TAHUANTINSUYO: El cóndor herido de muerte  

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Alfonso Klauer

La ancestral reciprocidad andina

En los ayllus más aislados y primitivos se mantenían los principios más prístinos y originales de la ancestral institución de la “reciprocidad”.

Pero bajo la forma de dos instituciones específicas: el ayni y la minga.

Pues bien, ¿qué había, más allá de lo obvio, en dichas instituciones, o en la institución genérica de la “reciprocidad”?

• En primer lugar, estaban presentes sólo dos sujetos –nada más que dos–, que bien podían ser individuales y/o colectivos.

• En segundo lugar, los sujetos protagónicos intercambiaban trabajo, energía humana, no así bienes.

• En tercer lugar, las partes actuaban libre y voluntariamente, ninguna de ellas ejercía ningún tipo de coacción sobre la otra, o, si se prefiere, la relación era simétrica.

• En cuarto lugar, las dos partes concientemente estimaban que el intercambio era equivalente.

• Y, en quinto lugar, el intercambio era mutuamente benéfico, y sólo benéfico.

Ésos, pues, eran los fundamentos más puros y originales de la “reciprocidad” que se creó entre el género humano.

No obstante, con el transcurrir de los siglos, fueron dándose modificaciones cada vez mayores dentro de esas instituciones, hasta que terminaron por trastocarlas del todo.

Así, aparecieron relaciones que dejaron de generar beneficio equivalente o simétrico.

Fue el caso de aquellas faenas agrícolas de ayni en las que, a la postre, el kuraka terminaba usufructuando, por ejemplo, más y mejores alimentos que el resto de la comunidad, e incluso verdaderos privilegios. ¿Correspondía seguir denominando ayni a esa institución?

O cuando con los excedentes generados por todo el ayllu se construía el palacio comunal que incluía la vivienda de aquél. ¿Correspondía seguir denominando minga a esa institución?

En rigor, a esas relaciones asimétricas e inequivalentes correspondían nombres distintos a los originales, ya no pues ayni ni minga. Y, menos todavía, el de su fundamento genérico: “reciprocidad”.

El hecho de que, a pesar de los sutiles pero efectivos cambios, se siguiera utilizando los nombres ancestrales de ambas instituciones, subrepticiamente beneficiaba, una vez más, al kuraka. Porque con el disfraz de los nombres tradicionales, quedaba bien disimulado el verdadero e intrínseco objetivo de dichas asimétricas relaciones: obtener mayor beneficio a costa del perjuicio encubierto pero objetivo de la contraparte.

Más tarde, pero todavía en una época tan remota como aquella en la que surgieron las primeras guerras entre los pueblos, o sin duda durante el Imperio Chavín, apareció una nueva y drástica variante: la mita.

Mediante ella, pero ya no para beneficio de aquellos que ponían su fuerza de trabajo, sino en beneficio exclusivo del poder dominante, se explotaba las minas o tierras de aquél, o, en distantes territorios, se construía los palacios, puentes, depósitos y caminos que también aquél decidía emprender. Ya en esas prácticas se estaban vulnerando completamente los principios de simetría y equidad.

Probablemente fue durante el Imperio Wari que se construyeron las primeras grandes fortalezas en los Andes. ¿Qué decir de los pueblos que fueron obligados a construir fortalezas en su propio territorio para el sojuzgamiento de sí mismos? En tales casos, la energía desplegada servía entonces, además, para atentar directamente contra sus propios intereses. ¿Puede así la mita seguir siendo considerada una institución de reciprocidad?

Durante el Imperio Inka se dieron en el mundo andino aún otras variantes de intercambio de energía humana, y a las que, más erróneamente todavía, y de manera empecinada, la historiografía tradicional sigue considerando de “reciprocidad”.

Así, un buen indicio de patética asimetría nos lo ofrecen los testimonios de Garcilaso, y los jesuitas Bernabé Cobo y Blas Valera.

