TAHUANTINSUYO: El cóndor herido de muerte  

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Alfonso Klauer

Más obras, más gasto improductivo

Pues bien, el sector social intermedio, a su turno, se alimentó con la producción de las tierras que se le asignaron y que les fueron trabajadas por yanaconas. Es posible imaginar, además, que éstos lo proveyeron también de piedras trabajadas y troncos para la construción de sus viviendas. Y –como está dicho–, este sector intermedio usufructuó también de buena porción de los botines de guerra.

Hasta aquí, pues, se ha mostrado que una parte de los ingresos económicos recaudados fue destinada al “consumo necesario” del sector intermedio, y al “consumo necesario y suntuoso” de la élite.

Y por lo demás, esos grupos y el conjunto de la población, pero por sobre todo la que vivía en las proximidades de los centros poblados más grandes, y en particular en torno al Cusco, usufructuaron de grandes presupuestos destinados a la celebración de diversas y fastuosas fiestas religiosas, cívicas y militares.

No obstante, quizá la inmensa mayor parte de la producción recaudada como tributos tuvo otros tres destinos: las obras públicas, la mita necesaria para erigirlas, y los gastos militares.

Al poner bajo su férula a muchos pueblos y territorios, el poder imperial se vio obligado a organizar la economía –producción de bienes y servicios, circulación y consumo de los mismos–, ya no pues sólo a nivel local y regional, sino a nivel andino –como anota Jurgen Golte–.

Así, el poder imperial, para satisfacer sus necesidades de abastecimiento, control, organización y administración, pero también para satisfacer sus exigencias religiosas, emprendió una larga serie de obras públicas: colcas o depósitos, tambos, llactas o edificios administrativos provinciales y sus correspondientes centros de residencia, palacios, templos, acllahuasis, puentes, caminos, etc.

Todas ellas, sin embargo, fueron realizadas con absoluta prescindencia de si eran o no de interés para los pueblos directamente involucrados en su ejecución o en su localización.

En opinión de Gasparini y Margolies, la mayor parte de los majestuosos edificios de piedra del Cusco fue erigida a partir del gobierno de Pachacútec, es decir, después de 1440 dC. La propia ciudadela de Machu Picchu –afirma Lumbreras 598–, habría sido construida también en el siglo XV –pero bien puede pensarse que, en realidad, habría sido ampliada, reacondicionada y embellecida a partir de esa fecha–.

A su turno, Vilcashuamán, en las proximidades de Ayacucho, Pachacámac, al sur de Lima, así como Cajamarca, fueron centros urbanos que merecieron atención y cuidado especial por encargo del poder imperial.

Se construyó, y quizá en algunos casos se reconstruyó, asentamientos para el control de los territorios conquistados en Carangue, Quito, Tumibamba, Cajas, Poechos, Leimebamba, Huamachuco, Huánuco, Bombón, Paramonga, Tarma, Jauja, Incahuasi, Huaytará, Pallasca, Chincha, Ollantaytambo, Ayaviri, Chucuito, Paria, Incarracay, etc. –según detalla Espinoza 599–.

Técnicamente magníficos fueron los canales, acueductos y sifones que –incluso funcionando algunos de ellos hoy mismo –llegaron a conocer los conquistadores españoles.

El cronista Ruiz de Arce, por ejemplo, quedó asombrado con el sistema de vasos comunicantes que proveía de agua a la fortaleza de Tumbes (de la que no quedan ni rastros).

A su turno, a través de un verdadero prodigio de ingeniería hidráulica, eran llenados de agua los hoyos del reloj solar del torreón de Moyocmarca, en Sacsahuamán: el líquido provenía de una cisterna subterránea situada a más de seis kilómetros de distancia.

En Marcahuamachuco, la ciudadela inka se abastecía de agua mediante un canal que recogía agua de los deshielos. Y en el Cusco, sendos canales que asombrosamente se cruzaban en el camino, abastecían de agua al Koricancha, uno, y al acllahuasi, el otro.

Al insurgir el Imperio Inka, el territorio andino contaba –tal como hemos visto–, con una infraestructura caminera realmente extraordinaria.

Era el fruto de centurias y milenios de trabajo de todos los pueblos que habría de terminar conquistando.

