TAHUANTINSUYO: El cóndor herido de muerte  

Pulse aquí para acceder al índice general del libro.

En esta página web no están incluidos los gráficos, tablas, mapas imágenes y notas de la edición completa. Pulsando aquí puede acceder al texto completo del libro en formato PDF (201 páginas, 1.287 Kb)

Alfonso Klauer

Los mitimaes

Desde tiempos inmemoriales, las guerras de conquista tuvieron en el territorio andino graves consecuencias para los pueblos involucrados.

Unos y otros, vencedores y vencidos, por muerte en combate, perdían parte de su población. Penosamente, sin embargo, los pueblos derrotados y conquistados soportaban, además, las represalias del conquistador.

Los hombres y mujeres que caían prisioneros, eran sometidos, generalmente hasta el fin de sus vidas, –a trato esclavizante, dejando a sus descendientes muchas veces en esa misma situación.

Los más antiguos prisioneros de guerra se capturaron en algunos pueblos andinos, en el remoto período de agricultura incipiente, cuando se generalizó el recurso de la guerra para zanjar diferencias.

En otros casos –afirma Lumbreras–, como entre los habitantes del valle de Moche por ejemplo, la captura de prisioneros de guerra para colocarlos al servicio del vencedor, quedó diferida hasta que, habiendo ingresado a un desarrollo más avanzado, esos pueblos abandonaron el canibalismo.

En las tierras del conquistador, el prisionero de guerra era un “hombre traspuesto o mudado”. Era un “transportado o advenedizo”, “forastero o extranjero”. E, incluso, al cabo de varias generaciones, era un “extranjero hecho ya natural en algún pueblo”.

Es decir, al prisionero de guerra en las tierras del vencedor le corresponden todas y cada una de las connotaciones –transcritas en el párrafo precedente– que los cronistas Sarmiento de Gamboa, Garcilaso y fray Domingo de Santo Tomás atribuyeron al vocablo mitimae –también mitmac, mitmat, mithma y mithima y mitmaqkuna–. El prisionero de guerra debió ser, pues, el primer tipo de mitimae que apareció en los Andes.

Pero las guerras de conquista dieron origen también a un tráfico en sentido contrario.

En efecto, una vez conseguido el triunfo, el conquistador dejaba tropas de ocupación en los territorios conquistados.

Sus integrantes, en la perspectiva del pueblo dominado, eran también pues “hombres traspuestos o mudados”, “transportados o advenedizos”, “forasteros o extranjeros”. Y, por cierto, también en este caso, al cabo de varias generaciones, podían quedar convertidos en “extranjeros hechos naturales” del pueblo en el que se instalaron.

Es decir, desde el punto de vista de sus forzados anfitriones, los destacamentos residentes de los conquistadores también eran mitimaes.

Huamán Poma de Ayala, por ejemplo, refiriéndose a los españoles, afirmó enfáticamente: ...acá en este reyno son estranjeros, mitimaes.

Ciertamente, las guerras, en todas las latitudes de la Tierra, y con los nombres más diversos, generaron ambos tipos de mitimaes.

La conquista de España por los ejércitos imperiales de Roma supuso no sólo el estacionamiento de grandes destacamentos imperiales en la península, sino también la expulsión a lejanos confines de miles y miles de peninsulares.

Otro tanto hicieron más tarde los árabes al conquistar también España. Y –como nos lo recuerda Porras Barrenechea– la misma institución se dio, más antiguamente todavía, durante los imperios de Mesopotamia.

Durante el Imperio Inka los pueblos dominados contribuyeron a la consecusión de los objetivos del proyecto imperial con grandes contingentes de mitimaes que fueron trasladados al Cusco.

Los masivos desplazamientos cumplían distintas finalidades. Miles de chachapoyas, por ejemplo, fueron evacuados de sus tierras para minar su fuerza, neutralizar su rebeldía, y en represalia por su resistencia. Otro tanto ocurrió con los kollas –como afirma Hernández–. Y con paltos, cañaris y bracamoros que, conjuntamente y a las postrimerías del imperio, aportaron al Cusco un contingente de 15 000 personas.

El entorno inmediato de la capital imperial llegó a albergar probablemente a 100 mil mitimaes. Destacaban entre ellos, además de los ya nombrados, pastos colombianos, chilenos y quitos –según refiere el cronista Vásquez de Espinoza–. Pero también los siempre rebeldes huancavilcas ecuatorianos –como refieren Torero y Rostworowski–. Así como huancas. Además de icas, limas, chimú y otros.

