TAHUANTINSUYO: El cóndor herido de muerte  

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Alfonso Klauer

Cañete y Chimú: una gran lección de la historia

Al comenzar el siglo XV, cuando en el sur cordillerano se inició la expansión imperial inka, en la costa norte el Imperio Chimú había logrado alcanzar la que llegó a ser su máxima expansión territorial.

Sus predios, sobre 15 valles costeños, abarcaban desde Tumbes hasta parte del territorio norte del pueblo lima. Los 150 000 Km2 de sus dominios albergaban una población de probablemente 3 millones de personas, y una riqueza agrícola y metalúrgica inestimable.

El padre Miguel Cabello Balboa, recogió en sus crónicas que la conquista inka del Imperio Chimú se habría concretado hacia 1462 dC –es decir, sólo 70 años antes de la conquista española–. Barraclough, a partir de otras fuentes, señala en cambio que habría ocurrido en 1476.

De haber sido en la primera fecha, correspondió a la última década del gobierno de Pachacútec, pero durante la cual el principal estratega militar fue su hijo Túpac Yupanqui.

Y de haberse dado en la segunda fecha, fue pues durante el primer lustro del gobierno de éste último. Pero en todo caso, 24 o 38 años, después de haberse iniciado la hegemonía inka en los Andes.

Parece evidente entonces que, antes de lanzarse a la que a la postre fue su más grande e importante conquista, los estrategas inkas habrían reunido información suficiente y confiable en relación con el Imperio Chimú.

No sólo pues militar y política, sino entre otras, en referencia la riqueza de que estaba rodeada la élite chimú.

Y parece evidente también, entonces, que prepararon adecuadamente los planes para capturar el “enorme botín llevado al Cuzco”, que –según debieron ser muy concientes– habría de cambiar sus vidas. Al respecto Cabello Balboa indica:

Del oro y plata que [el Inka] trajo de ese viaje, mandó hacer (...) la estatua del Sol y la de Ticciviracocha y la de Mama Ocllo (...) y también se hizo la cinta de oro que estaba en [el templo de] Koricancha, y quedó otra mucha hacienda en [el] erario (...) con que se hizo el Cuzco tan rico...

Muchos historiadores comparten la idea de que la élite imperial inka cambió radicalmente algunos de sus usos y costumbres al entrar en contacto con la élite chimú. Aquélla habría abandonado su rusticidad y asumido el lujo y suntuosidad, y la magnificencia que vieron y aprendieron de ésta.

No obstante, aceptando dicha propuesta, queda todavía pendiente de sólida respuesta una pregunta importante –que por lo general ha obviado de enfrentar la historiografía tradicional:

a) ¿el que resultó el gigantesco botín chimú fue un hallazgo inesperado para los estrategas inkas?

b) ¿O, por el contrario –y como postulamos –, a sabiendas de su existencia, y del uso que podrían darle, se prepararon paciente y convenientemente para conquistarlo?

Tiempo hacía que la conquista de ese territorio estaba en los planes guerreros de los estrategas inkas –afirma casi solitariamente Cossío del Pomar–. Antes de la conquista del “Señorío del Gran Chimú” –como refieren los cronistas que se le denominaba entonces –, ya Túpac Yupanqui había oído hablar de que era una nación bastante poblada y rica en oro, y “a la que los comerciantes llegaban en grandes balsas con mástiles y velas” –agrega el historiador–.

En consistencia con esas casi únicas referencias, la coherencia de los hechos y acciones militares relacionadas con la conquista del Imperio Chimú, sugiere conceder mayor verosimilitud a la segunda propuesta, y es ésta pues la hipótesis que asumimos.

La secuencia cronológica de las sucesivas campañas militares del ejército imperial ha sido presentada por los cronistas con innumerables discrepancias, de las que, en gran parte, se hayan hecho eco también los historiadores.

