TAHUANTINSUYO: El cóndor herido de muerte  

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Alfonso Klauer

Enjuiciamiento a la historiografía tradicional: ¿criterios occidentales?

Para cerrar este último capítulo, enjuiciemos un nuevo texto de la Gran Historia del Perú que tiene que ver con este asunto.

Se nos dice en efecto que “la reciprocidad puede ser también concebida como asimétrica.

La asimetría estaría dada porque el bien que se ‘devuelve’ (en la reciprocidad) o se recibe (en la redistribución) parece, según el criterio de Occidente, no ser equivalente...”.

Sin duda se nos ha querido decir: “algunas modalidades de reciprocidad, son erróneamente vistas como asimétricas cuando se las aprecia o analiza con los criterios de Occidente (esto es, con los tradicionales y etnocéntricos criterios de Occidente)”.

Debemos admitir que ciertamente han habido –y hay– “criterios occidentales”, como han habido –y hay– “criterios andinos”; esto es, valores y modos de pensar e ideologías que, en general, pueden reconocerse como específicos de dichos mundos. Pero es obvio que reconocer ello no es suficiente. No tenemos ningún derecho a ser tan generales.

Porque muchas absurdas y gratuitas generalizaciones siguen dando lugar a graves equívocos como los que estamos enjuiciando.

Así, hablando de “criterios andinos” por ejemplo, con todo lo dicho hasta aquí, hay elementos de juicio suficientes para admitir que, así como había “criterios inkas”, había también “criterios chankas”, “criterios chimú”, “criterios kollas” y “criterios cañaris”, para sólo citar unos cuantos. ¿Eran acaso idénticos?

En ese orden de cosas, pero específicamente en relación con el arte prehispánico, y con la cerámica en particular, Pease 675 distingue claramente por ejemplo entre “criterios artísticos inkas” y “criterios artísticos andinos”. Aquéllos sin duda deben ser entendidos como los “característicos y específicos del pueblo inka”. Y éstos, en el contexto en que los distingue dicho historiador, como “la adición o integración de los distintos criterios artísticos del mundo no–inka”.

No puede desconocerse, sin embargo, que cuando se habla de “criterios artísticos andinos”, puede también estarse haciendo referencia a otros dos contenidos distintos: la integración de los criterios artísticos de todos los pueblos andinos, incluido el inka –equivalente a sumatoria de conjuntos–; o los criterios artísticos comunes a todos los pueblos andinos –equivalente a intersección de conjuntos –.

En fin, en éste como en todos los casos en que estemos ante una evidente polisemia, tenemos pues obligación de ser escrupulosos, precisando específicamente qué connotación estamos usando.

Pues bien, si porque son objetivamente distintas entidades, podemos reconocer la diferencia entre “criterios artísticos inkas” y “criterios artísticos no–inkas”, ¿no resulta absolutamente obvio entonces que durante el Imperio Inka también había “criterios inkas” y “criterios no–inkas” sobre la religión, la guerra, la justicia, la reciprocidad, el amor, la familia, etc.?

¿A título de qué, pues, gran parte de la historiografía tradicional, violentando la lógica más elemental, sigue asociando e identificando “mundo inka” con “mundo no-inka”; esto es, confundiendo e identificando una “parte” con su “complemento”? ¿Y por qué también se sigue asociando e identificando “mundo inka” con “mundo andino”; esto es, confundiendo a una “parte” con el “todo”?  

Así, como muchos otros autores, Cossío del Pomar, por ejemplo, incurre flagrantemente en ambas nefastas confusiones. En efecto, hablando de los grandes transplantes poblacionales durante el imperio, afirma que con ellos “pausadamente [comenzó] a evolucionar la sociedad incaica”.

No, lo correcto es afirmar que, vinculadas en relación de dominación–dependencia, fueron transformándose, la sociedad inka, en un sentido –burocratizándose–, y las sociedades no–inkas conquistadas, en otro –reducidas al nivel de objetos, y sojuzgadas y aceleradamente destruidas por aquélla–.