La gran mayoría de los mitimaes llevados al Cusco realizó faenas agrícolas en tierras de la élite imperial. Sustituyeron a los campesinos inkas que habían pasado a cumplir tareas administrativas, o que habían sido destacados a otras regiones del imperio –como nos lo recuerda Espinoza–.

Sólo excepcionalmente, y en circunstancias especialísimas, los mitimaes no inkas recibieron encargos de confianza. Huáscar, por ejemplo, desconfiando de la fracción de la élite cusqueña con la que rivalizaba ya abiertamente, y considerando que los cañaris y chachapoyas, aparentemente domeñados al cabo de tres generaciones de destierro, le merecían suficiente confianza, se rodeó de ellos y les encargó su protección –indican Hernández y Rostworowski–.

En sentido contrario, el poder imperial destacó fuera del Cusco, como mitimaes, a miembros de su propio grupo. Durante la expansión imperial, cuando la élite sólo confiaba en sí misma –dice el cronista Bartolomé de Porras 304–, generalmente eran orejones inkas quienes administraban los territorios conquistados y dirigían las tropas de ocupación.

Entre los orejones inkas, la nominación como jefe de un territorio conquistado representaba usualmente un premio. Los premiados recibían honores, dádivas, objetos de lujo y mujeres en señal de aprecio y recompensa por su partida y alejamiento de la capital –afirma Cieza de León–.

Es presumible, sin embargo, que las disputas entre las fracciones de la élite inka dieran origen a que la fracción dominante de turno, sibilinamente, se deshiciera de algunos de sus competidores, temporalmente por lo menos, enviándolos a lejanos dominios.

Era el “exilio dorado” al que también habían recurrido los poderes de turno en Roma, y antes en Grecia –entre otras con la práctica del “ostracismo”–, para deshacerse de los rivales más incómodos.

La negativa que habrían dado algunos de los destinados al “exilio dorado”, permitiría entender porqué fue necesario cubrir vacantes con conspicuos kurakas de algunos pueblos dominados. Así, muchos de los que conformaron la subalterna y postiza élite de arribistas –a la que algunos autores denominan “incas de privilegio”–, ejercieron en tierras extranjeras la representación del poder imperial –afirma Espinoza–.

“Los mitimaes –dice Del Busto refiriéndose obvia y estrictamente a campesinos inkas –fueron grupos de Hatun Runas que (con sus familias, ganados, armas, herramientas y semillas) eran trasladados a una provincia recién conquistada...”. Y dejando sentada como verdad lo que a lo sumo no era sino la versión imperial, agrega: “se les enviaba para sembrar la paz y el orden mediante la implantación de las buenas costumbres...”.

El propio historiador, sin embargo, no tiene reparos en recoger, sólo líneas más adelante, las siguientes reveladoras expresiones del cronista Sarmiento de Gamboa en referencia a los mitimaes del pueblo inka: Dióles a éstos el Inka libertad y poder para que a todas horas pudiesen entrar en todas las casas de los naturales de los valles donde ellos estuviesen, de noche y de día, para que viesen lo que hacían o hablaban u ordenaban, y que todo avisasen al gobernador más cercano, para que así se supiese si algo se concertaba contra las cosas del Inka.

Así, los mitimaes del pueblo inka –como habíamos advertido páginas atrás–, también actuaron pues como espías y soplones.

Además de fungir como máximas autoridades, representanto al poder imperial en los territorios dominados, los mitimaes inkas partieron del Cusco a cumplir otras diversas funciones: administrativas –según Bartolomé de Porras–; ejercer control militar y neutralizar poblaciones rebeldes –afirma Murra–; quebrar resistencias en los pueblos recién conquistados –refiere Rostworowski–; constituir guarniciones de frontera –según el cronista Antonio de Herrera–; cuidar puentes –agrega Rostworowski; etc.

La presencia de estos guardianes ofrecía la seguridad sin la que –al decir de Toynbee–, “la más eficiente de las instalaciones físicas (caminos, puentes, puestos de relevo, etc.) no tendría uso práctico alguno para las autoridades imperiales”.

En la práctica, muchos de los mitimaes inkas operaron también como colonizadores.