Por ejemplo, tras las acciones que permitieron derrotar a los chankas, Kauffmann y Pease sostienen que se llevó a cabo la conquista del Altiplano, y sólo después la conquista de la costa. Del Busto, en cambio, registra primero la conquista de la costa, y a continuación la conquista del Altiplano.

Si, hipotéticamente, se partiera del supuesto de que la materialización del Imperio Inka estaba “predestinada”, no importaría la secuencia de las campañas, porque igualmente las habría ganado. Mas esta hipótesis no tiene el más mínimo sustento científico.

Y si se asumiera, una vez más hipotéticamente, que el argumento decisivo para el triunfo militar fue siempre la abrumadora mayoría de fuerzas que colocó en batalla el poder imperial, seguiría teniendo escasa importancia desentrañar la secuencia en que efectivamente se llevaron a cabo las conquistas. En cualquier orden igualmente las habría ganado.

Una tercera hipótesis, sin embargo –bastante más realista, y en consonancia con la bien conocida experiencia histórica de otras latitudes– es que el conjunto de exitosas campañas militares fue el resultado de una también exitosa estrategia previa, en la que consistentemente su buscó una cada vez mayor acumulación de fuerzas.

Esa estrategia previa, lógicamente, habría incluido la correcta y precisa evaluación de los aspectos –económicos, sociales, militares etc.–, fuertes y débiles, de cada uno de sus futuros rivales; y habría diseñado las alianzas que se preconizaría para derrotar a terceros –alianzas que, concientemente o no, se habrían postulado a partir de la existencia de intereses comunes–; y habría previsto también las probables alianzas a enfrentar –y que también habrían partido del reconocimiento de la existencia de intereses comunes entre las partes involucradas–.

Es decir, en esta última hipótesis, y a diferencia de las anteriores, la cronología precisa de las campañas permitiría deducir, con gran verosimilitud, cuál fue efectivamente la estrategia político–militar del poder imperial inka. Y, por añadidura, de contarse con la información que sirvió para elaborar esa estrategia –como se cuenta por boca de Julio César para el caso de la experiencia romana–, ella habría ofrecido un valioso conjunto de datos sobre la realidad imperante en los Andes en los siglos XII, XIII y XIV, de la que hoy en gran parte se adolece.

Pues bien, después de derrotar a los chankas, una gran expedición militar, que se prolongó por varios años, permitió al ejército imperial inka derrotar y conquistar, al oeste del Cusco, a soras y lucanas, pueblos también ayacuchanos del sur del río Pampas, y, a continuación, descendiendo a la costa por Puquio, dominar y someter sucesivamente Nazca, Chincha, Cañete, Mala, Chilca, Pachacámac y el valle del Rímac. En esta campaña, finalmente, fueron conquistados los valles de Chancay y Huaral, al norte de Lima.

Es decir, en esta última acción, el ejército imperial inka incursionó en las ancestrales tierras del pueblo lima que –como una serie de hechos parece sugerir–, eran también ambicionadas por el fronterizo Imperio Chimú.

Como parte de esa gran campaña costera fue pues vencida la agigantada y heroica resistencia del pueblo cañete. Éstos, posesionados de un solo valle, con poco más de 5 000 Km2 de territorio, y una población que podría estimarse entre 100–150 mil personas, durante varios años –4 según se lee en Culturas Prehispánicas 215a– resistieron militarmente con éxito la feroz embestida del ejército imperial inka.

Todo parece indicar que a los ejércitos imperiales inkas les resultó bastante más fácil, rápida y menos costosa la conquista del inmenso y ambicionado territorio del Imperio Chimú, que la del pequeñísimo territorio de Cañete.

El contraste resulta patético. ¿Es posible acaso postular alguna explicación a tan grande contrasentido? ¿Hubo, por ejemplo, en descargo de los estrategas chimú, una acción sorpresiva de los ejércitos del creciente Imperio Inka?

Parece, más bien, que no hubo tal sorpresa.

