TAHUANTINSUYO: El cóndor herido de muerte  

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Alfonso Klauer

Huayna Cápac: el comienzo del fin

Todo parece indicar que ésas fueron más o menos las convulsionadas circunstancias en las que Huayna Cápac, en la última década del siglo XV, tomó las riendas del imperio. A estar por las cifras que puede deducirse, debió resignarse a centrar casi el íntegro de sus esfuerzos en controlar el inmenso territorio cuyo gobierno imperial había heredado de su padre y su abuelo. A duras penas habría logrado incrementar el territorio imperial en 50 000 Km2, esto es, a un ritmo promedio no mayor de 1 500 Km2 por año.

Nos ha sido posible llegar a todas estas gruesamente aproximadas cifras de expansión territorial, observando las versiones gráficas –o mapas– que ofrecen acreditados autores como Rostworowski, Espinoza y Rowe.

No obstante, esas tres versiones de la expansión territorial del Imperio Inka no son consistentes. Así, por ejemplo, en la versión que ofrece María Rostworowski, el amplio territorio que hoy ocupan los departamentos de Arequipa, Moquegua y Tacna (aprox. 100 000 Km2), habría sido conquistado durante el imperio de Pachacútec. En las versiones de Espinoza y Rowe, en cambio, ese territorio habría sido conquistado después, durante el gobierno de Túpac Yupanqui.

Estos dos autores, además, conceden a Huayna Cápac una contribución insignificante en la expansión imperial. Rostworowski, en cambio, le atribuye la conquista del enorme territorio que, desde el norte de Tumbes, abarca hasta Pasto, en Colombia.

Del Busto 265, por su parte, no ofrece una versión gráfica de la expansión imperial. Mas ella puede elaborarse a partir de la información que ofrece en su texto. Su versión es sustantivamente diferente a las de los tres autores antes mencionados. La primera e importante diferencia que salta a la vista es que Del Busto afirma que la conquista de la costa al oeste del Cusco (lo que hoy son los departamentos de Ica y Lima) fue la primera gran conquista expansiva. Los otros autores, en cambio –e incurriendo en lo que parece un sensible error– afirman que primero se conquistó la costa norte (de Lima a Tumbes).

No obstante –salvo que se nos demuestre lo contrario –, ninguna de esas distintas versiones del expansionismo imperial da pie para que cambie el perfil o la imagen histórica de conjunto que, sobre el Imperio y el imperialismo inka, venimos presentando en este texto.

Huayna Cápac –asegura Del Busto–, tuvo que hacer frente a un sinnúmero de rebeliones que sólo pudieron ser sofocadas a costa de esfuerzos abrumadores e inverosímiles marchas forzadas.

A ese respecto, muy probablemente la experiencia extrema fue la del destacamento militar que, desde Tumibamba (hoy Cuenca, en Ecuador), fue enviado al sur, a 4 000 kilómetros de distancia, a repeler un avance de guaraníes paraguayos que –según referencias del cronista Sarmiento de Gamboa–, había aniquilado la guarnición inka de frontera en Charcas (Bolivia).

De información que proporciona Medardo Purizaga –un biógrafo del Inka Huayna Cápac–, se puede componer el conjunto de las principales campañas militares que ordenó y que por lo general directamente comandó, porque –según afirma Rostworowski–, sólo en pocas ocasiones dejó el mando a alguno de sus generales.

Huayna Cápac hizo probablemente muy buena parte de esos extenuantes recorridos cargado en pesadas andas de oro, enriquecidas con esmeraldas y madreperlas.

Según parece, sólo habría sido de conquista la campaña militar en que llegó hasta Pasto. Las demás, o bien fueron de reconocimiento del territorio imperial, o campañas de reconquista.