Y todos, concientemente o no, como difusores de los más variados aspectos de su cultura: usos y costumbres, idioma, religión, etc.

Y, como en otras latitudes –recuerda una vez más Toynbee–, a través de los hijos tenidos en su relación con mujeres de los pueblos receptores, contribuyeron asimismo al mestizaje étnico.

La historiografía tradicional andina –respecto de los pueblos chavín, chanka o wari, e inka–, como la europea –respecto de los pueblos griego y romano–, y ambas –respecto de los conquistadores españoles–, han empleado miles de páginas y esfuerzo en ponderar la “difusión cultural” que llevaron a cabo las naciones imperiales.

¿Qué otra cultura sino la propia y única que conocían, podían difundir en los territorios conquistados los rústicos soldados y/o comerciantes de las naciones imperialistas? ¿Qué de ponderable tiene que un hombre haga lo único que sabe hacer?

¿Puede considerarse especialmente meritorio el mestizaje, sincretismo, integración u homogeneización cultural –e incluso étnica– que en mayor o menor medida logran concretar las naciones hegemónicas entre los pueblos que sojuzgan?

Son infinitas las evidencias de cuánto rechazo y desprecio pusieron de manifiesto los conquistadores –en todos los rincones del planeta– hacia todas las formas de mestizaje –sincretismo, integración y homogeneización – a que daba lugar con su actuación.

Es suficiente ese rechazo sistemático al mestizaje étnico y cultural como evidencia de que dicho logro no estaba entre sus objetivos; como evidencia de que, más allá de la voluntad de los conquistadores, les resultaba una desagradable “secuela” de sus conquistas.

Muy a su pesar, el mestizaje étnico y cultural era el inexorable precio que debían pagar a cambio de la riqueza usurpada a los pueblos conquistados, usurpación que sí estaba dentro de sus objetivos.

¿A título de que, pues, la historiografía tradicional sigue reivindicando para los conquistadores lo que éstos abiertamente siempre rechazaron? ¿Por qué ese empeño en lucir más papistas que el Papa? ¿Cuál el mérito de aquello que obtuvieron las naciones imperialistas como resultado inevitable e inexorable de sus conquistas?

En momento también remoto habían aparecido otras dos modalidades de mitimaes.

En efecto, no siempre entre los prisioneros de guerra que capturaba el conquistador estaban los especialistas o los hombres más capaces del pueblo conquistado. Y, a la inversa, las tropas enviadas a controlar el territorio anexado, necesariamente no eran las más adecuadas para asimilar los sofisticados conocimientos o técnicas que eventualmente poseían los vencidos.

Así, era menester trasladar, en ambas direcciones, contingentes de especialistas capaces de entenderse con sus pares. El objetivo, por cierto, no era buscar el beneficio mutuo.

Sino más bien, que el conquistador pudiera extraer y asimilar del vencido todo cuanto conocimiento convenía arrebatarle.

Prisioneros de guerra y especialistas, en dirección a las tierras del conquistador, y fuerzas de ocupación y especialistas de éste, en dirección a los territorios dominados, conformaban el cuadro amplio de mitimaes que había aparecido en los pueblos y naciones andinas ya durante el período preinkaico –como afirman Franklin Pease y Liliana Regalado–.

Relacionaban al pueblo hegemónico con los pueblos dominados. Así, como intercambio bidireccional, la institución de los mitimaes se mantuvo en los Andes durante muchos siglos, desde mucho antes incluso que surgiera el Imperio Inka.

En el Imperio Inka, los mitimaes especialistas de los pueblos dominados, según sus habilidades ancestrales, fueron asignados a distintas tareas: los kollas –afirma Gasparini–, llegaron al Cusco a tallar las piedras con que primorosamente construyeron muchas edificaciones durante la fase imperial; artesanos de diversa procedencia, pero quizá por sobre todo chimú, actuaron como orfebres, etc.

Y, en sentido contrario, el poder imperial envió también a sus especialistas al Altiplano a aprender las artes líticas de los kollas –como refiere Espinoza–; y seguramente también al territorio de los chimú a aprender las sofisticadas técnicas metalúrgicas de éstos, etc.

Con el advenimiento del Imperio Wari o, quizá sólo más tarde, bajo el Imperio Inka, se dio la migración de mitimaes en una segunda dirección: intercambiando contingentes entre distintos pueblos conquistados. Sin duda, siempre en función de los intereses del imperio de turno.