Si las cifras y el gráfico bastaran para expresar objetivamente las fuerzas de ambos pueblos, no cabría duda en afirmar que el Imperio Chimú era inmensamente más fuerte que el pueblo cañete. De modo que, si éste fue capaz de resistir militarmente con éxito durante por lo menos 3 años –como refiere María Rostworowski–, aquél bien podría haber resistido mucho más. Quizá hasta podría haber impedido el triunfo del agresor. E, incluso, eventualmente, hubiera podido derrotar a los ejércitos invasores inkas, de la misma manera como los propios inkas, décadas atrás, habían superado con éxito al invasor ejército chanka. Sin embargo, nada de ello ocurrió.

No debe ser una simple casualidad que –allí donde excepcionalmente no se obvia tan importante tema–, sea breve, diríase lacónica, la información que se ofrece sobre la resistencia, derrota y conquista del Imperio Chimú. En correspondencia, no deja de ser sintomático que –aunque sólo en algunos pocos textos–, se dedique a la resistencia chimú la mitad del espacio dedicado a la resistencia cañete.

Ni habría sido un hecho fortuito que la primera gran campaña inka a la costa se detuviera en Huaral, sin invadir todavía los dominios del Imperio Chimú. Llegando a Huaral y deteniéndose allí, se habría alcanzado el objetivo previsto para la campaña. Cruzar la frontera, avanzar hacia el norte, internándose en posesiones del Imperio Chimú, habría significado vulnerar la estrategia de campaña en lo que era muy estricto el estado mayor inka.

En prueba de esa férrea disciplina estratégica, basta decir que Cápac Yupanqui, el reputado general inka que condujo el primer ejército que asomó en Chincha, el mismo que más tarde había llegado hasta Huaral, y que posteriormente condujo exitosamente a los ejércitos imperiales contra la alianza de los chimú y cajamarcas, precisamente al concluir esta última campaña fue condenado a muerte, entre otros cargos –afirma Rostworowski–, “por haber trasgredido las instrucciones recibidas”.

Algunos cronistas reducen las razones de la condena a muerte del general Cápac Yupanqui a que Pachacútec habría actuado cegado por subalternos sentimientos de celos y envidia e, incluso, temiendo ver en peligro su hegemonía.

Las acciones militares de esa larga campaña, desde el Cusco hasta Huaral, alcanzaron, sin duda, una gran envergadura. Si antes de que el ejército imperial inka llegara hasta allí, los estrategas chimú aún no se habían enterado de la amenaza inka –lo que por cierto consideramos muy poco probable, dado el eficiente sistema defensivo y de chasquis con que desde remotas épocas contaban los chimú –, allí si tomaron nota de la gravísima amenaza y, sin duda, comenzaron a preparar su estrategia de defensa. A partir de entonces, y en descargo de cualquier eventual desenlace desfavorable, no podrían esgrimir ya que fueron atacados por sorpresa.

Una acción posterior del ejército imperial inka, esta vez por la cordillera, contribuye a suponer la existencia previa de un meticuloso trabajo de inteligencia y de planeamiento.

Dicha campaña permitió, en efecto, conquistar progresivamente Vilcashuamán, Jauja, Tarma, Huánuco y Conchucos para, por último, llegar a Cajamarca. Alcanzar este último objetivo militar no habría constituido tampoco, entonces, un hecho aislado y azaroso.

Resulta evidente que la campaña de la costa, primero, y la campaña por la cordillera, después, apuntaban a un objetivo estratégico muy claro: conquistar el Imperio Chimú.

Controlando de esa manera el territorio, por la costa hasta Huaral, y por la cordillera hasta Cajamarca, se ejecutó un gigantesa y mortífera “tenaza”.

En esas circunstancias, el territorio de Cajamarca –no sólo la ciudad–, adquiría una importancia defensiva enorme para los chimú.

Esto explica la alianza que, no por casualidad entonces, éstos concretaron con los cajamarcas –como refieren Rostworowski y Del Busto–. Y allí, conjuntamente, esperaron a los ejércitos del invasor. Sin embargo, su acertada alianza táctica no fue suficiente para que evitaran la derrota.