Es decir, el conjunto total de la sociedad involucrada en el Tahuantinsuyo no se transformaba ni evolucionaba unitariamente. Y menos aún en términos armoniosos. Sino, por el contrario, exacerbando antagonismos, desarrollando una contradicción intrínsecamente irresoluble que, a la postre, a la hora de la verdad, en presencia de los conquistadores españoles, habría de mostrarse en toda su desnudez.

Por su novísima edición, y por la enorme difusión que ha tenido, resulta sin embargo bastante más objetable –como habíamos adelantado –, un equívoco en que se incurre en la Gran Historia del Perú.

En efecto –hablándose de las acllas, y como habíamos adelantado– se usa la insostenible expresión “el país de los incas”. Mas, abundando en error, no se precisa si la frase alude al “territorio” del imperio, o al conjunto constituido por el pueblo inka más los “pueblos” que sojuzgó, o al “Imperio Inka” propiamente dicho, que ciertamente son tres entidades distintas.

No obstante, a ninguno de esos “objetos de estudio” de la Historia le corresponde la expresión en cuestión. Si del territorio se trata, con rigurosidad histórica “el país de los inkas” era apenas una parte del territorio de lo que hoy son los departamentos peruanos de Cusco y Apurímac. Del mismo modo que “el país de los chimú” era apenas una parte de la costa norte del Perú. O el “país de los cajamarcas” una parte del área norcordillerana.

Considerar sibilinamente a todo el territorio andino conquistado por los inkas como “el país de los inkas”, es una clamorosa aberración histórica. Tan absurda y errónea como afirmar que “el país de los romanos” incluía a España, Francia, Grecia, Palestina y Egipto, por ejemplo. O que, siglos más tarde, “el país de los españoles” incluía América meridional, y en consecuencia el Perú.

“El país de los inkas” era sólo pues una pequeña fracción del territorio del imperio. Y, sin ambages, el resto de la inmensa geografía del Tahuantinsuyo estuvo constituido por territorios que conquistó el poder imperial, tras doblegar a sus ancestrales poseedores.

Y como irrecusablemente han dado cuenta los hechos de la historia, ningún pueblo conquistado admitió nunca que su territorio hubiese pasado a formar parte del “país de los inkas”.

Como en otras experiencias imperialistas de la historia de la humanidad, los pueblos dominados de los Andes, unos más pronto que otros, admitieron su derrota o la pérdida de su autonomía. Pero ninguno, absolutamente ninguno, reconoció a los inkas el derecho a la conquista: de allí las rebeliones sistemáticas y otras múltiples expresiones de rechazo a la hegemonía inka.

Ninguno de ellos reconoció entonces a los inkas como poseedores de su territorio sino, a lo sumo, como usurpadores –transitorios – del mismo. Y, muchísimo menos, pueblo alguno renunció a su nacionalidad y adoptó la inka. Nunca pues el territorio andino conquistado alcanzó a ser “el país de los inkas”.

¿Qué da licencia a la historiografía tradicional para que, como en los otros casos analizados, se tome la atribución de sibilinamente presentar una de las partes –el país de los inkas, o, mejor y en este caso, el territorio ancestral del pueblo imperialista– como si fuera el “todo” –el territorio del Tahuantinsuyo –?

La ciencia, sin duda, no otorga esa atribución.

Sí la da, en cambio, la ideología. En este caso la ideología imperialista inka. Porque a la luz de sus propios e indiscutiblemente etnocéntricos y triunfalistas criterios, el pueblo inka, pero más específicamente la élite imperial, sí se sintió, por sí y ante sí, con el derecho de llamar “país de los inkas” a todo el Tahuantinsuyo. Pero, en el mundo andino, sólo ellos, y nadie más que ellos.

Por lo demás, ¿se siente algún historiador con patente para alterar tan burdamente la historia, admitiendo, también por sí y ante sí, lo que nunca admitió ninguno de los pueblos conquistados por los inkas en los Andes? Es hora ya pues de que la Historia reconozca que no puede ni debe asumir como propia –y menos como científica– una perspectiva que, cuando más, debió corresponder al poder imperial inka.

