TAHUANTINSUYO: El cóndor herido de muerte  

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Alfonso Klauer

La pirámide social

Si como seguimos presumiendo, a fines del siglo XV el Imperio Inka tenía una población de diez millones de personas, es posible sintetizar la composición de su compleja estructura social con una distribución como la que –a título de hipótesis–, presentamos en el Cuadro N° 9. De ese modo, la representación gráfica de la pirámide social sería entonces muy similar a la que a su vez muestra el Gráfico N° 14, en la página siguiente.

Las cifras que se presenta no tienen otro objeto que mostrar probables –y muy verosímiles – órdenes de magnitud. Y en todo caso –como veremos– no son absolutamente arbitrarias.

Murra, por ejemplo, estima que puede suponerse la existencia de una población de yanaconas, “de 2 al 3 %, en la región cabecera de los lupaqa” y “mucho menor” en las provincias de ese grupo étnico altiplánico.

De allí seguramente que Pease habla de 1 % “en el caso de los lupaqa de Chucuito”, en la zona suroeste del lago. A partir de ese dato –que, dicho sea de paso, nunca ha cuestionado la historiografía tradicional–, estamos pues planteando que a nivel de todo el imperio la población yanacona fue del orden del 5%. Veamos porqué.

La asignación de yanaconas estuvo en directa relación con la actitud y conducta sumisa de los beneficiarios: a más sumisión y a mayor incondicionalidad, más yanaconas en premio.

En ese sentido, los lupaqas, como parte de la nación kolla, no estuvieron precisamente entre los más sumisos e incondicionales al poder imperial. Así, en el resto del territorio andino, los yanaconas entregados en premio debieron representar entonces porcentajes de 6–7 %, significativamente más altos que los que Murra estima para los lupaqas. El promedio total, pues, habría estado en torno al 5 %.

De otro lado, parece razonable estimar que los miembros de élite imperial –las familias o panacas cusqueñas emparentadas ascendente, descendente y colateralmente con el Inka– difícilmente sumaban más de 10 000 personas.

Parece también razonable asumir que el sector intermedio –jefes y oficiales del ejército, especialistas, administradores, etc.– pudieron alcanzar un número como el de 200 000 personas que, con sus familias, habrían compuesto un total como el que indicamos de un millón de personas, esto es, el 10 % de la población del imperio.

De haber sido así, resulta razonablemente consistente imaginar un promedio de 2 yanaconas por cada familia del sector intermedio.

Y hasta 50 yanaconas en promedio por cada núcleo familiar de la élite imperial.

Al final, pues, resulta una diferencia de 85 % de población, que no pertenecía a otro sector que al de los hatunrunas.

En mayor y menor escala, la élite y el grupo intermedio fueron los únicos beneficiarios del proyecto imperial. Es decir, y para cuando llegó el siglo XVI, aquél sólo reportaba beneficios a una de cada diez personas dentro del vasto imperio.

Entre la élite imperial y el grupo intermedio, sin embargo, no sólo había diferencias cuantitativas en relación con el goce de beneficios y privilegios. Una diferencia cualitativa era sustancial.

En efecto, contando con el Estado como el más importante de sus instrumentos, fue la élite la que –implícita pero realmente– diseño el proyecto imperial. Y lo impuso con una eficaz y exitosa estrategia –militar, política, económica y social– de acumulación de fuerzas.

De allí el carácter hegemónico de la élite: diseñó, impuso y mantuvo en vigencia “su” proyecto. Y mientras mantuviera esa condición hegemónica, el proyecto seguiría teniendo vigencia –o la perdería– en función de lo que la propia élite hiciera o dejara de hacer.

En cambio, el grupo intermedio, dominante –sobre el resto de la población– aunque no hegemónico, si bien se nutrió con beneficios y privilegios, no obtuvo los que seguramente hubiera querido asignarse, sino los que discrecionalmente le cedía la élite imperial.

Es decir, los beneficios del grupo intermedio no estaban en función de lo que él hiciera o dejara de hacer, sino de lo que hiciera o dejara de hacer la élite hegemónica.

Éste era un grupo independiente; el otro, en cambio, era dependiente. La fuerza social hegemónica “se” había fijado sus propios objetivos y los alcanzaba paulatina e incesantemente.

En cambio, la otra fuerza social, a pesar de tener sus propios objetivos, lograba sólo aquellos que “le” permitía alcanzar la élite imperial inka.

Para la inmensa masa de hatunrunas, mitimaes, yanaconas, acllas y piñas, el proyecto imperial, por el contrario, lesionaba seriamente sus intereses: atentó contra sus vidas, les arrebató sus territorios, les quitó sus hijas e hijos, les impuso a muchos un nuevo idioma, los dasarraigó y llevó a parajes desconocidos y hostiles, obligó a muchos al celibato forzoso, los obligó a aportar enormes tributos, etc.

A no menos de 9 millones de personas el proyecto imperial les resultaba objetiva e inexorablemente dañino. No era su proyecto.

Entre tanto, y mientras durase la marejada inka, el proyecto nacional de cada uno de los pueblos conquistados habría de permanecer “sumergido”. Por lo menos hasta que, eventualmente, un conjunto favorable de condiciones le permitiera aflorar nuevamente a la superficie.

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