TAHUANTINSUYO: El cóndor herido de muerte  

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Alfonso Klauer

Fuerzas sociales

En ese contexto –asumiendo que los recursos disponibles fuesen suficientes–, que un grupo social pudiera preservar o no sus intereses, y alcanzar o no sus objetivos, o, si se prefiere, que un grupo tuviera “éxito”, dependía de:

a) la magnitud de su propia fuerza;

b) la relación o proporción entre su fuerza y las restantes, y;

c) la estrategia que desplegaba el grupo para, acumulando cada vez mayor fuerza, lograr que la resultante –o correlación final de las fuerzas– le resulte favorable; esto es, de valor positivo y orientada en la dirección de sus objetivos.

¿Qué ocurría en ese sentido con cada una de las fuerzas sociales identificadas en el Imperio Inka? ¿Tenían todas valor positivo superior a cero? ¿En qué magnitud?

¿A qué grupos y por qué les resultaba favorable la correlación final de fuerzas? ¿Permitía la estrategia de cada grupo potenciar su fuerza y alterar la correlación final? El examen de la situación social del Imperio Inka no puede prescindir además de reiterar el énfasis en la presencia, singular e intensa, de diferencias, divergencias y contradicciones de carácter nacional.

Con centurias y milenios de vida independiente, cada pueblo se sabía diferente de los otros. El idioma, el territorio, el clima, sus comidas y bebidas, vestidos, artes, sus rezos, ritos y mitos, sus costumbres, prácticamente todo, distinguía y diferenciaba entre sí a los pueblos.

A su turno, los accidentes geográficos se encargaron de marcar aún más la separación y la diferenciación. La cadena de los Andes aisló a los pueblos amazónicos de los cordilleranos, y a ambos de los costeros. La mayoría eran sólo amazónicos, o sólo cordilleranos o sólo costeños. Téngase presente que, por excepción, sólo la nación kolla, y sólo en una parte de su historia, controló territorios de costa, cordillera y selva.

A las diferencias y divergencias que separaban anímicamente a los pueblos se agregaron sus confrontaciones. Sus ancestrales fronteras, en efecto, muchas veces se tiñeron de sangre en cruentas disputas territoriales con sus secuelas de resentimiento y dolor que difícilmente cicatrizaban en breves plazos.

Es decir, por milenarias y profundas causas, durante el Imperio Inka el poblador andino tuvo razones para anteponer su condición nacional a su condición social.

Así, por ejemplo, el hatunruna kolla, era y se sentía más kolla que hatunruna. Se identificaba más con el resto de los kollas que con el resto de los hatunrunas.

Y otro tanto ocurría con el hatunruna pasto, de Colombia. Con el cañari, el cayambi, el quito, el palto o el huancavilca, de Ecuador.

Con el tallán, el chimú, el lima, el cañete, el lunahuaná o el ica de la costa peruana.

Con el cajamarca, el chachapoya, el bracamoro, el conchuco, el huacrachuco, el huamachuco, el tarma, el huanca o el chanka de la cordillera. Con los múltiples antis de la Amazonía. Con el tucumán. de Argentina.

Con el mapocho de Chile. Y con el guaraní de Paraguay.

Por eso –como registra Kauffmann–, las rebeliones y sublevaciones contra el yugo del Imperio Inka expresaban más la aspiración de independencia de las naciones sojuzgadas, que la rebeldía de los estratos sociales dominados.

Los hombres y mujeres andinos que luchaban contra el imperio, peleaban y morían para impedir que se afecten sus intereses en cuanto miembros de un pueblo o una nación libre, con la que se identificaban, más que en tanto miembros de un estrato social, con cuyos restantes miembros –tras sólo un siglo de experiencia común–, era prematuro que se identificaran.

Hacia el siglo XVI, la historia andina había acumulado pruebas suficientes que demostraban que los pueblos eran capaces de conservar su identidad nacional a pesar, incluso, de ser sometidos a largos períodos de dominación.

El Imperio Wari, por ejemplo, con 500 años de hegemonía no fue capaz de erradicar los sentimientos nacionales de los pueblos andinos a los que sojuzgó, entre ellos por cierto al propio pueblo inka.

Mal podía entonces el Imperio Inka, en menos de un siglo, lograr un objetivo tan ambicioso como ése. Más aún si, como en muchos casos, ni siquiera fue un período continuo.

Porque en efecto muchos pueblos lograron interrumpirlo con fugaces pero exitosas rebeliones que revitalizaban el sentimiento de identidad nacional de sus integrantes.

El atomizado espectro de nacionalidades era particularente evidente en el vasto sector dominado de la sociedad imperial. Sobre todo entre hatunrunas, mitimaes y yanaconas.

Debe admitirse que ninguno de los dos grupos del sector dominado era internamente homogéneo. Eran pues, por el contrario, agregados heterogéneos de subgrupos nacionales, hatunrunas kollas, más hatunrunas cañaris, más hatunrunas chimú, etc., con sus respectivos subconjuntos de intereses y objetivos.

Con el tiempo, cada subgrupo nacional fue perdiendo sus posibilidades de actuación unitaria, porque la política de mitimaes impuesta por el poder imperial los había fraccionado y dispersado: hatunrunas kollas en Cusco, hatunrunas kollas en Huánuco, hatunrunas kollas en Tumibamba, etc.