Mucho más que su abuelo Pachacútec, y quizá más que su padre Túpac Yupanqui, Huayna Cápac recorrió de uno a otro los extremos del Tahuantinsuyo. Trajinó en efecto desde las orillas del Maule, en Chile, hasta Pasto, en el sur de Colombia. Esto es, casi el íntegro de los 5 500 kilómetros de longitud que alcanzó a tener el imperio en su máxima expansión. Pocos pues, como él, alcanzaron a valorar en su exacta dimensión las enormes dimensiones del territorio que sojuzgaba.

Y pocos como él, al cabo de tan prolongados, accidentados y extenuantes trotes, encontraron plenamente justificado dilatar su permanencia allí donde arribaba a un lejano extremo del imperio.

Ello contribuye a explicar en parte por qué por ejemplo el penúltimo viaje y estadía del Inka Huayna Cápac en la zona ecuatorial del imperio se prolongó por espacio de más de diez años –según refiere María Rostworowski–.

En 1523 –según afirma Cossío del Pomar–, hizo su último viaje al Cusco. Y luego, y hasta 1525 en que murió de “viruela y sarampión” –según anota Del Busto–, pasó los últimos meses de su existencia entre Quito y Cuenca (o Tumibamba). Pero fundamentalmente en esta última, que era, precisamente y por añadidura, la ciudad donde había nacido –conforme nos lo recuerdan Del Busto y Espinoza–.

A propósito de la o las enfermedades de las que habría muerto Huayna Cápac, debe recordarse que tanto la viruela como el sarampión fueron traídas a América por los conquistadores europeos. Según ha recopilado Marco de Antonio 276, la viruela habría llegado traída por un esclavo negro en 1520; y el sarampión, recién en 1531, traída por un expedicionario español. Es pues más probable que el Inka muriera sólo de viruela.

Las huestes europeas, no obstante, directamente asomaron por las costas del Perú recién en 1528. Sin embargo –según también muestra Del Busto–, Pizarro y Almagro ya habían empezado a recorrer el Pacífico, aunque todavía sólo las costas de Colombia, desde 1524.

En buena cuenta, la enfermedad que con tanto impacto contribuiría al genocidio en América, llegó al Inka transportada por informantes, espías y/o comerciantes con los que tuvo contacto, y que tan tempranamente debieron darle cuenta de la presencia de los extranjeros.

Esta razonable presunción abunda en la creciente sospecha de cuán huérfana asoma cada vez más la trillada y tradicional aseveración de que la presencia de los conquistadores españoles tomó totalmente por sorpresa a los pueblos de los Andes, incluyendo al siempre bien informado poder imperial inka.

Huayna Cápac, el tercer y último emperador del Tahuantinsuyo, habría nacido presumiblemente en torno a 1463 –según deducimos–. Ello ocurrió mientras su padre, Túpac Yupanqui, aún no como Inka, sino todavía como general en jefe de los ejércitos de Pachacútec, realizaba la primera conquista de Quito y todo el norte de Ecuador, viaje éste que, a su vez, lo tuvo alejado del Cusco algo más de seis años –según da cuenta Del Busto–.

Pretendiéndolo o no, con su larga permanencia final en Ecuador, Huayna Cápac y el grupo de la élite que lo acompañaba, habían empezado a crear, de hecho, dos centros político –administrativos para el gobierno del Tahuantinsuyo.

Y es que el Cusco, el originario y oficial centro del poder imperial, seguía albergando a la gran mayoría de los miembros de la élite inka y, en consecuencia, a la mayor parte de la alta burocracia imperial.

Mas para ese estadio de la historia del Tahuantinsuyo, tanto para una como para la otra fracción de la élite imperial, la distancia física que las separaba ya les resultaba enorme.

Por extraño y paradójico que parezca, no son frecuentes las referencias de los cronistas en relación con las grandes distancias dentro del Imperio Inka. De manera casi solitaria, en relación a la actitud de una parte de las huestes que dejó Huayna Cápac en Quito, y a las que habría ordenado retornar al Cusco, el cronista Antonio Herrera cita: ...sus capitanes se resistieron a emprender “tan largo viaje”...