Coincidentemente, todos registraron que, además de los viejos y enfermos, se llamaba “pobres” –o waqcha, que significa primordialmente “huérfano”–, a quienes no tenían hijos que les ayudasen a trabajar. Pero hacia donde vamos más ayuda la precisión del padre Blas Valera. Dice él:

...llamábase rico el que tenía hijos y familia que le ayudaban a trabajar...

para acabar (...) el trabajo tributario que le cabía.

Tal parece pues que, en términos generales, el tributo en trabajo tenía una tasa única, llana –o una tasa flat, en la jerga de la economía moderna–. Esto es, todos los varones adultos, todos los hatunrunas, debían cumplir con la misma cantidad de trabajo.

Así, mientras en unos casos el tributo lo pagaba, en la práctica y a prorrata, toda la familia; en otros lo pagaba sólo un individuo, resultándole pues muchísimo más oneroso.

Por de pronto, pues, la estructura tributaria o, lo que es lo mismo, uno de los extremos del presunto sistema de reciprocidad, asoma como objetiva e intrínsecamente injusta: dentro de los propios hatunrunas, los “pobres” tributaban más que los “ricos”. ¿No parece obvio que todos se compadecían de la injusta suerte de los “pobres”, “huérfanos” o waqchas?

Una variante distinta fue a su vez aquella en la que los kurakas, a cambio de regalos, comidas y días enteros de fiestas, ponían transitoriamente la fuerza de trabajo del ayllu que representaban a disposición de otros kurakas –como refiere Rostworowski–.

Ciertamente, en esa nueva relación había un intercambio entre kurakas, y, en mérito a ello, supuestamente había también “reciprocidad”.

Esto fue suficiente para confundir –a los cronistas de ayer y a los historiadores de hoy–, para que se siguiera creyendo que se mantenía el principio de recíproco y equitativo beneficio. No había tal. Se trataba de una relación completa y radicalmente distinta.

Por de pronto, ésta ya no era una relación bilateral: individuo–individuo, o ayllu–ayllu.

Esta modalidad era, en realidad, una relación trilateral: kuraka1–ayllu–kuraka2.

En ella, sin embargo, la voluntad de los integrantes del ayllu no contaba. Voluntariamente, quizá en algunos casos, o en contra de su voluntad, sin duda la mayoría de las veces, los miembros del ayllu eran obligados a trabajar en beneficio de un tercero.

Los miembros del ayllu no actuaban pues como sujetos sino como objetos, cuyo valor equivalía a los beneficios que recibía el kuraka que los representaba. Y mientras que uno y otro kurakas obtenían beneficios –paga en el caso de uno, y realización material en el caso del otro–, el grupo humano que realizaba el trabajo no obtenía ninguno.

¿Cómo seguir sosteniendo que en ese caso había “reciprocidad”? Era, más bien, simple y llanamente, una relación comercial: un kuraka “alquilaba” la fuerza de trabajo del ayllu, pero no al ayllu mismo, sino al “dueño” del mismo. En esa relación, sin embargo, la mayor o menor importancia de los kurakas, o la mayor o menor urgencia de uno de ellos, determinaba no sólo el precio del servicio, sino, incluso, el tipo de relación que realmente se daba.

El precio que una de las partes tenía que pagar por la fuerza de trabajo de que disponía la otra, dependía fundamentalmente del factor “fuerza”. Ese monto o cantidad (tipo de mujeres, volumen de ropa, número y calidad de los objetos suntuarios, coca, etc.), dependía –según afirma Rostworowski–, de la fuerza de las partes. Mientras más débil era el que requería contar con la fuerza de trabajo, más alto era el precio que debía pagar. En el caso extremo inverso, por consiguiente, el precio era cero.

Así –afirma nuestra historiadora–, “es muy posible que cuando los gobernantes del Tahuantinsuyu acrecentaron su poder, encontraron en el mecanismo de la reciprocidad un estorbo y una demora para sus planes...”. Al parecer, pues –decimos–, eliminaron el pago al kuraka, aún cuando siguieron haciendo uso de la fuerza de trabajo del ayllu. En tal caso, la relación Inka–kuraka ya no era pues, ni lejanamente, de reciprocidad, sino simple y llanamente de dominación.

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