Poblaciones enteras fueron castigadas durante el Imperio Inka con traslados forzosos –afirma Del Busto–. El destierro podía durar muchos años e, incluso, afectar a varias generaciones –agrega el mismo historiador, que, no obstante, no duda en elogiar cuán “sabiamente” efectuó Pachacútec esa tarea–. Podían ser trasladadas miles de personas –afirma Cieza de León–, que quedaban obligadas a aprender la lengua del territorio donde eran destinadas –agrega Sarmiento de Gamboa–.

Los mitimaes –según Rostworowski–, tenían obligación de usar siempre los trajes típicos de su lugar de origen –pero no precisamente en señal de respeto del poder imperial a la cultura nacional del contingente desplazado–. No, la disposición tenía razones puramente pragmáticas: con ello se facilitaba el control censal y productivo; se simplificaba el trámite de identificación; y, por cierto, se minimizaba el riesgo de fuga.

Indistintamente fueron llevados desde y a los más diversos rincones del imperio. La orden de traslado podía hacerse como sanción.

En represalia por la conducta altiva. En respuesta a una rebelión, O, simplemente, podía corresponder a una medida de tipo administrativo. Sea para descongestionar algunos territorios, para ocupar áreas poco pobladas, o para llevar brazos allí donde hacía falta trabajadores agrícolas –como refiere Espinoza–. O para laborar tierras baldías, desarrollar áreas deshabitadas, o implementar colonizaciones –abunda Rostworowski–.

Contingentes de pueblos sumisos o pacíficos fueron llevados a residir con pueblos belicosos y rebeldes, y viceversa –afirma Valcárcel–.

Así, alentando compulsiva y denigrantemente el mestizaje, se buscaba minar las fuerzas e ímpetus de pueblos rebeldes y opositores, fortaleciendo a su vez las posibilidades de penetración y asimilación de la cultura dominante.

Por cierto algunos grupos fueron enviados a aprender oficios no desarrollados o poco desarrollados en su pueblo,Y, a la inversa, pequeños destacamentos de especialistas fueron transferidos a adiestrar gente de otras poblaciones.

Las gentes de los pueblos conquistados, sin ningún tipo de restricción –como veremos –, fueron desplazadas, de y hasta cualquier rincón del imperio. Tuviese o no el territorio de destino las características climáticas y ecológicas del lugar de origen.

Cieza de León y otros cronistas –sin duda inadvertidamente– contribuyeron a este respecto a una de las grandes idealizaciones sobre el Imperio Inka. Afirmaron, en efecto, que el imperio buscó que se respetaran las condiciones climáticas, a fin de favorecer la estadía y productividad de los trasladados.

Durante mucho tiempo se tuvo eso como verdad. Comprobaciones posteriores, sin embargo, han demostrado que en innumerables casos, eventualmente en la amplia mayoría, ello no fue cierto. He aquí magníficos ejemplos.

En los valles del Abancay y del Pachachaca, un área fría típicamente cordillerana a 2 400 m.s.n.m., en la vecindad del territorio del Cusco, para trabajar las tierras del pueblo inka fue ubicada una colonia multinacional de mitimaes –asevera Espinoza–. Estaba conformada, en efecto, por pobladores costeños y tropicales como los huancavilcas ecuatorianos y los tallanes, o simplemente costeños como los chimú e icas. Había, no obstante, también pobladores cordilleranos como los yauyos –de las inmediaciones de Lima– y los kollas. Constituían un grupo de 1 000 trabajadores que, con sus esposas e hijos, sumaban más de 5 000 personas –sigue diciendo Espinoza–.

A Cajamarca, zona también cordillerana, a 2 700 m.s.n.m., fueron llevados pobladores de la costa norte, muchos de los cuales eran específicamente chimú –afirma Rostworowski, pero además cañaris y kollas.

En Copacabana, en el Altiplano boliviano, a 3 800 m.s.n.m., entre mitimaes de 44 procedencias distintas, el padre Ramos Gavilán halló pastos colombianos, cañaris, cayambis y quitos ecuatorianos, chachapoyas, antis y mayos amazónicos, limas y chinchas costeños, huancas, chankas, canas, canchis cordilleranos, y pacajes, kollas y lupacas altiplánicos, etc.