No puede dejar de observarse cuánto habían cambiado con el tiempo las actitudes de la élite inka en torno a las “grandes distancias” dentro del imperio.

Al principio, cuando se trató de conquistar y sojuzgar grandes territorios para extraerles enormes cantidades de riqueza, nadie puso reparos en las “grandes distancias” que había que recorrer para lograr ese objetivo.

Pero décadas más tarde, cuando organizada y sistemáticamente unos territorios enviaban sus tributos al Cusco, y otros a Tumibamba, a los miembros de una y otra de las fracciones de la élite ya les resultaba penoso y se resistían a recorrer esas mismas distancias.

Simple y llanamente –como en su tiempo y espacio había ocurrido también con los romanos–, habían sido pues ganados por la molicie –la blandura, la comodidad fácil–.

No obstante, Cossío del Pomar formula una hipótesis diametralmente opuesta: “Ninguna nobleza estuvo sujeta a más dura disciplina y a normas más exigentes...”.

Mas si ello no es sino una imagen idílica, debió corresponder, a lo sumo, a las primeras décadas el imperio, cuando aún predominaba la euforia expansiva. Resulta sin embargo insostenible para la etapa postrera, cuando manifiestamente asomaban los síntomas del deterioro anímico y moral, anticipo de la debacle.

En ese contexto, puede presumirse –aunque con débiles indicios como sustento de la hipótesis –que a Huayna Cápac y al grupo de la élite que lo acompañaba en el norte, eventualmente los asaltó la idea de rediseñar legal y políticamente la administración imperial –como ocurrió en el Imperio Romano–, a fin de establecer formalmente dos centros de gobierno sobre sendos territorios.

Se cree –según muestra Cossío del Pomar –que el Inka pretendía que Atahualpa gobernase el norte del imperio, extendiéndolo además hasta Cundinamarca, donde dominaban los chibchas, 600 kilómetros al norte de Pasto.

La prolongada estadía de Huayna Cápac en el norte sólo reportó la conquista de los pastos, del área sur occidental de Colombia.

El grueso de sus preocupaciones estuvieron centradas, en cambio, en terminar de doblegar a los indómitos huancavilcas, paltos y cañaris, del espacio sur de Ecuador, y a los cayambis, quitos y carangues, del norte del mismo.

Fue –diríase–, una tarea interminable. Sólo pudo cumplirse a sangre y fuego. Así, en una de las últimas jornadas militares del ejército imperial, miles de cayambis tiñeron de sangre su último reducto: una laguna que, en adelante, quedó bautizada con el nombre de Yahuarcocha, “lago de sangre” –según refiere el cronista Sarmiento de Gamboa–.

De Tumbes a su extremo sur, el gigantesco imperio reunía 1 500 000 Km2 y aproximadamente a 9 millones de personas. No más de 200 000 Km2, y quizá no más de un millón de habitantes, se agrupaban en cambio en el extremo norte del imperio, en los territorios de Ecuador y el sur de Colombia.

La desproporción era evidente. Así, los triunfos en ese extremo norte deberían haber sido, por consiguiente, rápidos, resonantes y definitivos. No obstante, no hubo tales. Fueron más bien pírricos. ¿Se agigantaron tanto los aguerridos pueblos ecuatoriales? O, en su defecto, ¿qué empequeñeció el gigantesco ejército imperial?

Sin desconocer la titánica y heroica lucha de los pueblos ecuatoriales, es necesario, sin embargo, plantear hipótesis complementarias para explicar dichos paradójicos resultados militares.

Puede conjeturarse, por ejemplo, que con casi 100 años de estar en pie de guerra, primero contra el imperio y luego, paradójicamente también, arriesgando y dando la vida por él, los pueblos sometidos debían estar hartos de aportar soldados que morían por montones en una lucha en la que, sus deudos, no obtenían beneficio alguno, y de la que querrían estar cada vez más alejados.