Sin embargo, en ése, como en casi todos los demás aspectos de la cultura andina, no es fácil determinar exactamente qué y cuánto ya existía –que, como supone Raúl Zamalloa, debió ser la mayor parte–; y, entonces, qué y cuánto fue aquello que se construyó durante la centuria de hegemonía inka.

Las primeras expediciones de conquista y el traslado de los correspondientes botines de guerra, se hicieron a través de los viejos caminos.

Pero cuando se conquistó más territorios fueron necesarias más unidades de ejército para dominarlos.

Sometidas más poblaciones, fueron más voluminosos los tributos que hubo que llevar al Cusco. Todo ello condujo entonces a la necesidad de empalmar, ampliar y mejorar los caminos existentes y emprender la construcción de otros.

Así, mediante dos grandes caminos troncales, resultaron finalmente unidas las distantes localidades entre Pasto y Maule. Cada uno de ellos sobrepasaba 5 000 kilómetros de longitud, y tanto como 6 metros de ancho. De ese modo –como constató el cronista Oviedo–, hasta seis caballos podían marchar uno al lado del otro.

Por lo demás, muros laterales, piedras y palos los señalizaban adecuadamente –según puede leerse en Valcárcel 604–. Por último, eran tan llanos, de tan poca pendiente, incluso en plena cordillera, que hubieran podido dejar circular una carreta –según afirmó el cronista Agustín de Zárate–.

Según el cronista Juan Botero, superaron a muchas construcciones egipcias y romanas.

Y –en la exagerada versión del alelado cronista Gutiérrez de Santa Clara–, fueron...

la mayor [obra] que se ha visto jamás en el mundo.

En la etapa de expansión imperial, cuando la exigencia de movilización de ejércitos y abastecimientos fue mayor, Huayna Cápac habría ordenado el rediseño de gran parte de la troncal cordillerana. Para ese efecto –en versión de Cieza de León y Garcilaso–, el Inka puso en acción a 200 mil hombres que tuvieron que ser alimentados por los pueblos por donde transcurría la obra.

Había, por cierto, grandes caminos transversales: de Tumbes a la cordillera; de Trujillo a Chachapoyas, pasando por Cajamarca; desde Paramonga a todo el Callejón de Huaylas; de Lima a Jauja, y; el que unía Pisco, Ayacucho y Cusco.

La red caminera central pudo tener más de 15 mil kilómetros. Y probablemente 40 mil a 50 mil kilómetros contando los innumerables caminos laterales, secundarios y terciarios, que unían a miles de pequeños asentamientos poblacionales.

Hablar de miles de pequeños asentamientos en el Perú agrario de las primeras décadas del siglo XVI no es ninguna exageración. En efecto, si asumimos: a) que a lo sumo el 5 % de la población residía en ciudades como Cusco, Huánuco Pampa o Marca Huamachuco, por ejemplo, y; b) un promedio de 750 habitantes para cada pequeño asentamiento poblado; se concluye que habrían existido casi 13000 de ellos.

Hoy en el Perú, no obstante, su número escasamente debe llegar a 4000. Dos han sido los más importantes fenómenos históricos causantes de esa drástica disminución: las “reducciones” o compulsivas concentraciones de población rural que inició el virrey Toledo en las últimás décadas del mismo siglo XVI, y la hipertrófica explosión de crecimiento urbano –y de Lima en particular– a que ha dado lugar el subdesarrollo en los últimos dos siglos.

El ostensible despoblamiento rural peruano es, muy probablemente, un fenómeno único en la historia de la humanidad. Y aun cuando sus consecuencias son gravísimas –porque entre otras retroalimenta el subdesarrollo –, nunca ha sido seriamente abordado por la ciencia y ni siquiera bosquejado. Pero menos todavía por el Estado y por los gobiernos que, por el contrario, con irresponsables políticas populistas, siguen exacerbando el centralismo.

Pero, en relación con los caminos andinos, no hubo sólo elogios generosos de parte de los cronistas. Algunos en efecto hicieron observaciones en contrario, aunque presumimos que sobre porciones de la red vial que no eran precisamente las que habían merecido las encendidas loas a que se ha hecho referencia.