A Cochabamba, en Bolivia, Huayna Cápac destacó 14 000 mitimaes –afirma Rostworowski–, que habrían llegado de las vecinas áreas del Titicaca y Charcas 338. Hacia Ayaviri, que por orden imperial y en represalia fue despoblada, fueron enviadas gentes de diversos pueblos. El valle de Cañete, despoblado también en castigo a la heroica resistencia de su pueblo, fue repartido entre chimú y chinchas.

Según Cieza de León, los chimú, entre ellos sus más calificados técnicos hidráulicos, fueron dispersados por todo el territorio andino. Se les trasladó, entre otras ubicaciones, a Cajamarca, Chincha, Lima, Cañete e Ica. Y desde sus cálidas tierras de la costa norte, a nivel del mar, la mayoría de sus mejores orfebres fueron llevados a trabajar a la capital imperial, a 3 400 m.s.n.m.

Mal puede decirse pues, como de manera imprecisa y ambigua se afirma en la Gran Historia del Perú, que los orfebres chimú “se afincaron en el Cuzco”. No, no se afincaron, sino los afincaron, que es muy distinto.

Los chinchas –dice a su vez Rostworowski–, vieron llegar a su valle mitimaes traídos de diversos confines. Y a su vez, los orfebres chinchas, especialistas en platería, también fueron llevados al Cusco. Kollas altiplánicos fueron llevados además a orillas del río Maule en Chile –dice Espinoza–. Y cayambis y paltos ecuatorianos, así como huaylas y chachapoyas, fueron trasladados a Huánuco, un área por cierto cordillerana.

Vilcashuamán, a 60 kilómetros al sur de Ayacucho, “construida íntegramente dentro de los esquemas urbanos del Cuzco” –afirma Pease–, contaba con una guarnición de 30 000 hombres –pero en Culturas Prehispánicas se habla de 40 000–. A este respecto, el cronista Sarmiento de Gamboa aseguró: Todos estos indios desta provincia son advenedizos y traspuestos por el Inka.

Desde las orillas del río Maule, en Chile, Huayna Cápac envió mitimaes al otro lado de la cordillera, para poblar en territorio argentino las provincias de La Plata –según manifiesta Cossío del Pomar–.

Muchas de las evidencias prueban pues, fehacientemente, que –como está dicho–, en la decisión imperial sobre el territorio de destino de los mitimaes de los pueblos dominados, sistemáticamente se obviaba tener en cuenta las características climático–ecológicas del área geográfica de origen.

No obstante, Del Busto no duda en seguir afirmando que a los mitimaes de los pueblos dominados “siempre se les destinaba a provincias de clima similar a la de origen”.

Atinamos a formular dos conjeturas: o virtualmente todas las fuentes que hemos citado contienen datos grotescamente falsos –lo que estimamos poco probable–; o nuestro historiador se resiste a reconocer las distintas características climáticas de la geografía peruana.

Difícilmente se dio el caso de que algún pueblo sólo recibiera mitimaes. O que, a la inversa, sólo los cediera. Es virtualmente seguro en cambio que –salvo aquellos que sufrieron la erradicación total de su población–, todos los demás pueblos dominados cedieran mitimaes y recibieran en su suelo jefes, administradores y tropa imperial inka, así como mitimaes de otros pueblos.

Es decir, en todos los pueblos se habría concretado una suerte de intercambio múltiple.

De allí las expresiones que formuló el padre Bernabé Cobo en el siglo XVII: ...diríase que estaban tan mezclados y revueltos los de distintas provincias, que apenas hay valle o pueblo en todo el Perú donde no hay algún ayllu y parcialidad de mitimaes.

Los mitimaes estaban prohibidos de abandonar la zona donde había sido ubicados.

La movilidad geográfica les estaba vedada –reconoce Murra–. Quienes para disimular su identidad o facilitar su fuga utilizaban por ejemplo un vestido distinto al típico de su pueblo, eran sometidos a severo castigo. La primera vez que un individuo fugaba era castigado sometiéndosele a distintos tormentos. Y la reincidencia fue penada con la muerte.

De otro lado, aunque compartieran el área asignada con mitimaes de otros pueblos, les estaba vedado casarse con personas que no fueran del suyo 356. Incluso –contra lo que muchas veces ha sostenido la historiografía tradicional –sus tradicionales prácticas religiosas les fueron combatidas–.