Simone Waisbard recoge por ejemplo una versión del cronista Garci Diez de San Miguel, según la cual un kuraka kolla relató que, de 6 mil guerreros kollas enviados a Huayna Cápac para la conquista de los pueblos ecuatoriales, murieron 2 mil.

En ese contexto, la fobia contra el poder imperial inka, que en definitiva era la responsable de esos genocidios, debió alcanzar a millones de seres humanos en los Andes. O, si se prefiere, específicamente a los millones de familias de hatunrunas que, a través de la mita guerrera, fueron movilizados y obligados a guerrear a cambio de nada.

Asumiendo, por ejemplo, que el ejército imperial estuvo compuesto, como promedio anual, por 50 000 soldados, cada uno de los cuales prestó servicios por espacio de 2 años; asumiendo que las bajas fueron del orden del 30 %; y asumiento que esas condiciones se dieron durante 90 años; habrían estado entonces en el servicio activo del ejército imperial, y participado en las guerras, no menos de 3 millones de hombres –auxiliados por un número muy grande de mujeres–.

Siendo que el ejército imperial enfrentó, por lo general, a huestes menos numerosas, pero con muchísima mayor mortandad, puede entonces también admitirse que otros 2 millones estuvieron involucrados en guerra, pero contra el imperio.

La inmensa mayoría de los combatientes, quizá el 70 % de los 5 millones ya involucrados, se vieron obligados a servir tanto en uno como en otro ejército: primero contra el ejército imperial y, luego y a pesar de sí mismos, dentro sus filas.

Si nuestros cálculos con correctos, durante el siglo de vigencia del proyecto imperial inka, más de 1 500 000 hatunrunas habrían muerto en combate contra o como parte del ejército imperial.

La cifra resulta sencillamente espeluznante.

Y el daño que sólo por ese concepto infringió el imperialismo inka a los pueblos de los Andes, lisa y llanamente catastrófico.

No es difícil pues colegir que, al cabo de ese siglo de descomunal y demográficamente tan dañino esfuerzo bélico, las últimas mitas guerreras que convocó Huayna Cápac debieron tener poco éxito, huérfanas de hatunrunas que huían de esa leva compulsiva.

Según parece, fue en ese contexto que Huayna Cápac se vio obligado a convocar a “mercenarios” de toda laya, y a precios cada vez más altos.

La historiografía tradicional informa –como por ejemplo señala Waldemar Espinoza–, que mientras el resto del ayllu quedaba a cargo de su parcela, el soldado recibía en campaña abundantes raciones y diversos artículos de prestigio; asimismo premios por acciones distinguidas; y contaba con el derecho de participar del botín y saqueo de los pueblos vencidos. Y –como se ha visto anteriormente –, y siempre a costa del botín de guerra, jefes y oficiales recibían fardos de ropa, vajillas de oro y plata, joyas, ganado, mujeres, e incluso tierras.

Pues bien, aunque resulte de perogrullo, debe destacarse aquí que todas y cada una de esas recompensas de otorgaban “después de la batalla”, y siempre, claro está, que ella hubiese sido ganada.

Es obvio sin embargo –aunque no lo precisa la historiografía tradicional–, que todo ello debió corresponder a las primeras décadas del proceso de expansión imperial, cuando se conquistó pueblos y naciones que, como los icas, chimú, cajamarcas o huancas por ejemplo, debieron proporcionar grandes y riquísimos botines de guerra, fruto de siglos de explotación de sus no menos ricos y productivos grandes valles.

Mas –siendo coherentes con las evidencias arqueológicas del escaso desarrollo de los pueblos norecuatoriales o del norte de Chile–, resulta inimaginable que grandes y generosos botines de guerra hubiesen sido obtenidos en las campaña de conquista de esos territorios.

Pero, menos aún, en las campañas de reconquista que tuvo que realizar Huayna Cápac para sofocar las rebeliones de los también poco desarrollados huancavilcas, de la costa de Guayaquil; paltos, cañaris y cayambis, de las inmediaciones de Tumibamba (Cuenca); quitos de la zona cordillerana central de Ecuador; y carangues o caraques, del área costera al norte de Guayaquil.