En esas condiciones, los subgrupos nacionales se vieron obligados a utilizar gran parte de sus energías en tratar de conservar por lo menos sus intereses vitales: sobrevivir como individuos y, aunque dispersos, como nación.

Los que como mitimaes fueron desterrados a regiones remotas, no pudiendo ya defender sus tierras, tuvieron que intentar preservar aquello que pudieron llevar al destierro: idioma y religión; vestidos y cerámica; amor y lealtad por su tierra natal; sus mitos e historia; valores éticos y morales, etc.

Mientras estuvieron en esa situación, sus energías se agotaron en producir para subsistir, en laborar las tierras del Estado, en participar en las mitas que organizaba el poder imperial, en guerrear en la filas del ejército imperial, y en producir excedentes para tributar.

Y, de manera prudente, sigilosa y efectiva, en mantener su cultura nacional. Y lo lograron.

A pesar de los violentos y compulsivos métodos de integración social e inkaización cultural que impuso el imperio. En palabras de Rostworowski, “la integración del mundo andino nunca llegó a darse, siguió prevaleciendo el sentimiento local...”.

Es posible recrear la imagen de la composición social del Imperio Inka, con una variante gráfica que permite reflejar, con más fidelidad, lo que muy probablemente se dio en los Andes en los albores del siglo XVI.

El sector dominado no era pues un grupo homogéneo, con identidad de intereses. Era, más bien, un mosaico. Un agregado de muchos pequeños subgrupos. Suma de pequeñas fracciones. Adición de fuerzas sociales que, dispersas y atominadas por la política de mitimaes y yanaconaje, habían quedado reducidas a sus mínimos valores posibles.

Fuerzas sociales que se reducían aún más, neutralizándose por sus diferencias, divergencias y confrontaciones ancestrales.

Esto es, la fuerza del sector dominado, que potencialmente podía alcanzar a ser muy grande, en tanto agrupaba a nueve millones de personas, era, en la práctica, nula.

Mal podía, en esas condiciones de extremo fraccionamiento, potenciarse a partir de una unidad de mando que no era posible concretar, y tampoco a instancias de una estrategia de acumulación de fuerzas que tampoco era posible diseñar.

Con similares consideraciones puede estimarse la fuerza del grupo intermedio. Afectada por la división interna, su magnitud tampoco era grande. Sin embargo, algunos de los importantes objetivos de sus distintas fracciones eran concurrentes con los de la élite imperial. Y fue sobre la base de esos objetivos comunes que, tácitamente, quedó planteada una alianza con el grupo hegemónico.

Es decir, si bien el grupo intermedio por sí mismo no reunía fuerzas suficientes, la correlación final le resultaba favorable, si bien no en relación con todos sus objetivos, por lo menos sí respecto de algunos de ellos.

El espectro de fuerzas sociales mostraba por último una de grandes proporciones: la de la élite imperial inka. Corresponde sin embargo preguntarse por qué, siendo un grupo numéricamente casi insignificante, reunía una fuerza efectiva tan considerable. ¿Cuál era el sustento de esa gran fuerza? Sin duda, fundamentalmente, en el contral absoluto del Estado imperial. Es decir, en el manejo monopólico de la enorme y poderosísima institución que tenía las vitales funciones de soporte, vertebración, coordinación, ordenamiento, represión y decisión dentro del imperio.

El Estado imperial, en efecto, a través del ejército conquistó pueblos y naciones, controló territorios, debeló sublevaciones, reprimió alzamientos.

A través de la burocracia estableció unidad administrativa y funcional en el vasto y heterogéneo conglomerado social y productivo.

Por medio de funcionarios especializados organizó la producción y movilizó los excedentes.

A través de otros funcionarios especializados se legisló en todo orden de cosas, imponiéndose normas explícitas, pautas implícitas, premios y castigos, usos y costumbres, conceptos religiosos, etc.

Y a través de un conjunto aún más pequeño y excluyente de gente, tomó todas aquellas decisiones que afectaron a los millones de habitantes del imperio.

El élite imperial manejó sola el inmenso aparato estatal. Ciertamente, sus miembros eran una pequeña porción de aquél. Pero eran los que cumplían las funciones de más alta jerarquía adoptando las decisiones de mayor importancia y trascendencia.

Dentro de la propia élite inka, como se ha visto, distintas fracciones pugnaban por las posiciones de mayor jerarquía. Mas no compartían con ningún grupo ajeno las disputadas esferas de decisión.

En síntesis, la élite imperial inka, controlando monopólicamente el inmenso aparato estatal, aparecía frente al resto, por analogía, como un pequeño individuo provisto de un arma cuyo poderío ninguno discute.

No puede extrañar por ello que, en presencia de una sola gran fuerza, social haya correspondido a ella el proyecto histórico que se puso en práctica.

Sin embargo, con diversos actores en escena, el proyecto imperial inka fue una tarea colectiva. Si bien no todos actuaron en él por su propia voluntad, todos, en cambio, tuvieron asignado y cumplieron un guión. Siguieron una partitura.

O, si se prefiere, ejecutaron las tareas que, para tal efecto, había establecido un implícito manual de organización y funciones que, por cierto, había elaborado el director de escena: la élite imperial inka.

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