Por otro lado, el hecho de que la primera confrontación entre los ejércitos imperiales chimú e inka se diera en la cordillera, no puede considerarse tampoco un hecho casual y menos un dato accesorio. Todo parece indicar, por el contrario, que los estrategas inkas quisieron tenerla allí, evitando tenerla en la costa que era, precisamente, el hábitat natural de los chimú.

Habiendo conocido la costa en la reciente campaña hasta Huaral, no sólo les resultaba extraña, sino que, para la mayoría de los soldados del ejército imperial inka, era un ambiente hostil. El húmedo clima costeño difería en mucho del seco clima cordillerano. La escasez y distanciamiento de las fuentes de agua dulce, separadas además por calurosos, agotadores y difícilmente transitables desiertos, contrastaba con la habitual abundancia y proximidad con que se disponía de este indispensable recurso en la cordillera.

Guerrear en la costa, habría significado para los estrategas inkas, con torpeza inexcusable y de manera contraproducente, conceder ventaja al enemigo que, justamente, se estaba tratando de conquistar.

La larga marcha de más de 1 500 kilómetros por la cordillera buscó, por el contrario, atraer hacia las alturas a sus enemigos. El desplazamiento del grueso del ejército imperial inka por la cordillera obligó al ejército imperial chimú a subir a 2 700 metros sobre el nivel del mar para, entre otros objetivos, defender la cabecera del río Moche.

Así, inversamente a lo que hubiera ocurrido en la costa, cuando en el territorio de Cajamarca llegó el momento del enfrentamiento, los costeños, es decir, la mayoría de quienes defendían sus posiciones, lo hacían en terreno y clima que les eran extraños. Y los invasores, en cambio, estaban en un hábitat que les resultaba muy familiar.

Los estrategas inkas, pues, no sólo no concedieron ninguna ventaja táctica ni estratégica, sino que, hábilmente, obligaron a sus adversarios a sacrificar las suyas.

Más aún, con la colaboración de espías y comerciantes, y del pueblo lima –que odiaba a sus agresores chimú–, los servicios de inteligencia inka quizá también habían alcanzado a saber –desde su estacionamiento en Huaral –, de la existencia de grandes fortificaciones chimú en la costa: la fortaleza de Paramonga, y la gigantesca y fortificada muralla de Mayao, en el valle del Santa. Ésta era una enorme muralla de adobe de 66 kilómetros de largo, con una altura promedio de 3 metros, en la que estaban apostadas 14 guarniciones o fuertes militares.

Es decir, llegando por la costa y desde el sur, el incierto ingreso a Chan Chan habría significado no sólo un agotador esfuerzo contra la adversa naturaleza, sino que habría sido costosísimo en términos de las bajas militares que habría ocasionado. Por el norte, en cambio, las defensas se reducían al entorno inmediato de Chan Chan.

Llegar a Cajamarca y bajar desde la cordillera, controlando además el cauce del río que abastecía de agua a Chan Chan, era un viaje efectivamente largo, pero en terreno climática y altitudinalmente familiar y, entonces, con mayores posibilidades de éxito.

El ejército imperial inka derrotó a los aliados en Cajamarca. Y, de bajada, persiguió a las huestes chimú hasta la costa siguiendo el cauce del río Moche. Al final, en precipitada acción, parte de las fuerzas chimú se encerraron a resistir en la amurallada ciudad de Chan Chan –refiere el cronista Cabello Valboa–.

Y, tal como virtualmente había estado previsto, el ejército invasor cortó el abastecimiento de agua a la ciudad.

De la lectura de algunas crónicas, queda la sensación de que esa operación táctica se produjo, más bien, con ocasión de la reconquista que, años más tarde, se vio obligado a realizar el ejército imperial inka.

En todo caso, es evidente que la conquista inicial del Imperio Chimú no se decidió, precisamente, con esa operación. Su suerte quedó echada en Cajamarca.