Porque si algún discreto botín material se extrajo a estos pueblos, ello se había logrado, décadas antes, durante las campañas de conquista que había llevado a cabo Túpac Yupanqui.

Sin duda, en las campañas de Huayna Cápac para la reconquista de esos territorios ecuatoriales, los botines y sanciones de represalia estuvieron constituidos casi exclusivamente por las mujeres de esos pueblos que fueron regaladas a soldados, y sobre todo a los oficiales y jefes del ejército imperial.

No obstante –y como veremos–, hay razones para sospechar que, no siendo pobre dicha recompensa, resultaba ya frustrante para los combatientes en las postrimerías del siglo XV. Y, sobre todo y en particular, para los altos mandos militares.

Quizá la menguante disponibilidad de hombres para el ejército imperial contribuye a explicar el drástico cambio de conducta que se dio a través del tiempo entre los altos jefes del ejército imperial.

En efecto, en los inicios del proceso de expansión imperial, las recompensas militares se otorgaban al cabo de los combates.

Con Huayna Cápac en cambio, antes del combate, por adelantado, e independientemente de si se obtenía o no el triunfo, los generales exigían lo que hoy llamaríamos los “estipendios pactados”.

Hay cuando menos una sólida evidencia de ese franco deterioro político, anímico y moral. En efecto, el célebre cronista Sarmiento de Gamboa refiere lo siguiente: ...enfrentando a los cayambis Huayna Cápac perdió mucha gente. Regresó a Tumibamba para recomponer su ejército y volver sobre aquéllos. Entretanto, varios orejones o jefes militares cusqueños, enemistados con el Inka, determinaron abandonarlo y regresar al Cusco con las huestes que comandaban. Mas el Inka logró detenerlos a cambio de mucha ropa, comida y otras riquezas, y formó un buen ejército.

Comentando ese incidente, el historiador John Murra yerra cuando presenta el hecho como “una rebelión de los parientes reales”. No, no fue una rebelión –principista e irreductible –que debía ser debelada a sangre y fuego. Fue lisa y llanamente una extorsión en la que, por añadidura, los “mercenarios” exigieron el pago por adelantado.

Aparentemente en referencia al mismo incidente, María Rostworowski expresa que, enfrascado en guerra contra los cayambis del norte, Huayna Cápac, “necesitado de refuerzos y por la premura del tiempo, ordenó entrar en la batalla al ejército recién llegado del sur, comandado por generales deudos suyos, prescindiendo del ritual de la reciprocidad, y de la solicitud de las dádivas.

Muy enojados, el general en jefe, Michicuacamayta, y los Orejones que le acompañaban, (...) emprendieron el camino de retorno al Cusco. El soberano, enterado de la deserción de los Orejones, envió tras ellos a sus emisarios cargados de grandes regalos, ropa y comida. Satisfechos los señores con tantas mercedes, volvieron al lado del Inca y pelearon valerosamente”.

En el último capítulo de este libro, extensamente veremos que es un gravísimo error de análisis e interpretación histórica, seguir denominando “reciprocidad” a ese grotesco y vulgar chantaje, absolutamente reñido con los originales y más prístinos fundamentos de la ancestral práctica andina de cooperación recíproca, libre y equitativamente benéfica.

No se debe seguir persistiendo en el error.

Y si se estima que el nombre “mercenarios” no es el que en rigor correspondería a esos generales orejones –que bien podrían ser denominados por ejemplo “tratantes de combatientes esclavos”–, téngase la certeza de que menos aún corresponde el de “reciprocidad” a aquella relación “Inka–soldados–orejones –víctimas”.

Resulta evidente que, hacia las postrimerías del Tahuantinsuyo, el poder imperial inka había desatado y exacerbado la venalidad, el arribismo y la inescrupulosidad en gran parte del mundo andino, pero sobre todo en el demográficamente reducido sector dominante del imperio.

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