TAHUANTINSUYO: El cóndor herido de muerte  

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Alfonso Klauer

Las conquistas militares

Las más grandes e importantes conquistas y reconquistas se hicieron efectivas por la vía militar. Y dieron lugar a terribles represalias.

A despecho de sus grandes méritos y aciertos, Toynbee –como muchos otros historiadores, europeos y americanos–, desconocieron las evidencias de tenaz y prolongada resistencia que ofrecieron muchos pueblos andinos a la expansión del Imperio Inka. De allí que, erróneamente, hayan creído que todos los pueblos de los Andes aceptaron con pasiva docilidad la “Pax Incaica”.

Sin embargo, y a la luz de cuanto habremos de ver, resulta harto cuestionable que –hoy en día–, se siga idealista y acientíficamente sosteniendo –como lo hace la historiadora Liliana Regalado–, que “el dominio incaico se afirmaba justamente en el equilibrado manejo” de los siguientes factores: “la actividad bélica, la acumulación y distribución de productos diversos, el prestigio religioso, las alianzas, etc.”.

El primer gran triunfo bélico –recordémoslo una vez más –fue el que se obtuvo sobre los chankas que hacia 1438 dC habían intentado conquistar nuevamente el Cusco.

En represalia, Pachacútec impuso a los invasores chankas cruel castigo que sembró terror y espanto. A ese respecto el cronista Cabello Valboa recogió los siguientes testimonios:

Degolló a los principales, hizo clavar sus cabezas en las picas; a otros ahorcó o quemó, a otros empaló y desolló vivos; y reservó los cráneos para usarlos como vasos en sus banquetes...

El historiador Riva Agüero no dudó en recordar que todo ello fue “de una atrocidad oriental asiria”.

Sin desmedro de lo que hemos planteado en páginas precedentes –porque la precisión que vamos a recoger de Valdivia Carrasco no necesariamente contradice la de Garcilaso de la Vega–, planteamos aquí que muy probablemente esos feroces acontecimientos de represalia habrían sido los que dieron origen al rebautizo de la tierra chanka como “Aya Kucho”, que –según Valdivia Carrasco–, en quechua significa “rincón de los muertos”.

En medio de las drásticas represalias que sufrieron, parte de los chankas se habrían salvado de ser exterminados huyendo e internándose en el bosque amazónico –según referencias que recogió el cronista Cabello Valboa–.

La famosa y enigmática “huida chanka a Moyobamba” –áreas de Montaña y Selva en las inmediaciones de Chachapoyas–, puede ubicarse en el tiempo tanto como secuela del colapso del Imperio Wari –incluida la invasión y saqueo de la ciudad imperial–, como tras el triunfo de las huestes de Pachacútec sobre los chankas.

Pero bien podría haber ocurrido –proponemos–, en ambos momentos. Porque es posible que en el interregno entre uno y otro acontecimientos, los propios chankas que huyeron tras el primer episodio enlazaran sistemáticamente ambos territorios –utilizando en gran parte el curso del río Huallaga–.

Los capturados vivos fueron incorporados en masa al ejército imperial. Y deliberadamente fueron colocados en las posiciones más peligrosas, como “carne de cañón”, para que cayeran muertos por los enemigos de turno –refiere Cabello Valboa–.

Ya durante la expansión imperial, algunos pueblos ofrecieron gran resistencia. Se trató de los que no estuvieron dispuestos a abdicar de su proyecto nacional, ni a bajo precio, ni gratuitamente. Sólo tras fiera y cruenta lucha caerían derrotados, vendiendo así cara su derrota.

Para tales efectos, los estrategas inkas buscaron siempre tener asegurada la supremacía numérica antes de emprender una contienda.

Y si bien las cifras parecen ser muy exageradas, revelan, en todo caso, un orden de magnitud muy considerable.

En la primera arremetida hacia la costa, para la conquista de los lucanas, icas (en particular chinchas) y lunahuanás, el ejército estuvo constituido por 60 000 hombres –según refiere Garcilaso–.

Contra los kollas, Pachacútec lanzó un ejército de 120 000 hombres –al decir del cronista Santa Cruz Pachacuti–. Y, años más tarde, Túpac Yupanqui se vio precisado a reconquistar ese mismo territorio lanzando a 300 000 combatientes –según refiere el cronista Pedro Cieza de León–.

La conquista de Chile la emprendió un ejército de 200 000 soldados –afirma a su turno el sacerdote y cronista Bernabé Cobo–.

Contra los cañaris y quitos, de Ecuador, fueron lanzados 250 000 guerreros –dice esta vez el cronista Sarmiento de Gamboa–.

Huayna Cápac, en su primera salida rumbo al norte, fue al mando de 50 000 efectivos, y en otra campaña llegó hasta Quito con 40 000 hombres.

Actos de resistencia heroica se dieron por ejemplo entre los kollas, cañetes, limas, chachapoyas. Así también, aguerrida resistencia ofrecieron los cañaris, cayambis, quitos, huancavilcas y guaraníes. También los antis de la Amazonía, y los paltos y bracamoros.

