TAHUANTINSUYO: El cóndor herido de muerte  

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Alfonso Klauer

Los yanaconas

Las guerras, en el mejor de los casos, significaron diferir la ejecución del proyecto nacional de los pueblos vencidos. Y, a nivel individual, una modificación radical del sistema de vida de aquellos que, como mitimaes, fueron forzados a realizar trabajos colectivos en beneficio del pueblo conquistador.

Sin embargo, en algún remoto momento de la historia de los pueblos andino algunos individuos fueron obligados a prestar a otro sus servicios personales.

Esos “servidores” pasaron a ser llamados “yanaconas” –o “yanacunas”–. Según Carolina Flores García, “los yanaconas parecieron originarse en la vieja Cultura Huari”.

Es decir –diremos preservando la lógica de nuestra exposición y la coherencia de su nomenclatura –, durante el Imperio Wari. Es más probable sin embargo que surgieran antes, ya fuera en Tiahuanaco o en Moche.

Quizá correspondió a los kurakas y a los mallkus –el equivalente de aquéllos en el aymara altiplánico–, ser los primeros en usufructuar el privilegio de contar con servidores personales.

Los yanaconas o “gentes de servicio”, “criados”, “ayudas” o “auxilios” 369 –como tradujeron los primeros cronistas–, habrían sido también, tal como ocurrió en otras latitudes, una consecuencia de las guerras –como con certeza sospecha Del Busto–.

En efecto, prisioneros de guerra e individuos rebeldes de los pueblos conquistados, arrancados de su territorio, fueron convertidos en yanaconas.

Afirma Murra que, “según la versión de la élite incaica, transmitida a los cronistas europeos, el origen de las poblaciones [de yanaconas] se remontaba a gente acusada de rebelde”–obviamente entre los pueblos conquistados–.

La historiadora Ella Dumbar Temple sostiene sin embargo que –rebeldes o no–, los yanaconas habrían sido “fruto de la tributación de los pueblos”. Mal podría negarse pues que, en definitiva, eran resultado de las guerras de conquista entre pueblos e incluso entre ayllus –porque es difícil imaginar que de otra manera se concretara tal forma de tributo.

La institución del yanaconaje –cuyo nombre primigenio desconocemos–, debió tener pues un origen bastante anterior al Tahuantinsuyo. Mas el nombre con el que se le conoce habría tomado forma durante éste.

“Tiene su origen histórico –dice Cossío del Pomar–en la sublevación de varios miles de indios en la villa de Yanacu.

Vencidos y condenados a muerte, la pena [fue] conmutada (...) por la de servidumbre perpetua de ellos y sus descendientes”.

Muchos debieron servir hasta el fin de sus días –afirman Espinoza y Burga–. Fueron los “criados perpetuos” de los que habla Cieza de León. Algunos de ellos –dice Burga– transfirieron el estigma de su despreciada condición a su descendencia o a una parte de ella.

Para éstos, yanaconas hijos de yanaconas, la guerra que habían perdido sus antepasados, aunque distante en el tiempo, seguía siendo la causa original de su penosa condición.

En los enfrentamientos entre ejércitos de pueblos numerosos, al multiplicarse el número de prisioneros, crecía la cantidad de hombres que quedaban en condición de yanaconas.

Así, a veces ayllus íntegros fueron convertidos en ayllus de yanaconas –asegura Espinoza–.

Con ello se crearon las condiciones para que, aparte del kuraka, otras personas adquirieran el privilegio de tener yanaconas a su servicio. Luego el beneficio se hizo extensivo a todos los miembros de la élite dominante.

Y más tarde a otros que, en mérito a acciones distinguidas, sin pertenecer al grupo dominante, se hicieron acreedores a ser considerados como tales.

De hecho, los yanaconas, conjuntamente con las mujeres, llamas, ropa, oro y plata, formaban parte del conjunto más codiciado de premios que repartía el poder hegemónico.

Éste reclutó como yanaconas para el servicio de la élite dominante, a hombres que procedían de todos los rincones del territorio imperial –afirma Espinoza–. La ciudad del Cusco “hervía de yanaconas” –sigue diciéndonos el mismo historiador–. O, recogiendo la expresión de un cronista –el padre Acosta–: era innumerable la multitud de vasallos.

Según Espinoza–y aun cuando el dato nos parece muy conservador– es posible que, en tiempos de Huayna Cápac, existiera en el Cusco hasta tres yanaconas por cada miembro de la élite dominante. Y, por cierto, estuvieron esparcidos además por el imperio acompañando a los miembros de la élite imperial destacados en las áreas dominadas, sea al servicio personal de éstos o trabajando las tierras de los mismos.

El yanacona, al servicio del poder imperial, del clero, o de la familia o individuo al que había sido asignado, podía tener obligaciones de agricultor, pastor, recolector de coca, minero, etc. Podía viajar a ejecutar tareas de intercambio de productos. Podía actuar en la construcción y mantenimiento de viviendas. En quehaceres domésticos, hilando, confeccionando telas, tejiendo, cocinando, lavando, cuidando niños. Podía servir como mensajero e, incluso, como espía.

Eran también destinados, según rituales propios del pueblo inka, a cuidar y reverenciar permanentemente momias de Inkas. Así como a cuidar armas; para hacer adornos de plumas, para extraer miel, para hacer colores y tinturas, para cuidar depósitos, para hacer sal, para capturar venados en las faenas de caza del Inka. También debían actuar como cargadores. Y como guardianes de las mujeres del Inka, etc. De todo ello y más da cuenta una relación recogida en 1549 en Huánuco.

Del Busto “malicia” que muchos yanaconas fueron obligados a mantenerse célibes, con miras a prestar un mejor servicio. ¿Acaso los yanaconas agricultores, o los cargadores, o los extractores de miel, por ejemplo? No, sin duda fueron víctimas del celibato compulsivo aquellos que fueron destinados a cuidar a las acllas –las muchachas vírgenes de cuyas vidas y destino disponía el Inka–, o a cuidar a las mujeres del mismo.

Por lo demás, una vez asignados al servicio de alguien, perdían para siempre el derecho a vincularse con su pueblo de origen –reconoce María Rostworowski–.

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