Con los mismos criterios es necesario desterrar el uso de conceptos tan ambiguos, equívocos o encubridores como el de “intereses del estado” –al que por ejemplo se acaba de recurrir en Culturas Prehispánicas–, en referencia a presuntos intereses colectivos comunes a todos los habitantes del Tahuantinsuyo.

En el contexto de una experiencia imperialista resulta insostenible identificar “intereses del Estado” con “intereses de toda la población”, simple y llanamente porque los de aquél son precisamente antagónicos con los de la inmensa mayoría de ésta.

En referencia a una experiencia imperialista, la expresión “intereses del Estado” grotescamente encubre que, en realidad, de lo que se trata es de los “intereses de la élite hegemónica”.

En un conjunto social tan extremadamente heterogéneo como el del Tahuantinsuyo, los intereses y objetivos de la élite hegemónica no eran iguales a los del resto. Más aún, eran antagónicos en relación con los intereses y objetivos de la inmensa mayoría de la población del imperio.

Que la élite imperial planteara, engañara y tratara de inocular en la conciencia de los pueblos la burda falasia es comprensible: se beneficiaba del embuste. Pero que los historiadores no perciban la trampa y la difundan, es científicamente inaceptable –y es probablemente mucho más de lo que los propios embaucadores hayan querido que ocurra–.

Queden pues los “criterios de los conquistadores inkas” para quienes fueron los conquistadores inkas. Porque preservarla y presentarla como “la perspectiva histórica” sí es una distorsión etnocéntrica y cratocéntrica –para denominar con esta palabra a la ideologizada e interesada visión de las cosas y de la historia que se tiene desde el poder–.

En definitiva –creemos–, es la equívoca y falaz identificación “andino = inka”, la que viene dando lugar a diversas y gravísimas deformaciones del pasado andino en la historiografía tradicional.

Porque no podrá negarse que es una grave deformación seguir ocultando que los pueblos conquistados nunca aceptaron de buen grado ser parte del imperio. Y, porque sustenta a la anterior, no es menos grave la que pretende desconocer que, por injusta y asimétrica, los pueblos sojuzgados nunca reconocieron virtud alguna a la perniciosa “reciprocidad imperial inka”.

Veamos pues ahora algunos indicios, pero también algunas evidencias, de cuán errada es la afirmación de que es sólo con “criterios occidentales” como se encuentra asimetría e injusticia en la falaces prácticas de “reciprocidad” que impuso el poder imperial inka en el mundo andino.

El investigador Rolando Mellafe obtuvo la evidencia de una aldea que, con posterioridad a la caída del Imperio Inka, se rehusaba “a reparar y mantener un puente en el camino real entre el Cuzco y Quito”. ¿Es difícil imaginar que esa conducta –que sólo en apariencia resulta absurda– muy probablemente se sustentaba en que tal obra no reportaba beneficio alguno al grupo humano de dicha aldea?

¿No refleja esa conducta un ostensible –aunque involuntaria e inevitablemente tardío – rechazo a la mita con la que seguramente se había obligado a sus abuelos construir la obra? ¿Y no insinúa ese rechazo que dicho pueblo consideraba profundamente asimétrica y no recíproca tal mita, tal supuesta relación de “reciprocidad”?

¿Puede sostenerse que era “occidental” ese rechazo objetivo? ¿No será ese aldeano rechazo un buen indicio de porqué casi todas las obras ejecutadas durante el Imperio Inka, desde el instante mismo de su caída fueron total y absolutamente abandonadas por los pueblos que habían sido obligados a erigirlas? ¿Puede alguien presumir, entonces, el más mínimo atisbo de “criterios occidentales” a esa legítima conducta recusatoria?

No.

A su turno, esta vez en referencia a la institución de las acllas –como también habíamos adelantado–, el juicio y la crítica pueden –y deben– ser igualmente objetivos. Su comparación con las vestales romanas o las mujeres de los harenes musulmanes no puede tampoco ser descalificada a priori como “occidental”.

