TAHUANTINSUYO: El cóndor herido de muerte  

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Alfonso Klauer

La “reciprocidad” y la guerra imperial

En el contexto de expansión imperial apareció una nueva deformación de la ancestral práctica de “reciprocidad”: el poder imperial “alquilaba” el servicio de tropas para conquistar otros pueblos. Esas tropas eran las que iban a la guerra a cambio de un estipendio al kuraka del pueblo o del ayllu correspondiente.

En esos casos, la participación en la lucha por el triunfo del ejército imperial era compensada con la disponibibilidad de nuevas y mejores tierras, o retribuida con vajillas de oro, más yanaconas y/o mujeres.

Entre el kuraka “mercenario o tratante” y el Inka se establecía, ciertamente, una relación bilateral. Incluso voluntaria y conciente.

Quizá la presencia de esos factores puede haber contribuido, una vez más, a la confusión, y al error de creer que esa relación kuraka- Inka era de reciprocidad. En rigor, lo que realmente se daba era una relación comercial mercenario–Inka.

Mas el objetivo que se perseguía incluía hacer daño a terceros –el pueblo agredido–, con lo cual esa relación se había alejado aún más del objetivo ancestral de la “reciprocidad”.

Y, cómo olvidarlo, esa relación en la que sólo los extremos se beneficiaban, también incluía la muerte o inutilización física de los innumerables soldados a los que el kuraka llevaba a la guerra. No era por consiguiente –por donde se le mire–, una relación de “reciprocidad” en el tradicional y original sentido andino del término. A ella, entonces, también corresponde otra denominación.

En los momentos iniciales del imperio el monto de la retribución era arbitrario y el cobro inseguro. Era, sin embargo, una expectativa cierta. Aunque el pago se hacía efectivo sólo y después de derrotar al enemigo.

En las postrimerías del imperio, en cambio –como se ha visto–, las cosas fueron distintas: los jefes militares exigían el pago por adelandado. Y, llegado el caso, chantajeaban al Inka en el mismo campo de batalla, tal como se vió en el caso del general inka Michicuacamayta, relatado bastantes páginas atrás.

En dicho incidente, no sólo no se cumplía ninguna de las características fundamentales de la “reciprocidad” ancestral, sino que se daban otras tres características que terminaban de configurar una relación contractual, esencial y absolutamente distinta, y que, por consiguiente, merece otro nombre:

(1) eran terceros, los soldados que realmente combatían, quienes, al margen de su voluntad y compulsivamente obligados, hacían la prestación del servicio –guerrear–;

(2) era un cuarto protagonista, el Estado imperial, el que otorgaba la contraprestación o pago, y;

(3) era un quinto protagonista, en ese caso el pueblo agredido, el nefando objetivo del siniestro acuerdo.

En definitiva, se beneficiaban el Inka y los generales orejones, que eran precisamente los únicos que no habían prestado ningún servicio. Porque sólo con gran ingenuidad puede creerse que fueron efectivamente esos generales orejones quienes “lucharon valerosamente”.

Muy probablemente, puestos a buen recaudo, vieron a la distancia pelear a sus huestes. ¿Cómo sino habrían de usufructuar del pago que acababan de recibir? Y, de otro lado, se perjudicaban aquellos que realmente habían prestado el servicio –los soldados llevados por los generales orejones –; y, por añadidura, aquellos contra quienes se había urdido el acuerdo entre “las partes” formalmente contratantes.

El chantaje para concretar el cobro demuestra que la retribución en tierras, vasijas de oro, yanaconas y mujeres, era enormemente ambicionada. O, si se prefiere, había quedado perfectamente establecido que, para alcanzar esos privilegios, los individuos tenían que ser capaces de cualquier cosa, y sin escrúpulos de ningún género.

Pues bien, siempre en relación con la ancestral práctica de la reciprocidad, la historiografía tradicional, a pesar de las monumentales evidencias en contrario, insiste en mitificar el imperialismo militarista inka. Un buen ejemplo nos lo proporciona esta vez el historiador Pease, en su emblemático y ya citado texto Los Incas.

Dice él en efecto, “puede verse la expansión del Tawantinsuyu como el establecimiento de una serie de relaciones de reciprocidad y redistribución”.

¡Claro que “puede verse” de esa manera! Pero, ¿“debe verse” así, necesariamente así? ¿Es esa visión el resultado de una apreciación objetiva de los hechos?

Fundamenta Pease su afirmación en que –según relatan las crónicas– “la marcha de los ejércitos (...) era acompañada de un número considerable de cargadores que llevaban ropa, generalmente de lana, y otros recursos apreciados (...). Estos bienes eran distribuidos (...) como uno de los primeros actos, que incluso reemplazaba el conflicto con una ‘alianza’ entre el grupo étnico determinado y el Tawantinsuyu de los incas”.

Presuntamente entonces, la “distribución de bienes” cumplía el rol de “reemplazar el conflicto” –implícitamente destructivo–, sustituyéndolo con una “alianza” –implícitamente constructiva–.

Pues bien, ¿cuál era el “conflicto” en ciernes? ¿Había tal “conflicto”? ¿Reivindicaban acaso las partes argumentos mutuamente antagónicos? Y entonces, ¿tiene la historiografía derecho a denominar “conflicto” a lo que en realidad era una invasión, una “agresión unilateral e imperialista”?

Para proponer una “alianza” libre y equitativa, e incluso una propuesta de sumisión, ¿no bastaba con enviar una delegación diplomática? ¿Para qué llevar los ejércitos? ¿No ha reparado Pease en la función altamente disuasiva de un ejército, y más aún, de un gran ejército?

¿Cree nuestro historiador que el Inka no tenía conciencia del poder de la poderosa arma que manejaba? ¿Y cree que el pequeño grupo étnico al que se le hacía la “propuesta” no conocía tampoco el poder de las armas del imperio? ¿Puede una grotesca extorsión como ésa ser considerada el inicio de una relación de “reciprocidad”?

¿Y cuáles son las pruebas objetivas de que tan forzadas “alianzas” resultaron alguna vez constructivas y benéficas para los pueblos conquistados? ¿Cuáles son y dónde están las evidencias de que hubo beneficio recíproco? Por lo demás, ¿de dónde provenían los bienes con que el imperio “compraba” la sumisión del pueblo amenazado? ¿Acaso de las tierras del Cusco? No, eran el fruto de la tributación compulsivamente extraída a otros pueblos.

El pueblo que “aportaba” aquellos bienes y aquel cuya sumisión al Tahuantinsuyo estaba siendo “comprada”, ¿habían acaso libre y voluntariamente decidido realizar el intercambio, les interesaba precisamente ese trueque? No, el poder imperial había decidido, por sí y ante sí, que a cambio de un poco de lana a la víctima en ciernes le “convenía” someterse de por vida al imperio.

¿Quiénes eran los cargadores? ¿Acaso hatunrunas inkas? No, lo más probable es que fueran de hombres de pueblos antes conquistados que compulsivamente habían sido obligados a abandonar sus tierras para cumplir esa tarea? ¿No violenta ya todo ello los elementales fundamentos de la reciprocidad? En definitiva, absolutamente ninguno de los elementos intervinientes en las agresiones del imperialismo inka configura una cabal relación de reciprocidad. ¿Por qué entonces, contra toda lógica, se le sigue denominando así?

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