El sensacional, meticuloso y pacientemente desarrollado triunfo militar, amplió de manera considerable el territorio del creciente Imperio Inka; y de manera también significativa la riqueza de que dispuso la élite imperial.

Las grandes distancias recorridas, el vasto despliegue de fuerzas y el laborioso y lúcido plan diseñado para la conquista del Imperio Chimú, dejan bien disimulado y hasta oculto un aspecto que merece ser destacado.

Veamos.

El esfuerzo de conquista que realizó el ejército imperial inka fue, qué duda cabe, muy grande. Al fin y al cabo, tuvo prácticamente que rodear un territorio de 150 mil kilómetros cuadrados, 30 veces más grande que el que se conquistó a los cañete.

¿Enfrentó acaso el ejército imperial inka a los 750 000 hombres movilizables del Imperio Chimú? De haber sido así, éstos habrían ofrecido una resistencia muchísimo más grande que la que habían ofrecido no más de 37 500 cañetes.

Probablemente, pues, el Imperio Chimú no logró convocar en su defensa a todas las tropas con las que hubiera podido –y hubiera querido– contar.

A menos que se acepte que un agruerrido cañete era más eficaz que 20 soldados del ejército imperial chimú, si 750 000 hombres hubieran actuado en defensa del Imperio Chimú, éste, el segundo más grande imperio que había en los Andes en ese siglo XV, simple y llanamente, habría sido casi imposible de conquistar.

¿Qué ocurrió entonces? ¿Que facilitó tanto la tarea del ejército imperial inka? ¿Le fue suficiente eludir inteligentemente el enfrentamiento en la costa? ¿Fue suficiente marchar y atacar por la cordillera, demostrando, además, patéticamente, que las gigantescas defensas erigidas en la costa quedaban como insólito monumento al esfuerzo estéril y en memoria de estrategas grandilocuentes, atolondrados e ineptos?

Las sin duda hábiles maniobras ordenadas por los generales inkas no bastan para explicar la catastrófica caída del imperio costeño.

Porque la ineptitud de los militares chimú se pudo compensar, por lo menos en parte, con la presencia de miles de combatientes.

A menos que, pudiéndose movilizar una gran masa de hombres, la élite imperial chimú hubiese sido incapaz de lograrlo.

Porque una forma plausible de entender que la aguerrida y heroica resistencia cañete durara 3–4 años, es asumiendo, precisamente y entre otras razones, que participaron en ella, por lo menos, todos sus varones adultos.

De lo contrario, habría que recurrir a misteriosas, inexplicables y desconocidas razones.

Si éstos fueron capaces de movilizarse íntegramente, y estuvieron dispuestos a morir en defensa de sus intereses, ¿qué habría impedido a la élite chimú hacer efectiva una movilización equivalente que, en su caso, habría podido reunir hasta 750 mil hombres?

Más allá de las magnitudes de territorio y población, ¿que diferenciaba pues significativamente a las sociedades chimú y cañete?

Las evidencias arqueológicas permiten suponer que el pueblo cañete era una sociedad homogénea, virtualmente no estratificada.

Todos sus miembros formaban, entonces, un solo grupo social. En tal virtud, todos compartían el mismo conjunto de intereses y, por consiguiente, el mismo conjunto de objetivos.

Si futuras evidencias arqueológicas demostraran, por el contrario, la existencia de una sociedad marcadamente estratificada en Cañete, habría necesidad de buscar, entonces, otras explicaciones al hecho de que, antes de la arremetida inka los cañete no pudieron ser conquistados nunca desde Chincha, y al hecho de que ofrecieran una resistencia tan memorable a los ejércitos del Imperio Inka.

El Imperio Chimú, en cambio, congregó a una sociedad muy estratificada. O, si se prefiere, la sociedad chimú era un agregado heterogéneo, suma y superposición de diferentes subgrupos, de diferentes estratos sociales.

Cada uno de ellos, inexorablemente, tenía y defendía su propio conjunto de intereses y aspiraba a alcanzar su propio e independiente conjunto de objetivos.