Los pueblos que lucharon con denuedo y vigor por mantener su independencia, pero que a pesar de su firmeza y heroísmo cayeron derrotados, padecieron sojuzgamiento y, en represalia por su resistencia, sufrieron el desarraigo de gran cantidad de su población.

Fue notable la cantidad de población kolla expulsada de sus tierras y enviada a otras latitudes. Entre paltos, cañaris y bracamoros, 15 000 personas fueron llevadas al Cusco. Suerte parecida corrieron los chachapoyas. Y entre los huancavilcas, sólo se permitió permanecer en su patria a los viejos y muchachos.

Los pueblos que tuvieron la entereza de desafiar y ofrecer muy dura resistencia al ejército invasor, fueron castigados con el desarraigo total. Es decir –como indica Lumbreras–, el íntegro de la población fue trasladada y dispersada. Esa suerte, por ejemplo –según precisa Rostworowski –corrieron los pobladores de Ayaviri, en Puno.

La fiera y tenaz resistencia que durante varios años sostuvo el pueblo cañete, culminó con el ahorcamiento masivo de patriotas y el desarraigo total de quienes sobrevivieron.

Y –como se vio en Los abismos del cóndor, tomo II–, algunos indicios permiten sospechar que el pueblo de Tupe, vecino al noreste de Cañete, sufrió también las mismas represalias.

El pueblo al que hoy denominamos “cañete”, cuyo gentilicio original desconocemos, tras su conquista habría sido asimismo rebautizado por los inkas como “guarco” –nombre con el que lo identifican por ejemplo María Rostworowski y Culturas Prehispánicas, y al que también recurren Del Busto y Pease bajo la forma de “huarco”–.

De acuerdo al Lexicón de Domingo de Santo Tomás, “guarco” equivaldría a “ahorcado” –según reporta la propia etnohistoriadora Rostworowski–.

Así, de manera quizá informal, pero deliberada, rebautizando al valle de “Cañete”, cruel y despectivamente con el nombre de “Guarco” o “valle de los ahorcados”, se cumplía con hacer referencia a la drástica sanción. E, implícita y eficazmente, se cumplía también con el objetivo de señalar y recordar qué sanción pendía sobre cualquier otro pueblo que intentara una acción defensiva similar.

Las agrícolamente valiosas tierras del pueblo cañete fueron asignadas a mitimaes de otros pueblos, para algunos de los que, como en el caso de sus vecinos chinchas, se trató incluso de un premio por haber actuado como aliados de los inkas.

También en este caso, con efectividad e implícitamente, se mostraba otra lección: debía quedar claro que la sumisión al Imperio Inka, y la alianza con él, podía reportar importantes beneficios.

Porque, por ejemplo, para los inmediatamente fronterizos ayllus de Chincha que fueron trasladados al valle de Cañete, el hecho tuvo positiva y gran significación: virtualmente seguían en su mismo territorio, pues el valle de Cañete estaba apenas a 30 kilómetros al norte de su territorio.

Pero, además, se les cumplía una vieja ambición expansionista, pues en innumerables ocasiones anteriores habían intentado conquistar el fértil y rico valle vecino. Así, por añadidura, el traslado les permitía, a cambio del mismo esfuerzo, obtener una producción agrícola bastante mayor. A este respecto, la colaboración con el invasor rindió pues a los hatunrunas chinchas, episódicamente al menos, buenos dividendos.

Contra los cayambis de Ecuador también fue intentado el exterminio –según se lee en Valcárcel–. Y, además del pueblo de Tupe, en las estribaciones andinas de Lima también, fue virtualmente decretado el lento pero inexorable exterminio del pueblo de Quives, ajusticiándose a toda la población masculina adulta –refiere Rostworowski–.

De otro lado –y como reconoce Del Busto–, muchos pueblos, durante las décadas que se practicó su incorporación administrativa y productiva al imperio, llevaron a cabo un sinnúmero de rebeliones e intentos de independización.

O –como expresamente admite Cossío del Pomar–, muchos fueron los pueblos que trataron de “recuperar la libertad perdida”.

Algunas referencias sugieren incluso que –como también ocurrió en otras experiencias imperiales del planeta–, muchos pueblos aprovechaban las crisis de sucesión para llevar a cabo acciones sediciosas. Como en efecto habría ocurrido tras la muerte de Huayna Cápac.

Así, fue quizá en esas circunstancias que Atahualpa habría castigado “a las provincias impacientes por liberarse de los incas”, y en particular a los huancavilcas de la costa de Guayaquil; así como, algo más al sur, a los huamachucos del área cordillerana de La Libertad –según puede colegirse de información proporcionada por Luis Millones–.

En efecto, el antropólogo e historiador Luis Millones refiere que “Apo Catequil –divinidad de los huamachucos– fue derribado e incendiado, junto con sus sacerdotes, y su cabeza arrojada lejos del santuario por orden de Atahualpa”.

Sorprende sin embargo que, como antecedente del relato de ese acontecimiento, Millones diga: “Otros dioses no fueron tan afortunados en su relación con los incas”.