Conforme al Diccionario del Mundo Antiguo, como las acllas, las vestales eran también –compulsivamente –reclutadas “entre los seis y los diez años”; “debían respetar la castidad”; “toda falta llevaba consigo un castigo terrible: la culpable era enterrada viva”, etc. ¿No son suficientes esos datos objetivos para demostrar que eran instituciones esencialmente idénticas? ¿Y no estaban muchísimas de las acllas condenadas a formar parte del seudo harén de un miembro de la élite o del poder inka? ¿Pueden esas similitudes objetivas calificarse de “occidentales”?

Y, conociendo las acllas la cruel muerte que podía depararles el entregarse a un amor prohibido, ¿no era ese reto una manifestación evidente de rechazo al encierro de que eran objeto y que no habían elegido? ¿Puede calificarse de “occidental” ese rechazo voluntario y legítimo? Tampoco.

De otro lado, ¿fueron acaso “occidentales” los criterios mediante los cuales el poder imperial inka habría llegado a la –objetiva– conclusión de que la reciprocidad era “un estorbo”, como nos ha dicho la historiadora Rostworowski? No, no eran occidentales.

¿Fue “occidental” el generalizado y evidente odio de los pueblos andinos contra los inkas? ¿Fueron “occidentales” las innumerables –y objetivas– rebeliones contra el poder imperial? ¿Fue “occidental” su vehemente deseo de “sacudirse de la hegemonía del Cusco” –como afirma Espinoza? No, tampoco lo fue.

Y para concluir, ¿fue “occidental” la objetivamente asimétrica concentración de toda la riqueza de los Andes en el Cusco? Tampoco.

Ninguna pues de esas manifestaciones andinas puede ser tachada de “occidental”: se dieron en el mundo andino antes de que asomaran en el horizonte los conquistadores europeos.

Menos entonces puede considerarse “occidentalizante” la explicitación objetiva de tales hechos. Y si –como bien sabemos– todas esas sustantivas experiencias se dieron por igual en el mundo andino y en el viejo Occidente, pero también en el viejo Oriente, ¿no resulta obvio, entonces, que se trata más bien de experiencias “universales”, y que por tanto no hay distorsión etnocentrista alguna? ¿Quién pues está distorsionando qué? ¿No será más bien que, a estos respectos, nefastos “criterios imperialistas inkas”, bien disimulados en la historiografía tradicional bajo el intachable ropaje genérico de “criterios andinos”, siguen dando pie para que se siga encubriendo la verdad?

¿El chauvinismo a ultranza, que en su versión historiográfica sacraliza y mitifica a todas las instituciones del mundo andino, es acaso una postura científica? ¿La institución social de las acllas, y aquellas otras mal llamadas de “reciprocidad”, son acaso “buenas” por ser andinas?

¿Es que no hay forma de que se perciba que objetivamente muchas de ellas perjudicaban los intereses de millones de individuos, mujeres y hombres, y grupos, y que por ello se les rechazaba en el inmensamente mayoritario mundo andino no inka?

No obstante, una magnífica prueba adicional del natural y legítimo rechazo andino al imperialismo inka, se nos ofrece en los ámbitos de la religión, tan cara para algunos historiadores, pero también tan insustancial y epidérmica y extensamente abordada.

En efecto, a pocas décadas de iniciada la conquista española, el novísimo poder colonial se topó con el Taqui Oncoy –literalmente “enfermedad del baile”, apunta el historiador peruano Alberto Flores Galindo–. Se trataba de una singular práctica mágico–religiosa, en la que los protagonistas ejecutaban violentas sacudidas y convulsiones en el contexto del ritual.

Flores Galindo sugiere que el Taqui Oncoy empieza a practicarse en los Andes hacia 1560. Y Pease afirma que ésa y una práctica parecida, el Moro Oncoy, “irrumpen en las regiones rurales alrededor de 1565”.

Sin embargo, su estrechísima relación con las ancestrales divinidades –o huacas 684 –y centros ceremoniales andinos, permite suponer que fueron la recreación de prácticas de viejísima raigambre.

“En Inka –dice Pease–no aparece como personaje central en el Taqui –Onqoy (...), en cambio figuran masivamente las huacas andinas [no inkas –precisamos–]”. Y a su turno, Flores Galindo afirma, “los seguidores del Taqui Onkoy no querían volver al tiempo de los incas, sino que predicaban la resurrección de las huacas [no inkas –insistimos–]”.