Así, a partir de crónicas del siglo XVI, puede afirmarse que algunas –o muchas rutas –, “...ya se encontraban en mal estado pocos años después de producida la desaparición del Tawantinsuyu” –conforme suscribe Pease, que agrega –“y ello se debía sobre todo a que (...) el régimen colonial recién instalado no les prestó la atención acostubrada”.

Aún cuando la razón esgrimida por nuestro historiador es del todo cierta, no es objetivamente una razón suficiente.

En primer lugar, porque en los caminos andinos prehispánicos –como en los de hoy–, y específicamente aquellos que por centurias se forjaron por el tránsito peatonal consuetudinario, no se percibe un gran deterioro sino en décadas.

En segundo lugar, prescinde Pease de considerar que resulta inimaginable que el poder imperial inka se preocupara en mantener caminos durante los casi siete años que duró la “guerra civil” entre Huáscar y Atahualpa.

Y en tercer lugar, ¿por qué debemos seguir insistiendo en la presunción de que alguna vez el poder imperial se preocupó realmente en mantener los caminos secundarios, y el resto de la red caminera, si por ellos nunca transitó el grueso de los ejércitos y menos aún la comitiva real? ¿No es tiempo ya de que nos formulemos seriamente esa hipótesis? ¿Es tan difícil imaginar que mantener en buenas condiciones 40–50 mil kilómetros de vías en los Andes, supone un presupuesto gigantesco? ¿No es acaso esa misma la razón por la que la red vial peruana de hoy es francamente deplorable?

¿Por qué habría de gastar el poder imperial en ello una suma inconmensurable, si objetivamente no le iba a redituar ningún beneficio adicional, sino que, por el contrario, sólo beneficiaría a los hatunrunas? ¿Acaso no es obvio, por último, que cualquier egreso adicional sólo implicaría sacrificar los privilegios de la élite inka? ¿Podemos imaginarla adoptando esa decisión?

El mantenimiento, mejoramiento y construcción de puentes formó lógicamente parte de la misma preocupación. Para cruzar cauces estrechos se construyó puentes de piedra.

Incluso de piedra pulida, de manera tal que mostraban calzadas “muy bien hechas” –anota Del Busto–. Y para cubrir cauces o quebradas muy grandes, se fabricó puentes de mimbre tejido que llegaron a alcanzar hasta 120 metros de largo.

Complementariamente, el servicio de chasquis, la circulación de funcionarios, así como el desplazamiento de los ejércitos, impuso la construcción de innumerables aposentos en los caminos. Dichos tambos servían pues de alojamiento, pero también como despensa para los viajeros y sus animales, y además como arsenales.

Situados a distancias de 15–20 kilómetros uno de otro, habrían sumado, sólo en la red central, algo más de mil unidades. No obstante, el cronista Juan de Velasco estimó que había entre 9 mil y 12 mil establecimientos de ese género, la mayor parte de los cuales fueron trabajados en piedra.

Cientos de colcas, construidas por lo general también de piedra, sirvieron para reunir la producción transitoriamente excedentaria de alimentos, tejidos, etc.

En los caminos estaba prohibido el tránsito de los hatunrunas, salvo que estuvieran especialmente autorizados –expresa Del Busto–. Los mitimaes también estaban prohibidos de desplazarse sin autorización.

Los hatunrunas y mitimaes, acarreando a los tambos y colcas la producción que tributaban, sólo podían desplazarse, bajo pena de muerte, por los caminos y puentes que se les tenía señalado y en donde eran controlados –refiere una vez más Del Busto–.

Es decir, el hatunruna tenía restringido el uso de los caminos sólo para cuando, en condición de mitimae, era trasladado por orden imperial. O para cuando, como soldado, participaba en el ejército imperial. En otros términos, podía utilizarlos sólo y cuando, nuevamente, convenía a la élite imperial. O, si se prefiere, paradójicamente, sólo y cuando la orden tenía por objeto perjudicarlo.

El grupo hegemónico, en cambio, no tenía ninguna de esas restricciones, e incluso gozaba de privilegios en los caminos. Hay referencias, en efecto, de que en algunos lugares existían puentes paralelos, uno de los cuales era de uso exclusivo para los miembros de la élite –según da cuenta Rostworowski–.

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