Permítasenos pues dos observaciones. En primer lugar que –como bien sabe Millones–, los huamachucos habían estado sojuzgados por los inkas ya desde el gobierno de Pachacútec, y durante el íntegro de los gobiernos de Túpac Yupanqui y Huayna Cápac. Mal podía ser entonces la de Atahualpa una acción de espíritu o motivaciones religiosas. De haber sido así, ¿por qué no la tomaron su padre, abuelo y bisabuelo?

Más parece, pues, que fue una represalia frente a una acción muy específica y coyuntural, sea un intento de liberación aprovechando la disputa entre Huáscar y Atahualpa, o la sospecha de Atahualpa de que los huamachucos habían tomado partido por Huáscar.

Y, en segundo lugar, hay que aclarar y precisar –como también sabe Millones– que con su incendio y destrucción, y la de los sacerdotes, el “infortunado” no fue el “dios Apo Catequil”, sino los huamachucos cuya fe convocaba.

Se trató pues de los pueblos que no se resignaban a postergar indefinidamente su proyecto nacional y su condición de sujetos del mismo. Ni a seguir siendo objetos, o simples instrumentos de trabajo del poder imperial.

Ni a seguir posponiendo el intento de alcanzar sus objetivos. Es decir, de los que no aceptaban contribuir, gratuita y voluntariamente, a que la élite inka, con exclusión del resto, alcanzara los suyos.

Así, tres veces –como anota Del Busto –intentaron independizarse los kollas, aprovechando tácticamente que el grueso de las tropas imperiales estaba en el norte. Y su vez, en dos ocasiones que el ejército imperial partió al sur a debelar la sublevación de los kollas, se alzaron pueblos del norte.

Por su parte, un numeroso grupo de antis llevados al Cusco se rebeló y volvió a internarse en la Amazonía. Incluso la élite chimú logró concretar una rebelión contra el poder imperial inka, obligándolo a una campaña de reconquista –según refiere el cronista Zárate–.

El poder imperial reprimió drásticamente a los rebeldes independentistas. Después de las sangrientas batallas –como habla el propio Garcilaso–, los pellejos de los vencidos sonaron por muchos años en los tambores de guerra de los ejércitos inkas –admite Del Busto–.

Muchos enemigos fueron sometidos al suplicio de eliminarles todos los dientes de la mandíbula superior. Otros fueron ejecutados en masa. O –como refiere Rostworowski–, colgados de los muros de sus propias fortalezas.

Las cabezas de muchos ajusticiados fueron utilizadas para confeccionar vasos ceremoniales. Fue frecuente la imagen de un guerrero imperial sosteniendo la cabeza del enemigo degollado –reporta Kauffmann–.

Y también se torturó dejando ciegos a los adversarios.

Los incendiarios de puentes –en acciones de sedición evidente–, sufrieron pena de muerte –registra el cronista Cobo–. Y se ejecutó a muchos kurakas rebeldes, prohibiéndose además que los pueblos rebeldes porten armas –refiere a su vez el cronista Zárate–.

Algunas de las conquistas militares del Imperio Inka se vieron facilitadas por la división interna de los pueblos que cayeron conquistados. Ello ocurrió, por ejemplo, en el caso de los dispersos y muy divididos pequeños grupos del territorio chileno.

Pero fue dramático y patético el caso de la numerosísima nación kolla. Ésta –como afirma Max Hernández–, a pesar de su enorme fuerza potencial, fue presa del ejército imperial porque, lejos de unirse ante el peligro, permaneció dividida.

Algunos pueblos, sin embargo, fueron conquistados a pesar de haber concretado alianzas tácticas contra el Imperio Inka. Fue el caso de los cajamarcas y chimú –según afirma Cabello Valboa–. O –como reconoce Rostworowski–, el de cañaris y quitos.

En ésos como en otros casos, el numeroso ejército imperial, constituido por soldados y oficiales del pueblo inka, y por miles de soldados reclutados en los pueblos previamente conquistados, superaba, abrumadoramente, a sus adversarios.

Los estrategas inkas, no obstante, utilizaron además, con gran habilidad y eficacia, las rivalidades entre los pueblos. En efecto, parte del pueblo lima, por ejemplo, prestó al ejército imperial valiosa colaboración táctica y de inteligencia en la incursión contra los chimú. Quizá así los lima se vengaron y desquitaron de sus vecinos chimú, a quienes odiaban, muy probablemente porque en reiteradas disputas les hicieron llevar la peor parte, invadiéndolos y arrebatándoles parte de sus mejores tierras en el área norte de su territorio.

Antes de que el Imperio Inka en expansión los conquistara, los pobladores de Huarochirí y Yauyos, ambos en la cordillera próxima a Lima, se declararon aliados del mismo –afirma Rostworowski–, presumiblemente pensando que con ello resolvían sus rivalidades fronterizas con huancas y tarmas, e incluso con limas.

Los cañete –recordémoslo una vez más–, sucumbieron también ante la alianza tácita de sus ambiciosos vecinos de Chincha con el ejército imperial.

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