, con información absolutamente suficiente respecto de los antecedentes del nuevo conquistador –sus conquistas previas, la magnitud y tecnología de sus fuerzas, etc.–, decidieron tácticamente “acoger bien” al conquistador dado que resultaba absolutamente imposible derrotarlo. Oportunas y esclarecedoras resultan aquí las palabras de un jefe “bárbaro” a Julio César: no somos tan necios como para presumir que con nuestras fuerzas podemos contrastar las de Roma .

En efecto, hasta el más insignificante estratega era capaz de estimar la correlación de fuerzas, y deducir si podía o no enfrentar con éxito al enemigo, y, en el peor de los casos, terminar admitiendo sensatamente lo mismo que Ambiórige, el jefe “bárbaro” al que hemos hecho referencia.

Pero tampoco puede desconocerse que, aunque de mal grado, muchos pueblos “acogieron bien” a los conquistadores, cansados y exhaustos a consecuencia de las guerras con sus vecinos. También César da cuenta de ello.

Y, como lo habían hecho antes y lo harían también después otros conquistadores, logró sacar inmejorable partido a esas coyunturas.

El segundo error –no menos grave que el primero–, ha sido el de no hacer distingos entre los “pueblos” y sus “dirigentes”, que tampoco son una ni la misma cosa. En muchas sociedades, las diferencias jerárquicas y sociales eran lo suficientemente marcadas como para reconocer que los intereses y objetivos del “pueblo” no eran necesariamente iguales a los de sus “dirigentes”. En muchos casos se trataba incluso de intereses y objetivos opuestos e irreconciliables.

Así, resulta increíble que aun cuando las sociedades estaban jerarquizadas desde hacía miles de años, los historiadores no hayan tenido en cuenta esas diferencias. Y precisamente con cargo a ellas es que se explica que muchos “pueblos” fueron grotescamente traicionados por “dirigentes” ávidos de, a cualquier precio, preservar sus privilegios.

“Cántabros, Vacceos, Astures y Galaicos (...) –nos dice esta vez el historiador español Sánchez Albornoz– hubieron de enfrentar a los romanos...”.

“Fueron duras, largas, sangrientas y heroicas las guerras de Roma contra celtas y celtíberos”. “...prefirieron la muerte a la esclavitud, a tal punto, que las madres mataban a sus hijos y los hijos a sus padres para librarles del cuativerio”. Casi seis siglos de barbarie conocieron los pueblos de España “sometidos por los romanos”. “...el Imperio edificó sus ciudades sobre los [campamentos] de sus oponentes...”.

¿Fueron también los habitantes del centro de la península –antiguos extremeños, castellanos y leoneses– y del extremo norte de ella –antiguos gallegos, asturianos, vascos y, en general, cantábricos–, objeto de destierro? Presumimos que sí.

El imperialismo romano –como lo identifica el historiador franco–peruano Frederic Engel 45– extrajo grandes cantidades de oro a España. Y la convirtió además, y por espacio de 560 años, “junto con Egipto y Libia, en uno de los graneros del mundo romano”.

Desde el principio los pueblos de España advirtieron la agresión y el daño que la conquista romana habría de significarles, de cara a la frustración de sus propios intereses y objetivos.

Con harta razón, entonces, los historiadores –tanto en los textos de los eruditos, como en las versiones de divulgación– recuerdan la “heroica defensa de Numancia, y las dificultades que tuvieron las legiones [romanas] para reducir el baluarte cantábrico”, en el norte de la península.

Los conquistadores romanos, como no podía ser de otro modo, fueron odiados por los españoles. Cada romano era identificado como un “feroz cobrador de impuestos”.

Durante los últimos siglos de dominación romana la religión cristiana empezó a ser predicada en España. En el siglo II dC, había en la península numerosas comunidades cristianas.

El cristianismo “no suprimió la esclavitud, antes al contrario, se amoldó a ella, y así, poseyeron siervos los sacerdotes (...), la Iglesia misma se convirtió en dueña de tierras, ganados y casas (...) y proclamó la teoría de que los reyes debían ser tutores y no amos de pueblo.

Tras el colapso del Imperio Romano, los pueblos de la península ibérica vieron llegar desde remotas tierras del este europeo a los “bárbaros”: avaros, alanos, suevos y vándalos, en el año 409, y a los visigodos a partir del 414. Estos últimos, en particular, habrían de jugar un papel destacadísimo en la formación de la España de los siglos siguientes.

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