La homogeneidad social entre los cañete estaba dada por la homogeneidad de los intereses que tenían y defendían sus miembros.

En ese sentido, presumiblemente todos gobazan de un nivel de vida muy parejo, en el que, sin embargo, podían darse quizá algunos matices diferenciales. Mas es probable que, por lo menos en lo que a alimento, vestido y vivienda se refiere, casi todos dispusieran de un similar nivel de vida que, quizá también, correspondía además al del siglo XV en que vivían.

Este aspecto de la realidad histórico–social, que por lo general tiende a olvidarse en los textos de Historia, es de suma importancia.

No era lo mismo vivir en el siglo XV en las condiciones materiales y culturales de vida que correspondían a esa época, que en las que correspondían a siglos precedentes. Y, de hecho, en las sociedades que llegaron muy estratificadas al siglo XV, un porcentaje muy alto de sus pobladores vivía en las mismas condiciones que siglos atrás habían vivido sus antepasados –del mismo modo que hoy miles y millones de seres humanos en la Tierra viven en condiciones que, en verdad, corresponden a siglos anteriores (sin agua potable, desagüe, energía eléctrica, etc., por ejemplo).

En esas condiciones pues, todos los cañetes tenían un mismo conjunto de intereses que defender: IC.

La sociedad chimú, por el contrario, era un conglomerado de distintos subgrupos, cada uno de los cuales, siendo internamente homogéneo, era, sin embargo, sustantivamente distinto de los otros.

Un primer estrato, la élite imperial dominante, tenía el monopolio del poder, y lo había usado para alcanzar un estándar de vida absolutamente privilegiado, rodeado de todas las comodidades y de la mayor ostentación y despilfarro.

Este subgrupo tenía un particular y grande conjunto de intereses: IE. Para él, la invasión inka significaba perder todos o muchos de sus privilegios materiales, y todo o casi todo el poder. No es difícil imaginar con cuánto ardor defendieron todos esos intereses en juego. Y con cuánto ardor habrían querido que otros también los apoyaran.

Por otro lado, el conjunto de especialistas, aquellos que con la élite habitaban Chan Chan y disfrutaban del gran desarrollo de la imponente urbe, tenían también un vasto conjunto de intereses que defender: Ie.

Esos dos subgrupos fueron, precisamente, los que a la postre, perseguidos por el ejército imperial inka, se atrincheraron en Chan Chan. Quizá incluso murieron allí, defendiendo, comprensiblemente, lo suyo.

Los campesinos chimú, en condición subalterna y dominada, con un nivel de vida por debajo del de los subgrupos anteriores, tenía su propio y reducido conjunto de intereses: Ih.

Cotidianamente, por imposición de la élite, a través de la fuerza, eran obligados a defender los intereses de los subgrupos dominantes.

No obstante, cada vez que tenían la posibilidad de decidir en completa libertad, sin coacciones, su accionar defensivo se reducía, lógica, legítima y comprensiblemente también, a la defensa de sus propios intereses.

No es difícil imaginar y suponer que el resto de la población, es decir, la inmensa mayoría de los habitantes de los pueblos sojuzgados por la élite chimú –tallanes, pescadores del Santa, descendientes de los chavín en casi todas las estribaciones cordilleranas, y parte de los campesinos del pueblo lima–, habían sido condenados a tener en el siglo XV el mismo estándar de vida que en los siglos anteriores habían tenido sus antepasados.

E invariablemente soportaban además el rigor y el peso del aparato opresivo imperial chimú.

Por lo demás, frente a la inevitable invasión de los ejércitos del Imperio Inka, las perspectivas, para esa mayoría, no eran otras que pasar de la dominación de los chimú a la de los inkas. Para ellos, era tan conquistador, extranjero e invasor, el conquistador chimú, como el conquistador inka. Es decir, para todos ellos, virtualmente el único interés (Iy) era la propia vida y, por consiguiente, era lo único que había que defender.