Esto es –según el antropólogo e historiador Juan Ossio–, la vuelta del pasado, pero todavía como tiempo anterior a los incas.

¿No resulta todo ello una demostración suficiente de cuánto rechazó el mundo andino no–inka a quienes habían sido sus dominadores durante casi una centuria? ¿Y cuánto rechazó sus injustas prácticas, incluyendo las que erróneamente se sigue denominando “reciprocidad” y “redistribución”? ¿Puede seguirse sosteniendo que ese rechazo se fundaba en distorsionantes juicios o “criterios occidentales”?

Por lo demás –insistimos–, nunca nadie ha demostrado, objetiva y fehacientemente, cómo se puso de manifiesto, de cotidiano y para el contribuyente común y corriente, el otro y presuntamente equivalente extremo de la tan mentada “reciprocidad”: aquello que a cambio otorgaba el poder imperial. Con toda seguridad nos atrevemos a afirmar que hasta los propios Inkas sabían que no era equivalente el intercambio de un “atado de ropa” por la “sumisión perpetua”.

De lo mostrado en este texto se desprende que, objetivamente, la élite imperial no entregó nada significativo a cambio de lo que recibió, absolutamente nada. Y, menos aún, nada que ya conocieran, tuvieran y usufructuaran los pueblos andinos antes de caer sojuzgados por ella.

Eventualmente –aunque concediendo sin sustento el beneficio de la duda–, y asumiendo los interesados criterios del poder imperial inka, podría pensarse que éste consideraba la enorme tributación que recibía de los pueblos dominados como el equivalente a una “prima de seguro” pagada por adelantado; pensando que más tarde, en momento indeterminable, el imperio asumiría, en reciprocidad, la defensa de los pueblos ante un gran enemigo externo al que, por sí solos, no podrían hacer frente con éxito.

Pero –bien se sabe–, cuando llegó tan infausta circunstancia, de cara a las huestes de Pizarro, tampoco el imperio cumplió con su parte.

Así, ¿a ese “todo a cambio de nada” podemos seguir denominando “reciprocidad”? No, si se razona con objetividad científica.

Pero sí, y sólo sí, cuando se razona con los criterios imperialistas de la élite inka.

Mas es claro que, cuando se procede de esta última manera, no se está haciendo precisamente Historia. Sino, a lo sumo, y aunque legítimo, periodismo parcializado. Pero no siendo lo mismo, nadie tiene derecho a suplantar a aquélla por éste.

En síntesis, y contra lo que han “visto” Pease, Rostworowski y los autores de la Gran Historia del Perú así como los de Culturas Prehispánicas, las evidencias muestran que “el mundo andino no–inka” nunca vio al Tahuantinsuyo como “una serie de relaciones de reciprocidad y redistribución” fundadas en la equidad.

Sino, más bien, como un imperio sojuzgador, expropiador, injusto, centralista y hasta genocida.

“En la experiencia cotidiana del poblador andino –dice Flores Galindo 687–, el imperio incaico había sido realmente despótico y dominador”.

Y agrega, “en 1560 el recuerdo de los incas estaba asociado todavía con las guerras, la sujeción forzosa de los yanaconas para trabajar tierras de la aristocracia cusqueña, el traslado masivo de poblaciones bajo el sistema de mitimaes...”.

De allí –pues, a la hora de la verdad, la conducta de los pueblos andinos no–inkas, cuando tuvieron frente a sí a los inkas, de un lado, y a los españoles del otro.

Los conquistadores españoles –afirma Espinoza 688– fueron recibidos como “libertadores para sacudirse de la hegemonía del Cusco.

La documentación al respecto es muy apreciable, como lo constatan las fuentes concernientes a Carengue, Cañar, Cajamarca, Chachapoyas, Huaylla, Mama, Picoy, Huanca, Chanca, Charcas, Quillaca–Asanaque, etc.” ¿Fue “occidental” entonces la objetiva, harto explicable y unánime alianza de los pueblos andinos y sus kurakas con los conquistadores españoles en contra de los inkas?

No, tampoco lo fue.

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