En síntesis, pues –como observa Emilio Choy–, el poder imperial tuvo derecho de vida y muerte sobre los mitimaes.

Los enormes costos del destierro compulsivo pueden identificarse como de dos tipos: materiales o tangibles y sicológicos o intangibles.

Los grupos que quedaban en sus tierras ancestrales perdieron a sus técnicos más calificados, a muchos de sus más experimentados agricultores y muchos de los más prometedores de sus jóvenes. Quizá nunca los vieron regresar. Y vieron llegar a su suelo a grupos extraños, con idioma diferente y usos y costumbres distintas.

Quienes partían debieron abandonar muchas de sus pertenencias, soportar largas y pesadas caminatas de traslado, edificar nuevamente sus viviendas, rehacerse de pertenencias, y adecuarse a un suelo y clima diferente y hasta hostil.

En el orden sicológico, todos sufrieron la pérdida de seres queridos, la restricción de alternar con sus nuevos vecinos, debieron soportar el combate de sus prácticas religiosas, y sufrir todo tipo de restricciones, humillaciones y castigos.

Es pues harto comprensible que el conjunto debió generar grandes niveles de descontento, insatisfacción y frustración.

Ello explica que, al momento de la conquista española, apenas dejó de tener vigencia el proyecto imperial inka, miles y miles de mitimaes, sintiéndose “libres”, actuando conforme a su voluntad y en procura de su propio beneficio, abandonaron su destierro y regresaron presurosos a sus tierras.

Así actuaron por ejemplo –asegura Espinoza–, los de la colonia múltiple de mitimaes que ocupó los valles del Pachachaca y Abancay. Y, en mayor o menor medida, los de todas las colonias de mitimaes esparcidas en el vasto territorio andino. A este respecto, el cronista Cristóbal de Mena registró que, a la muerte de Atahualpa: ...se fue cada uno a su tierra, que por fuerza eran tenidos allí los más...

Lejos pues estuvo la realidad de que –a decir de Del Busto –se cumpliera definitivamente el objetivo de la “sabia” política de transplantes poblacionales que implantó Pachacútec.

En efecto, según el cronista Sarmiento de Gamboa, el Inka había pretendido que esos mitimaes estuvieran: lejos unos de otros y cada uno tan lejos de su suelo, que no se pudiesen volver a él.

Si como hasta ahora se presume, los grupos de mitimaes no inkas tuvieron en la vecindad a mitimaes inkas que –según Del Busto –les enseñaron las leyes y costumbres inkas, las formas de trabajo y artes inkas y la lengua y la religión inka –cada lección más “buena” y “mejor” que la otra, debemos entender–, ¿por qué en la primera oportunidad en que se pudo, la inmensa mayoría de los grupos transplantados salió en estampida, de regreso a su tierra de origen? ¿Fue acaso por ingratitud o estupidez que los pueblos andinos rechazaron la “sabia” política imperial? ¿No son acaso pertinentes y relevantes ambas preguntas?

¿Será necesario argumentar mucho para entender que, allí donde algunos de nuestros historiadores han visto “sabiduría” no había sino el equivalente de la más nefasta “satrapía oriental”?

¿Y para entender que, sin excepción, los hombres y mujeres de los Andes que fueron compulsivamente transplantados, estaban absolutamente convencidos de que, a costa de los rigores y vejámenes a que eran sometidos, los únicos que obtenían beneficio eran los miembros de la élite imperial inka? ¿Y que esa es razón absolutamente suficiente para que consideraran profundamente injusto al imperio y lo rechazaran?

Grupo EUMEDNET de la Universidad de Málaga Mensajes cristianos

Venta, Reparación y Liberación de Teléfonos Móviles
Enciclopedia Virtual
Economistas Diccionarios Presentaciones multimedia y vídeos Manual Economía
Biblioteca Virtual
Libros Gratis Tesis Doctorales Textos de autores clásicos y grandes economistas
Revistas
Contribuciones a la Economía, Revista Académica Virtual
Contribuciones a las Ciencias Sociales
Observatorio de la Economía Latinoamericana
Revista Caribeña de las Ciencias Sociales
Revista Atlante. Cuadernos de Educación
Otras revistas

Servicios
Publicar sus textos Tienda virtual del grupo Eumednet Congresos Académicos - Inscripción - Solicitar Actas - Organizar un Simposio Crear una revista Novedades - Suscribirse al Boletín de Novedades