En ese contexto, es muy probable que, durante la primera fase de resistencia, estando todavía incólume el poder de la élite dominante, el ejército imperial chimú fuera numeroso.

Podía reclutar y movilizar a los soldados de los pueblos dominados. Sin embargo, es probable también que, tras las primeras derrotas en Cajamarca, las huestes del ejército imperial chimú quedaran seriamente mermadas, reducidas sólo a las tropas que proveía el propio pueblo chimú.

Tallanes, pescadores del Santa, descendientes chavín, y campesinos lima, salvando el único interés que tenían que salvar –su propia vida–, abandoraron filas y dejaron a los chimú para que, como correspondía, defendieran, sólo ellos, lo que tenían que defender: el imperio que habían construido.

Es presumible que, a última hora, las tropas chimú se redujeran aún más. Y que, por consiguiente, los propios campesinos chimú desertaran y dejaran a la élite y los funcionarios para que, también como correspondía, defendieran, sólo ellos, encerrados en Chan Chan, lo que tenían que defender: las ventajas y privilegios que sólo ellos gozaban.

Así, cuando la confrontación final se dio entre ese ya golpeado, en retirada y pequeño ejército chimú, y el arrollador y triunfante ejército imperial inka, el desenlace era previsible.

Y el Imperio Chimú, efectivamente, sucumbió sin atenuantes.

El ejército conquistador inka puso a prueba la clamorosa diferencia que existía entre la apariencia de grandiosidad y fuerza del Imperio Chimú y su inexorable y frágil esencia. Quedó en evidencia que la acumulación de privilegios en manos de la élite, y la inicua dominación de las mayorías, permitía constituir un imperio de grandes dimensiones pero, paradójicamente, fracturado, frágil, sin fuerza.

Así, cuando se derrumbó el Imperio Chimú –como cuando antes habían sucumbido los imperios Chavín y Wari–, cayó, una vez más en los Andes, un gigante con pies de barro –y más tarde ocurriría otro tanto con el que nos ocupa en este libro–.

La caída de los imperios Chavín y Wari había mostrado que tales entidades desarrollan contradicciones tan grandes que, a la postre, los hacen sucumbir.

Por un lado, el territorio conquistado resulta inmanejable, desproporcionado en relación con la población de la nación que lo domina.

El fraccionamiento y dispersión de las fuerzas de ocupación que se ve obligado a disponer el poder imperial, termina minando gravemente su enorme fuerza inicial.

Por otro, los imperios llevan al límite la tolerancia de los pueblos dominados. Parafraseando a Toynbee, la injusticia, el terror y la violencia con que actúa el dominador, desatan en las naciones dominadas dosis de resentimiento, odio y violencia que, puestas en concierto, acaban con el opresor. Esa “explosión de ferocidad” –agrega el gran historiador inglés –sobrepasa “a la crueldad a sangre fría de sus opresores y explotadores”.

Los imperios Chavín y Wari fueron derrotados y liquidados desde dentro, es decir, por los propios pueblos que habían estado sojuzgados.

No obstante, como extensamente se ha visto en Los abismos del cóndor, Tomos I y II, la historiografía tradicional empecinadamente se niega a aceptar –e incluso a discutir– esa hipótesis. Para ella, siempre han sido fuerzas externas las responsables de la caída de esos imperios. Sus argumentos, sin embargo, no pueden ser más pobres y endebles. Recordémoslo:  

En el caso de Chavín –dice Del Busto–, “así como murieron sus hombres finó también la Cultura Chavín (...) se ignora cómo murió, aunque se sospecha que se debió a invasiones de pueblos poco conocidos, como los Huarás primero, y los Recuay después”. Y otro tanto –reiteramos– afirma para el caso de Wari.

Para este último, sin embargo, recogeremos ahora las expresiones de María Rostworowski. Según ella, los chankas, “hordas dedicadas al pillaje [fueron], quizá los responsables de la desintegración del gran centro wari, y los principales culpables de su deterioro”.

Pues bien, la catástrofe y liquidación definitiva del Imperio Chimú ofreció no obstante lecciones complementarias. Una, por ejemplo, es que la fragilidad intrínseca de los imperios también puede ser puesta a prueba desde fuera.

Desde el instante que surge la amenaza exterior, algunos de los objetivos de los pueblos dominados y de la fuerza agresora externa convergen. Es decir, vinculadas por cincunstanciales objetivos comunes, las fuerzas de los pueblos dominados y del agresor externo se suman. Sobre ello hemos hecho un extenso desarrollo en Los abismos del cóndor, Tomo II.

Las fuerzas opositoras internas, antes dispersas, catalizadas por la presencia externa se potencian y actúan, inadvertidamente, en una misma dirección, contra la élite opresora interna, e, inadvertidaente también, a favor de la fuerza externa.

La masiva y simultánea deserción de tallanes, pescadores del Santa, descendientes de los chavín y limas, debió ser, en efecto, un feroz golpe contra la élite chimú y, sin duda, invalorable ayuda para el ejército imperial inka.

La construcción del Imperio Chimú, a lo largo de los siglos XII, XIII y XIV, demostró la gran capacidad y enorme eficacia de la élite dominante para alcanzar muchos de los objetivos que se propuso. Logró rodearse en efecto de una riqueza extraordinaria. Erigió Chan Chan, una gran y ostentosa ciudad.

Construyó gigantesas fortificaciones, etc.

Con los mismos recursos, sin embargo, habría podido hacerse otro tipo de obras: ampliación del área agrícola –mucho mayor de la que efectivamente llevó a cabo–, construcción de tomas y canales, trazo de puentes y caminos, etc. Realizaciones éstas que, sin duda, habrían permitido incrementar el nivel de vida de toda la población, y, por consiguiente, elevar y homogeneizar el conjunto de los intereses de todos los grupos poblacionales involucrados.

Si ello no se hizo, no fue, entonces, por falta de recursos. Sino porque al momento de decidir el uso de los mismos, entre distintas alternativas, la élite optó por aquellas que excluyentemente la beneficiaban. La élite, coherentemente, actuó para alcanzar los objetivos que se había propuesto, y sólo ellos.

Esto implica que los objetivos que no se alcanzaron no eran prioritarios para ella. Por eso los difirió indefinidamente. O, simple y llanamente, no formaban parte de sus objetivos.

Es decir, no habría sido por incapacidad que la élite chimú desechó el mayor desarrollo agrícola de los valles que dominó.

En cambio, ese objetivo, y con él el incremento de su nivel de vida, sí estaba, implícita, pero categóricamente, entre los objetivos prioritarios de los pobladores del campo.

Ostensiblemente, pues, los objetivos de la élite chimú no eran los mismos que los de la población dominada. Mas, como los objetivos de aquélla se concretaban a expensas de los de ésta, no se tratata entonces sólo de objetivos distintos, sino opuestos; o, si de prefiere, contradictorios, porque la concretización de los objetivos de la élite negaba la posibilidad de la materialización de los objetivos de la población, y viceversa.

En ese contexto, ante la inminencia de la invasión inka, la élite chimú cometió el gravísimo error de apreciación estratégica de esperar que los campesinos de los pueblos que dominaba salieran a defender intereses que no eran los suyos y objetivos con los cuales no estaban identificados.

Quizá –retomando una vez más a Toynbee –, los campesinos de los pueblos dominados no sólo no asumieron esa defensa sino que, incluso, vieron con indiferencia, y aún con satisfacción, el destino que caía sobre su minoría dominante.

La derrota militar del pueblo cañete había confirmado la ventaja, para el ejército imperial inka, de contar con superioridad numérica abrumadora. A su turno, el triunfo sobre el Imperio Chimú mostró la fragilidad de sociedades drásticamente estratificadas. Y, claro está, mostró asimismo la insuficiencia de los estrategas –políticos y militares– chimú.

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